Lo veo todos los años. Lo visito todos los años. Al principio quiero pasar un poco de largo, porque vuelvo de la playa y me apetece regresar a casa, pero en seguida me paro en sus puestos y miro con atención. Una atención creciente.
El mercadillo tiene muchas cosas, muy variadas. Hay quien dice que tiene todo lo que tenemos en nuestras casas, pero los rastros, pienso yo, son así. Este mercadillo es un rastro como el de Madrid, “El Rastro”, como yo lo recuerdo —hace años que no lo visito—, pero en pequeño. Estos mercados son muy literarios; que se lo digan, por ejemplo, a Ramón Gómez de la Serna o Andrés Trapiello, más recientemente.
El mercadillo está colocado en el paseo marítimo de Cabanas, en la playa de la Magdalena, en un lugar que es el de mis sueños, el de las diferentes etapas de mi vida. He ido creciendo en esta playa, en este lugar de Cabanas, en mi querido Pontedeume, el pueblo de mi padre, que yo creo que, como me dijo mi cuñado Peter una vez, ya puedo llamar mi pueblo. Por trayectoria, por toda una vida en él, en verano, y a veces fuera del verano, y por el amor que le tengo.
Estos son los libros que compré el otro día en el mercadillo:
—Elementos de la economía moderna, de Albert L. Meyers (Plaza & Janés). Ahora me interesa la economía porque la encuentro, en mi caso, un necesario contrapeso —cierto contrapeso— a mi vocación y pasión por la literatura.
—A quien conmigo va, de Antonio Gala (artículos, Planeta, 1994). Me están gustando muchos textos, escritos con mucho arte y sensibilidad, aparte de amenidad.
Otros años he comprado en este mismo mercadillo otros libros:
—Oh, Jerusalén, de Dominique Lapierre y Larry Collins (Plaza & Janés, 1972).
—La hija del caníbal, de Rosa Montero (Espasa, 1997).
Hace unos años me quedé con ganas de comprar Madera de boj, pero este verano en la Fundación Camilo José Cela me han regalado una edición maravillosa de este libro, edición numerada de 3.000 ejemplares (el mío es el 506) con una grabación de Cela leyendo la novela, con lo cual puedo decir que jamás pude soñar tener una edición tan buena de esta novela. En realidad toda mi visita a la Fundación Camilo José Cela hace unos días fue un sueño, y ello sobre todo gracias a las personas que me recibieron.
Me gusta mucho leer y releer esta edición, por aquí y por allá del libro, fatigando sus páginas, como creo que decía Quevedo y repetía Borges, o más modernamente Juan Manuel de Prada.
Pero vuelvo al mercadillo. En él también he comprado, el año pasado, algunas películas:
—El premio (1963), de Mark Robson.
—El conde de Monte-Cristo (1975), de David Greene.
—Los santos inocentes (1984), de Mario Camus.
—Karate Kid I (1984), de John G. Avildsen.
—Karate Kid II (1986), de John G. Avildsen.
Estas películas casi todas las había visto ya. Recuerdo que el año pasado casi todas las volví a ver en el DVD. Son historias muy queridas por mí, por ellas mismas, por sus autores, por el momento en que las vi, o por todo junto. Es posible que estas películas me impactaran sea cual fuera la etapa de mi vida en que las viera. Opino que de un relato, por ejemplo una novela, lo que importa, su esencia, es la propia historia, y así no es tan relevante que se ofrezca en película normal, en dibujos animados, en cómic… que sigue siendo magnífica, si la propia historia lo es. Ocurre con las más importantes obras de Julio Verne o con La isla del tesoro, de Stevenson, o con el propio El conde de Monte-Cristo, que yo he citado aquí, y cuya primera noticia que tuve creo que fue una película de dibujos animados, que me encantó.
Este año, también en el mercadillo, me ofrecieron Ahora hablaré de mí, de Antonio Gala (Planeta), un libro que es algo así como sus memorias, no teniendo exactamente el formato de memorias, pero lo dejé —aunque el precio era muy bueno, buenísimo—, porque lo tenía en casa, en Madrid. No puedo comprar los libros que ya tengo, porque entonces necesitaría varias casas para albergarlos. Y me gustaría comprarlos para tenerlos disponibles en los distintos lugares, pero me suelo aguantar. A veces no me aguanto.
Este libro de Ahora hablaré de mí me lo recomendó mi profesor Manuel Fernández Nieto, experto en Cervantes pero gran conocedor también de la obra de Gala —y amigo suyo, según me ha contado—, cuando me documenté para escribir mi “Carta a Antonio Gala”, texto también publicado en Zenda.
En este sentido me fijé también en algunos libros de Alberto Vázquez-Figueroa, que ya tenía, pero que no me importaría tener en esta casa de Pontedeume, pero entonces pensé lo anterior y no los compré. Eran algunos de la saga de Cienfuegos.
De todos modos no me parece mal tener repetidos algunos libros que me gustan mucho, o libros que utilizo con frecuencia, en diferentes casas, en diferentes lugares. Pero esto tiene que ser algo más bien excepcional.
El mercadillo es muy gustoso —digo “gustoso” porque decir “agradable” me parece poco— tanto para verlo en el momento como para revisarlo en el recuerdo. Es como la vida, que es buena para vivirla, con sus altibajos y sustos, pero también para recordarla, y pienso que es mejor para recordarla, porque en la vida todo va demasiado deprisa y no da tiempo a saborear nada. Quizá la vida sea como un buen vino que haya que beber despacio, muy despacio, en un buen sillón, paladeándolo. La escritura ayuda mucho a esa lectura despaciosa y deleitosa de la vida, si es que no permitimos que las prisas consigan que se nos desmande todo ello, la escritura, la lectura y la vida. Tal vez el vino también.
Estoy deseando que haya otro mercadillo para comprar más libros, y hacerlo además de forma menos tímida. Es decir, comprar más. Sé por otra parte que les hago un favor a los vendedores. Quieren vender, como yo comprar, comprar lo que quiero y me gusta, como mucha otra gente. Es un favor mutuo.
Pero me tengo que abrir con los libros. Tengo ya muchos y si quiero encontrar otros nuevos que me puedan gustar tengo que ensanchar mis preferencias y gustos. Un ejemplo de esto puede ser Antonio Gala. Yo antes no compraba los libros de Antonio Gala, pero desde hace unos años lo hago con mucha ilusión.
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