Muchos damnificados produjo la instauración del franquismo. A la represión violenta de los vencidos —ejecuciones sumarias, encarcelamientos vengativos, confiscaciones de bienes…— se añadieron otros graves daños, entre ellos un copioso exilio de buena parte de la intelectualidad republicana. No se contentó el Régimen con la grave penitencia del trastierro sino que mantuvo una hostilidad cerrada contra aquellas gentes que tuvieron que abandonar su patria para evitar males mayores seguros. Los libros de los exilados aparecidos fuera de su tierra fueron prohibidos, y con frecuencia se vetaba la mención del solo nombre. Así se produjo una generalizada zona de sombra en nuestras letras de posguerra. La abundante literatura de la España peregrina (poesía y novela, sobre todo) fue una realidad secuestrada. No se podían conseguir sus obras, salvo mediante azarosas búsquedas clandestinas. Recuerdo, y esto ya tardíamente, los esfuerzos en buena medida baldíos para localizar los títulos con los que preparar el capítulo dedicado en 1977 a la narrativa en la gran enciclopedia dirigida por José Luis Abellán El exilio español de 1939.
Tampoco pudieron los autores acceder a los lugares donde se los estudia y valora. Su difusión en el interior encontraba empecinados obstáculos casi hasta los amenes del Régimen. Repárese en el título obligadamente elusivo con que apareció todavía en 1963, vísperas de los XXV años de Paz, el pionero libro de un joven profesor también exilado, José Ramón Marra-López, Narrativa española fuera de España. Algo había mejorado la situación cuando, cerrando el decenio, Rafael Conte ya pudo rotular su antología de prosistas exilados con un explícito Narraciones de la España desterrada. Pero el daño, para entonces, estaba hecho. Salvo unos pocos nombres, la prosa trasterrada era entre nosotros una desconocida, a pesar de la variedad y el número copioso de sus autores. La cosa no ha cambiado desde entonces, en parte por la dificultad de revertir una situación anquilosada, en parte por el desinterés institucional y editorial. Hubo momentos en que algún exilado logró circunstancial repercusión pública, por ejemplo Ramón J. Sender, pero pasó también al olvido en que hoy se halla. Los lamentos de Max Aub de ser un escritor sin lectores estaban más que justificados.
Movidos por esta injusta situación, los profesores Fernando Larraz y Javier Sánchez Zapatero acometen la benemérita empresa de reivindicar la narrativa exilada de la mejor manera posible, recogiéndola en un amplio y flexible muestrario que reúne piezas breves de 17 trasterrados, Los restos del naufragio. Antologar la prosa del exilio es empresa poco menos que imposible, dada sus oceánicas dimensiones (piénsese en el enorme volumen de escritura que alcanzaron Aub, Sender o Salvador de Madariaga). Pero sí puede conseguirse una buena representatividad. Ello lo permite más o menos el género en que se centra la selección, el cuento. Y lo facilita el ofrecer un punto de vista vertebrador. Los antólogos, entre otros criterios posibles (generacional, estético, ideológico), organizan tres bloques temáticos que responden a sendos motivos relevantes de la ficción trasterrada. El primero recopila cuentos que rescatan la memoria del pasado. El siguiente reúne piezas que se refieren al mundo que acogió a los exilados. El último se fija en el motivo de la vuelta a la patria perdida.
Los asuntos elegidos condicionan la selección de nombres. En la memoria española encontramos a José Ramón Arana, Paulino Masip, Juan Chabás, César M. Arconada, Segundo Serrano Poncela y María Teresa León. En la geografía vital del exilo figuran Simón Otaola, Esteban Salazar Chapela, Pablo de la Fuente, José Herrera Petere, Martín de Ugalde, Clemente Airó y Sender. De «la vuelta imposible» tratan Jesús Izcaray, Manuel Andújar, Francisco Ayala y Max Aub. Muchos nombres obliga a dejar fuera este planteamiento, así como, supongo, las exigencias editoriales de juntar un volumen de aceptables dimensiones. Pero no es cuestión de hacer un censo de ausencias, algo que no puede reprocharse a los antólogos por el pie forzado que guía su selección. Sí hay que decir que, a pesar de ello, constan casi todos los «grandes» y significativos de la nómina total. Solo por adherirme a la reivindicatoria queja de los antólogos me permito añadir un puñado de ausentes en la selección, a algunos de los cuales se les podría haber hecho un hueco porque compartieron, al menos en novelas extensas, los motivos medulares sobre los que se organiza la antología. Sin ningún orden ni jerarquía recordaré a unos cuantos más de esos escritores que nunca o casi nunca figuran en el repertorio de nuestra prosa de posguerra: Arturo Barea, Pedro Salinas, Madariaga, Jarnés, Rosa Chacel, Álvaro de Albornoz, Luisa Carnés, Corpus Barga, Rafael Dieste, Juan Gil Albert, Luis Amado Blanco, Agustí Bartrá, José Bolea, Virgilio Botella Pastor, Eugenio Granell, Clemente Cimorra o Arturo Serrano Plaja. Los antólogos, además, no han cedido a la rutina de fijarse en los autores inevitables sino que prestan atención a algunos rara vez recordados.
