La poeta Ángeles Mora es, indiscutiblemente, una de las voces esenciales de la poesía española contemporánea. Desde aquel iniciático Pensando que el camino iba derecho (1982) hasta Soñar con bicicletas han transcurrido exactamente cuarenta años en los que, igual que el alfarero modela cada barro que sale de sus manos para darle forma con exquisita precisión, ha ido armado una poética personal, una voz bien definida que es una habitación propia y diferente y que se revela en todo su esplendor en la obra que nos ocupa. Si ya Ficciones para una autobiografía (Premio Nacional de Literatura y Premio Nacional de la Crítica) supone una llamada reivindicativa del espacio de las mujeres, en este octavo poemario hay una profundización de su argumentario lírico sereno y aquilatado, luminoso y límpido, con la dosis necesaria de sutil ironía que se percibe en todo su recorrido. En Soñar con bicicletas, como siempre, no se esconde detrás de las palabras sino que las hace suyas y las pone en pie para reflexionar en torno a la memoria, desde lo particular a lo general, desde su yo vivencial al de toda una generación.
El poemario se divide en cuatro partes (Mi vida secreta, La luz del poema, Underworld y El largo adiós) con el previo “Unbalanced”: “Queriendo mostrar siempre/ la cara más brillante de la luna,/ como mercurio derramado/temblamos en las noches” (p. 13). Pero antes de entrar propiamente en cada una, deben destacarse las tres citas que lo preceden porque marcarán el devenir de Soñar con bicicletas (alguna es válida también para interpretar el resto de sus obras); en este caso, se trata de la alusión a la película de Vittorio de Sica de 1948; le siguen los versos de Emily Dickinson “!Dígale, por favor, a esta pequeña peregrina dónde está el lugar llamado mañana!” (con la modificación de género, de “pequeño peregrino” a “pequeña peregrina”, que no es ociosa en absoluto por el mentado compromiso feminista de la ruteña además de la metáfora conductora). En tercer lugar, la que, a mi juicio, estimo primordial, porque delimita el modo en que se construye la Literatura con la aparición de las sociedades burguesas; se trata de la aseveración del brillante teórico de la literatura y excepcional profesor tristemente desaparecido Juan Carlos Rodríguez que, además, era la pareja de nuestra poeta, asegurando que “lo que ocurre es que la vida —esa es su secreta y terrible verdad— es siempre histórica. Y toda historia tiene su principio y su fin. Solo que jamás un final histórico ha sido dulce”. Esto es: la poesía entendida como un producto radicalmente histórico fruto de la sociedad que la produce.
Partiendo de este posicionamiento se edifica una obra sólida donde los guiños cómplices con una perspectiva heterodoxa a autoras de referencia están muy presentes: Alejandra Pizarnik, Virginia Woolf, Joanne Kyger, Rosario Castellanos, María Teresa León, la citada Dickinson reiteradamente, Concha Méndez, María Zambrano, Wislawa Szymborska… Y de fondo, la música de los años sesenta con la modernidad de los Beatles y la nostalgia engarzada en los «Nocturnos» de Chopin (“Chopin, el que perdió una Patria / el que lloró de ausencia, dolor, enfermedad, /supo ganar el mundo bajo el mundo de Venus: / nada detiene el hilo de nostalgia/que levantan sus manos” p. 63), el recuerdo de las mañanas veraniegas viendo volar las nubes (te gustaría ser algodón blanco, /ligera, no pesar, / deshacerte en el cielo. Es sólo un juego / y te dejas llevar. / Mañana es un enigma, / quien sabe lo que esconde, p. 41) o de los veranos de infancia soñando con bicicletas (“la huella de aquel sueño / me ayudará a cruzar/con esperanza / caminos prohibidos”, dice el poema que da nombre a la obra, p. 21). Pero, de pronto, se descubre que el mañana que se pensaba tan lejano nos ha alcanzado inesperadamente, que hemos crecido y se ha ido perdiendo la inocencia por el camino, que por momentos no ha abandonado, incluso, la esperanza: “El mañana está aquí: / la belleza, dolor, el bien, el mal / son de ahora. / Y nunca volverá/ lo que hoy perdiste”, tal y como subraya en “Hoy es mañana” (p. 24). Es ahí donde la reflexividad se vuelve más honda y se centra en los detalles —los que realmente marcan el devenir de los acontecimientos— más que en los grandes gestos.
