Pocos son los autores masculinos contemporáneos que han concedido tanto protagonismo a la figura de la mujer. La mujer en la literatura de Arturo Pérez-Reverte, como afirmaba en un artículo titulado precisamente «Las mujeres de Arturo Pérez-Reverte» ––y espero que vuestras mercedes sepan perdonar la inmodestia que supone citarme a mí mismo, pero lo hago en honor a la verdad––, casi invariablemente y a marcada diferencia de sus personajes masculinos, suele ser inteligente, independiente, sabia, a menudo libre y autónoma, enérgica y fuerte, y también seductora, no sólo notablemente en cuanto sirena o femme fatale (uno de sus tipos de mujer más destacados, también en Alatriste) ––que también, a menudo––, sino en el sentido más amplio del término, es decir, como alguien que ejerce un atractivo fascinante, cautivador, poderoso sobre otros personajes y asimismo sobre el lector. Dado esto y en el contexto de un período donde hay feminismos cada vez más militantes que a veces conducen a la condenación de la literatura de nuestro autor como «machista», no deja de sorprender que ésta es y ha sido todo lo contrario, a juzgar por los papeles y la calidad literaria de sus protagonistas femeninos y por la igualdad de la mujer con los hombres en su mundo, o más bien la superioridad de aquélla. El hecho de que a menudo las novelas revertianas estén ambientadas en mundos cuyos protagonistas suelen ser hombres o el punto de vista desde el que se narran sea masculino se confunde quizás con la propia literatura y la cosmovisión que emerge en conjunto, que no creo que se puedan calificar como machistas. Es decir, se confunde la parte (la ambientación o la perspectiva) con el todo (la literatura en conjunto). De «machista», es decir, una literatura que desprende una actitud de prepotencia de los varones respecto a las mujeres (DLE), sólo podría tildar la literatura revertiana quien la desconoce por completo; sus protagonistas femeninos desmienten del todo tal calificación, y esto es así hasta cierto punto también en las novelas que componen la saga de Alatriste, que obviamente, dados la época y el concomitante mundo soldadesco y guerrero en que están ambientadas, se mueven en un mundo de hombres. Con todo, incluso en este mundo varonil, destacan determinados personajes femeninos, por mucho que sean secundarios todos ellos sin excepción alguna. Eso sí, con alguna que otra notable salvedad, todos estos personajes femeninos ejercen o ejercieron en algún momento de su vida el oficio más viejo del mundo, todo hay que decirlo.
En primer lugar está la figura fiel, alegre, maternal y bondadosa de Caridad la Lebrijana, antigua prostituta y dueña de la taberna del Turco, que como su nombre indica, acoge muy generosamente a Diego Alatriste (además de a Íñigo Balboa) en el seno de su bodegón y de su vida, y cuyo escote le resulta tan turbador a éste, cuando ella «se inclinaba a servir la mesa y la blusa insinuaba, moldeados por su propio peso, aquellos volúmenes grandes, morenos y llenos de misterio» (El capitán Alatriste, 123). Caridad la Lebrijana y el hecho de que mencionara la palabra «matrimonio» con demasiada frecuencia será parte de la razón por la que Alatriste se aleja de Madrid en Corsarios de Levante (19).
Otra de las razones por que lo hace es porque ha terminado con María de Castro, «la más linda y famosa representante de su época», en la que se encarna «esa magnífica y extraña realidad humana que fue nuestro teatro, oscilante siempre entre el espejo ––a veces satírico y deformante–– de la vida cotidiana, de una parte, y la hermosura de los más aventurados sueños, de la otra»; la Castro es «hembra briosa, de buenas partes y mejor cara: ojos rasgados y negros, dientes blancos como su tez, hermosa y proporcionada boca» y las mujeres de aquel entonces «envidiaban su belleza, sus vestidos y su forma de decir el verso», mientras los hombres «la admiraban en escena y la codiciaban fuera de ella» (El caballero del jubón amarillo, 25). Aunque Alatriste, que se precisa no está enamorado de ella ni de mujer alguna a lo largo de la saga, no es el único en gozar de los favores de esta hermosa mujer, María de Castro sí «le concedía gratis lo que a otros negaba o cobraba el valor de su peso en oro» (El caballero del jubón amarillo, 36). Para Alatriste, como asimismo para casi todos los personajes masculinos de la literatura de nuestro autor (con la excepción quizás de César en La tabla de Flandes), las mujeres son unos seres insondables, y más de una vez observará que «eran extraños los mecanismos que movían el pensamiento de las mujeres». Así, no nos debería sorprender que María de Castro les complique la vida a Alatriste y a Íñigo, poniéndolos a ellos, junto a la corona del rey, en gravísimo peligro en la aventura de El caballero del jubón amarillo, «probando así», como observa Íñigo, «que no hay locura a la que el hombre no llegue, abismo al que no se asome y lance que el diablo no aproveche cuando hay mujer hermosa de por medio» (27). O, por decirlo en los versos de un soneto de Lope que Alatriste cita en otro momento de esta novela:
Quiere, aborrece, trata bien, maltrata,
y es la mujer al fin como sangría,
que a veces da salud, y a veces mata
(El caballero del jubón amarillo, 73).
