Durante el año me olvido de su existencia, pero allí está, flotando a lo lejos, otro verano más, con su balanceada provocación, la boya amarilla. Los rayos del sol transforman la superficie del mar en un reflejo intermitente de cuchillas plateadas. Nunca es un buen momento para nadar. La promesa de abrazar la boya siempre afila mis vacaciones, pero no quiero hacer trampas.
Solo he abrazado la boya amarilla una vez. Desde entonces he echado de menos el templado tacto de su falda de algas. No lo hice solo. Ella me prometió que si me ahogaba no me ayudaría. Minutos antes lamió la sal petrificada de mi oreja. Aquella mañana no me preocuparon los calambres o los ataques de barracudas. Nadamos el tramo completo, ida y vuelta. Cuando hicimos pie, y nuestras piernas temblaban como después de un orgasmo, un banco de peces comenzó a saltar, parecía un aluvión de flechas. Eran aplausos que ella confundió con sardinas. He intentado volver a la boya, pero cuando miro hacia atrás, y veo la orilla con su hormigueo de personas, me doy la vuelta, porque siento que me han inyectado plomo y las brazadas se me hunden.
Mi madre siempre dice que los bocadillos en la playa saben mejor. A mí me saben mejor las lecturas, excepto este año, que estoy con Yoga, de Emmanuel Carrère. Se me ha retorcido la lectura, como un calambre psicológico. El libro comienza con un retiro para practicar yoga, aunque parece más bien una forma refinada de tortura o autocastigo. No puede hablar con nadie, tampoco hay música, escritura o lectura. El instrumento oceánico del yo y sus animales submarinos son la única compañía. Carrère también quiere llegar a la boya sin ayuda.
El libro comienza ahogado, repleto de enumeraciones, citas e ilusiones beatíficas sobre el equilibrio espiritual. Se respira desasosiego por la obligación de permanecer en paz. Carrère tantea las definiciones del yoga, pero su búsqueda se ve interrumpida por el asesinato de un amigo en el ataque terrorista de Charlie Hebdo. Carrère se consuela con una amante, como siempre, en ese alarde de antídotos vaginales. Poco después la mujer desaparece, entonces entra en colapso depresivo. Acaba diagnosticado con trastorno bipolar e ingresado en un psiquiátrico con tratamiento de terapia electroshock. Desea la boya, pero hace pie sobre el ancla.
Mucha gente odia a Carrère por su testosterona mal supurada y sus vómitos narcisistas, con bilis de victimismo y trocitos de arrepentimiento. A mí me parece tan solo un ser humano, y no me es ajena su superficie, como este mar. Una vez más, y tras salir del psiquiátrico, Carrère se lanza de cabeza a misiones periodísticas absurdas y suicidas, una suerte de escapismo, como todos nosotros preocupados por no hundirnos, pero el cuerpo pesa. Hace yoga al igual que folla, como su escritura, quiere desnudarse, pero solo logra la exhibición del músculo. Carrère es el escritor que fracasa al sumergir el temor. Hay dos tipos de personas según él: los que nadan en paralelo y en perpendicular.
No entra en consideraciones, pero pienso que las personas que nadan en paralelo a la orilla necesitan la proximidad de las costumbres. Viven con la certeza de que harán pie. Estas personas colonizan la arena, hablan durante horas sobre trivialidades como los coches eléctricos. Flotan sobre cualquier tema y ellos mismos permanecen sumergidos. Por el contrario, nadar en perpendicular tiene algo de vocación suicida y no se consuela en el flotador de los coches eléctricos.
Para Carrère la escritura es el lugar donde no se miente. Dejo Yoga sobre la toalla y me lanzo al mar. Las olas abofetean la orilla, una pátina de espuma besa mis pies bronceados, la humedad los consuela de un sol que siempre esquiva la sombrilla. Me viene el olor de su saliva y el musgo de su lengua en mi oreja. Quiero nadar sin flotadores, sin los préstamos que supuestamente nos equilibran: paz, espíritu, yoga. Palabras para nadar en paralelo.