De la segunda parte quisiera destacar “Flores de pensamiento”, emocionante homenaje a las escritoras de la Generación del 27 porque Ángeles comprende que ellas “Siempre pisaron sendas de otro bosque, / que no estaban abiertas, / que no llevaban a ninguna parte, / salvo a lo nuevo. Hace años que cantaron la luz, / sabiendo otro cantar, lo que amaban y no: se hace historia rompiendo” (p. 53). Y esta reparación oportuna frente al olvido patriarcal se toma de la mano con ‘Underwood’, una parte que se ancla al presente y nos sitúa, en tanto en cuanto herederos del tiempo, como corresponsables por acción u omisión —desde nuestras vidas pequeñas en la inmensidad del mundo actual— de lo que ha sucedido. Sobresale el potente “Imágenes para una exposición» (“En la sala de estar todos los días / colgamos las imágenes/de la vergüenza”, p. 88) y más tarde la sutil elegancia de “Volver a empezar”: “Porque existen deseos/que se van de aventura / al laberinto de los sueños, / que de pronto se encienden / igual que una canción / estremece el ayer, / muerde la madrugada / alumbra el día” (pp. 101-102).
La intensidad de lo que supone la cuarta de las partes (dedicada a Juan Carlos Rodríguez, y a lo que implica convivir con su ausencia) se abre con la emoción en carne viva reflejada en “Dolor”: “El corazón no duele, / me dijo el médico. / Y desde entonces / no sé lo que me duele / cuando tanto me duele” (p. 105). Se abordan aquí las historias del corazón expresadas con sencillez a pesar de la gran dificultad (y aquí reside otra de las fortalezas de Soñar con bicicletas) para ponerles el vocablo preciso porque son “un ramo inolvidable/ de pensamientos, / preguntas, sensaciones, / dejándose caer en la almohada” (p. 119). En esa remembranza se incardina “A la memoria de un libro” al afirmar que “recordar puede doler más que vivir” (p. 120). Es verdad, intensamente verdad, para la gente anónima, quienes caminan rápidamente y en silencio por las calles del frío, compran en los supermercados sumergidos en sus pensamientos (como la protagonista de “Vivir en tercera persona”, pp. 23-24) o suben más tarde, impasibles, en el ascensor sin quitarse la máscara que cada cual lleva para sobrevivir a las circunstancias; al final y, aunque no lo sepamos o no lo digamos, todos somos “heridos de tiempo herido”. Quien lo probó lo sabe.
Por eso, Mora, que lo percibe y lo analiza despaciosamente cuando todo es silencio en las noches más oscuras, medita con templanza en estos cincuenta y un poemas sobre el curso de la vida que rueda veloz en la niñez, pero que, conforme vamos madurando, a veces se para inesperadamente y luego continúa con un ritmo distinto, atendiendo a las dificultades del camino pedregoso y serpenteante, tal y como se constata en el acertado ritmo poemático. Y consigue Ángeles Mora transmutarse en eco de pensamiento para lectores/as normales con la pertinaz eficacia de su sensibilidad lírica hilvanada con las palabras muy meditadas y las imágenes exactas, aquellas que resultan capaces de abarcar la dulzura de la melancolía sosegada con el tiempo, las que aceptan nuestras propias contradicciones desde esa eterna sensatez sin estridencias que es signo identitario de Ángeles, tanto en lo literario como en lo personal. Seguramente por eso es de las pocas poetas que conserva el don de Soñar con bicicletas.
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Autor: Ángeles Mora. Título: Soñar con bicicletas. Editorial: Tusquets. Venta: Todostuslibros
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