Buena ocasión brinda Los restos del naufragio de acercarse a la injustamente preterida narrativa trasterrada, a la que nuestros catálogos editoriales siguen confinando en la extraterritorialidad. Por esas casualidades de la vida tiene todavía la tinta fresca otro rescate del exilio, el de un escritor de la más joven de las promociones desterradas, la que Manuel Andújar llamaba la «generación de los cachorros», los hijos de los exilados que embarcaron muy jóvenes hacia el destierro impuesto. Me refiero a José de la Colina. En este caso el gusto muy particular de su promotor, el profesor Fernando Valls, por el microrrelato motiva el rescate del escritor santanderino con una condensada reunión de piezas mínimas bajo el sugerente título Yo también soy Sherezade.
José de la Colina tiene cierto reconocimiento en las letras mexicanas, la tierra donde ha anclado su existencia entera, y ninguno en el país de nacimiento. Su temperamento un tanto bohemio y aventurero encontró un cauce de expresión en el entorno del cine y en la prensa. Sus dedicaciones profesionales se han relacionado con el mundo de la cultura, que deja fuerte huella en sus escritos. Y como escritor se ha centrado en la prosa breve, sin que haya llegado a cuajar en la larga. Ha sido cultivador, teórico y propagandista del cuento, cuyos siete libros de este género editados entre 1959 y 2003 reunió en Traer a cuento, editado, repárese en el detalle, en la colección Letras mexicanas del Fondo de Cultura Económica. El prologuista de este macizo tomo, el narrador y ensayista mexicano Adolfo Castañón, lo caracteriza como «una fiesta de la prosa en el mundo». También podría haber dicho que la prosa imaginativa del narrador hispano-mexicano está lo más cerca posible del relato puro.
Esta expeditiva descripción vale también para Yo también soy Sherezade, en cuyos casi 70 microrrelatos asistimos al espectáculo de una escritura libre, imaginativa y juguetona, además de culturalista sin reservas: un rico muestrario del puro arte de contar, eso sí, no inocente ni inocuo, sino mirada incisiva, satírica y escéptica de los afanes y determinantes del ser humano. Piezas festivas, sarcásticas, volcadas en provocar la sorpresa del lector. Relectura también, buscándoles las vueltas, de emblemas y figuras literarias: Kafka (reiterada presencia del famoso escarabajo y múltiples reinvenciones de La metamorfosis), Cervantes y mitos clásicos. Sin ninguna clase de envaramiento porque asimismo otra prosa nada solemne, la de un recetario de cocina, da pie a un risueño «Cuento de las croquetas de huevo», en cuya decena de líneas caben nada menos que una Exposición, un Nudo y un Desenlace. Todo ello en el lecho de una indeclinable creatividad verbal que llega al jugueteo aliterativo en el poco políticamente correcto El tartamudeador. Y, como dicen los catalanes, a más a más, con presencia de un escarceo experimental como el que deja la página entera impoluta en el minicuento Blanco. Nada pasaría si no se hubiera seleccionado esta inocentona broma al gusto de los jóvenes de hace un siglo, pero sirve para señalar la sensibilidad vanguardista que imanta a José de la Colina.
Los daños causados a las últimas letras españolas peregrinas no tienen ya reparación posible. Hay que agradecer y celebrar estos esporádicos rescates que algo lo atemperan con su variada nómina de narradores que habrían enriquecido un tronco literario único si quienes ganaron la guerra no hubieran dispersado por el mundo una amplia parte del tronco común.
Autor: Varios autores. Título: Los restos del naufragio. Relatos del exilio republicano español. Editorial: Salto de página. Venta: Amazon y FNAC
Autor: José de la Colina. Título: Yo también soy Sherezade. Editorial: Menoscuarto. Venta: Amazon y FNAC
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