Nijūshi no hitomi —Veinticuatro ojos—, de Keisuke Kinoshita (1954) es una de las mejores películas del cine japonés. Lo es para la crítica japonesa, una de las diez mejores de todos los tiempos identificadas en 1999 por Kinema Junpo, la revista de cine más prestigiosa y más antigua del país. Y lo es para mí, una de mis preferidas de las muchas que he visto en los últimos años. Las otras son Primavera tardía y Sanma no aji, de Ozu; y Cuando una mujer sube la escalera, El sonido de la montaña y Midareru, de Naruse.
Hideko Takamine es Ōishi Sensei, la jovencísima maestra rural que llega a mitad de los años veinte a dar clase en la escuelita de un pueblo al final de la isla Shōdoshima y choca con sus habitantes por su forma de vestir occidental y por andar en bicicleta, cosas antes nunca vistas la una ni la otra. Una película triste, como casi todas las de Takamine. La maestra pierde alumnas por la pobreza, tiene que irse del pueblo, no comprenderá años más tarde cómo sus chicos pueden marchar a la guerra con tanta ilusión y ardor guerrero para terminar por no volver o regresar inválidos. Veinticuatro ojos y La condición humana, de Masaki Kobayashi (1959-61), son dos grandes hitos de cine pacifista japonés. Y Takamine y Tatsuya Nakadai sus protagonistas respectivos.
Me gustó tanto esa película que poco antes de dejar Japón me fui a visitar la isla, una de las mayores del enorme archipiélago en el Mar interior de Seto (Setouchi). Algunas han sido puestas últimamente en valor para el turismo gracias al inteligente proyecto de las Trienales de Setouchi; y los centros de arte construidos por Tadao Ando y Ryue Nishizawa en las islas de Naoshima y Teshima son visitados por viajeros sofisticados, o culturetas, de todas partes. Se diría que se han construido más para extranjeros que para japoneses, pero han puesto sin duda a este archipiélago, antes pobre y recóndito, en los mapas turísticos. Yo, en todo caso, prefiero la simplicidad de Shōdoshima, y en homenaje a la Srta. Ōishi me fui a visitar el pueblo que se construyó entonces como decorado para rodar la película, que sigue ahí aún como pequeño museo en recuerdo. Me he quedado enganchado para siempre a esa isla mediterránea en medio de Japón.
La maravillosa Hideko Takamine es una de las damas del cine japonés —las otras, Setsuko Hara y Kinuyo Tanaka-, protagonista de muchas de las películas de Naruse como Hara lo es de Ozu; siempre la mujer que sufre, la esposa despechada, la amante abandonada, la concubina maltratada por su patrón.
Buena parte del mejor cine nipón es adaptación de obras literarias. El sonido de la montaña es una novela de Kawabata magníficamente llevada al cine por Naruse; de Sasameyuki, la novela de Tanizaki —extrañamente conocida en inglés o en español como Las hermanas Makioka y en francés como Cuatro hermanas— hay una excelente versión fílmica de Kon Ichikawa; Nagareru es una novela de Aya Koda primero y una película de Naruse, de nuevo, después.
Veinticuatro ojos es una novela de Sakae Tsuboi (1952), su obra más conocida, la única traducida al inglés y, ahora también, al español en versión directa del japonés de Rumi Sato para Nocturna, con el mismo dibujo de portada de la más reciente edición en inglés. No es una gran novela, decir que la película es mucho mejor es decir poco, no estamos aquí frente a una pugna entre obras maestras como las versiones literarias y cinematográfica de El sonido de la montaña o Sasameyuki. La película de Kinoshita es una gran pieza cinematográfica y la novela no deja de ser una pequeña obra de tono menor. Pero ahí está todo lo que aquélla refleja, y su lectura, en todo caso, es una buena manera de saber más de la vida en el Japón de la era Showa: un país extremadamente pobre, más aún en zonas rurales periféricas como esas islas del Mar interior, territorio de pescadores o campesinos que apenas tenían cuatro paredes donde vivir y se veían a menudo «forzados», como pasaba con frecuencia en el norte del país, a saldar deudas vendiendo a sus hijas a redes de geishas o, peor aún, de prostitución. Todo ello aparece en la novela, un compendio quizá en el tono menor al que me refería de la vida rural de un Japón muy alejado del que, acertadamente o no, podamos imaginar hoy en día. En ese contexto va entrando poco a poco el germen del autoritarismo, el miedo hablar o a opinar, el reproche a que la maestra se refiera en clases a asuntos sociales no vaya a ser que la tachen de roja, como le pasa a un compañero en otra escuela cercana, la semilla de un patriotismo militarista que derivará en la invasión de Manchuria y en la Guerra del Pacífico y que lleva a buena parte de la población masculina a desear ir a la guerra a riesgo, asumido sin duda, de perder la vida. Y, por fin, la derrota y el vacío frente a la falta de explicación de para qué tanto sufrimiento innecesario.
La fácil lectura y el tono no impiden que sea un libro que merece la pena leer; como merece la pena sin duda, ver la película.
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