La oscilación de las corrientes frías y calientes empiezan a electrocutar mis piernas. Estoy en la mitad. No hay nadie alrededor, tampoco en la orilla. Es la hora dorada de la tarde cuando los socorristas recogen la bandera y el amarillo se despide rabiosamente de todo. Necesito nuevos nombres: flechas, aplausos, sardinas; palabras perpendiculares como besos que arriesgan la lengua. Su yoga es mi boya amarilla, debo abrazarla o aceptar el privilegio de hundirme.
Los filósofos hablan sólos. Es una de las razones por las que nadie les escucha. Nunca te paras a escuchar a quien habla consigo mismo.
Queridísimo Sergio:
Este artículo sobre el verano, la playa, la boya amarilla (en mi playa de Cádiz hay otra), los libros leídos en la orilla del mar, el sabor a sal en la piel del ser amado y como si fuera ya la cosa más natural del mundo, “Yoga” de Emmanuel Carrère, pues… es sin más una obra de arte, un regalo tan precioso y preciosista como el riesgo de vivir sin red.
En su “Elogio de lo irreparable”, el maravilloso poeta Félix Grande dice así:
Sé involuntaria. Sé febril. Olvida
sobre la cama hasta tu propio idioma.
No pidas. No preguntes. Arrebata y exige.
Sé una perra. Sé una alimaña.
Resuella busca abrasa brama gime.
Atérrate, mete la mano en el abismo.
Remueve tu deseo como una herida fresca.
Piensa o musita o grita «¡Venganza!»
Sé una perdida, mi amor, una perdida.
En el amor no existe
lo verdadero sin lo irreparable.
Carrère en “Yoga” nos relata el valor del riesgo, un salgo al vacío: “Yo creía que mi razón era sólida, que estaba bien enclavijada en el cuerpo gracias al amor, al trabajo, a la meditación. Me decía a mí mismo que al tener una relación tan circunscrita no sólo no corría el riesgo de perder mi alma, sino que gobernaba mi vida con sensatez”. Y perdió su alma, y se hundió en el abismo de la depresión.
Observo después de una intensa sacudida eléctrica cuántas veces nos has traído, querido Sergio, personajes al borde de la locura o sumidos en ella, y cuánta lucidez se asoma en su vacío y su oscuridad. La experiencia tortuosa de Carrère delata la mentira de la sensatez, y el miedo a abandonar la hipocresía con uno mismo. Las consecuencias parecen insalvables, ¿y aquellas de conservar el alma intacta a riesgo de no haber vivido? Sigue resonando Félix Grande “en el amor no existe lo verdadero sin lo irreparable”, nadar en perpendicular. Y yo me pregunto, quien ha salvaguardado su alma ¿ha salido victorioso? ¿No habrá caído de repente en un abismo insalvable, sin regreso desde la boya amarilla? Porque malo está hundirse, pero peor está no haber nadado en perpendicular nunca en esta vida que nos sostiene y a la que sostenemos, ¿hemos de cuidarla siempre con salvavidas? ¿O hemos de vivir con el alma a cuestas y puesta en la experiencia vital real? Creo que Carrère no soportaba la idea de no dejar que su alma nadara en perpendicular. El día en que el alma se rompe, ese día se da buena cuenta de haber vivido en plenitud, y hundirse en los abismos humanos es un privilegio único.
Por otra parte, querido filósofo, como amante y practicante del yoga, por supuesto la mirada al conocimiento oriental me fascina, y el recuerdo de Schopenhauer me trae reminiscencias del amor a la contemplación al arte y al ascetismo. Maravillosa novela “Yoga”, que contempla la caída después de la contemplación. Fascinante siempre la literatura que nos regalas, maestro, no hay palabras.
Solo puedo recurrir de nuevo a la poesía, recuerdo estos versos de Tomas Tranströmer en sus “Apuntes de fuego” que dicen así:
Durante los meses tristes, centelleó mi vida solo cuando hice el amor contigo.
Como la luciérnaga se enciende y se apaga, se enciende y se apaga -a medias puede uno seguir su camino
en la noche oscura del olivar.
Durante los meses tristes, estaba el alma desesperada y sin vida
pero el cuerpo caminó directo hacia ti.
El cielo de la noche rugió.
Sigilosamente ordeñábamos cosmos y sobrevivimos.
Un abrazo gigante, querido amigo.
Yo también pensaba sobre la boya amarilla: https://striuk.tumblr.com/post/757714160740171776/nadamos-hasta-la-boya