En las entregas de la serie no faltan tampoco las mujeres que sufren violencia: violaciones, como la mora de Corsarios de Levante cuando la cabalgada de Uad Berruch, vista como legítimo botín de guerra por unos soldados que Alatriste acaba matando para defender a la mujer y su bebé; o torturas, como es el caso de la desdichada Elvira de la Cruz, torturada por la Santa Inquisición en Limpieza de sangre hasta tal punto de que esta joven de dieciocho o diecinueve años «parecía una anciana decrépita» y tenía en los ojos una mirada tan vacía y perdida que no era sino la «ausencia absoluta hecha con todo el dolor, y el cansancio y la amargura de quien conoce el fondo del más oscuro pozo que imaginarse pueda» (154).
Como era de rigor, los soldados de la saga no dejan de acudir de vez en cuando a mancebías, como la regentada por una antigua conocida de Sebastián Copons en Orán, mora celestina madura, bautizada y viuda de soldado de mucha confianza y con unas daifas «cristianas, andaluzas y de no mala presencia, que en la plaza se ganaban la vida tras ser desterradas allí por malos pasos y peores antecedentes —venían de las almadrabas de Zahara, que eran el finibusterre de su oficio» y una mora renegada «bien plantada y muy jarifa, diestra en menesteres de precisión que no están en los mapas» (Corsarios de Levante, 94-95)—. Diestras en su oficio lo son también las daifas andaluzas que conocerán Íñigo y Alatriste en Roma, además de las hebreas conversas descendientes de familias expulsadas de España (El puente de los Asesinos, 53-54). Las cortesanas con las que trabarán relaciones más adelante en Venecia en la misma aventura, en la casa que se hospedan, frecuentada por pupilas selectas, clientes de calidad y también viajeros «de mucha recomendación, que preferían las ventajas de esa casa a una simple posada desprovista de otros alicientes», tales como el propio Alatriste, son de otra índole. La elegante casera Donna Livia Tagliapiera, una de las más asentadas meretrices de su oficio, retirada del ejercicio propio y relacionada con miembros destacados de la sociedad veneciana de la que conoce secretos, es una segura y fiable fuente de información y eficaz cómplice (130-133). Es morena, con una nariz larga que le daba una arrogancia especial y en conjunto una mujer todavía muy hermosa, pese a sus años, con la cual acabará intimando Alatriste. Su retrato recuerda a la Sophia Loren de hace 30 años, también por la forma en que la representa Joan Mundet siguiendo las indicaciones del autor. Es el tipo de mujer por el cual nuestro autor siente una especial predilección, mujeres mayores o de edad avanzada que conservan una elegancia y hermosura que se tornan especialmente atractivas con el paso de los años porque a su belleza se suman las huellas de un pasado que las envuelve y las dota de una elegancia que no es sino fruto exclusivo de una vida vivida y disfrutada con plenitud y la sabiduría y coquetería depurada concomitante de muchas de su sexo. Íñigo, en cambio y a diferencia de su amo más experimentado en tales lances, acabará intimando con una de sus criadas, Luzietta, que en realidad lo acaba engañando para extraerle información.
Y esta proclividad de Íñigo a ser engañado por las mujeres que lo acaban seduciendo nos conduce a la que no es sino la mujer principal de todas las novelas de la serie de Alatriste: Angélica de Alquézar, introducida en la corte por su tío Luis de Alquézar, menina de la reina y de las princesas jóvenes, mujer de una espléndida belleza años después de que la conoce Íñigo y pintada por Velázquez en 1635. Con Angélica mantendrá Íñigo una estrecha y endemoniada relación que se irá profundizando y complicando a lo largo de los años y las novelas.
La ve por primera vez en la primera entrega cuando de niña el carruaje que la transporta llega a su altura y en la ventanilla ve «el rostro de una niña, unos cabellos rubios peinados en tirabuzones, y la mirada más azul, limpia y turbadora» que ha contemplado en su vida; esta visión hará que se estremezca Íñigo, en una clara prefiguración de lo por venir, desconociendo por qué pero intuyendo a la vez claramente que «mi estremecimiento hubiera sido aún mayor de haber sabido que acababa de mirarme el Diablo» (El capitán Alatriste, 20). Así que desde esta primera visión, se deja entrever la combinación de lo celestial con lo diabólico que caracterizará a Angélica. Cuando más adelante Íñigo sale en su defensa, cuando el cochero y carruaje de aquélla están amenazados por unos mozalbetes, la nueva visión de Angélica —rubia, pálida, bellísima— lo clava en el suelo, y al posar ésta su «mano diminuta, perfecta, blanca de nácar» en el marco de la ventanilla y «su boca, perfectamente dibujada en suaves labios pálidos, se curvó un poco, ligeramente» y deja atisbar una sonrisa enigmática y misteriosa, Íñigo se quedará en mitad de la calle «enamorado hasta el último rincón de mi corazón, viendo alejarse a aquella niña semejante a un ángel rubio e ignorando, pobre de mí, que acababa de conocer a mi más dulce, peligrosa y mortal enemiga» (68-70). La mirada azul «como el cielo claro y frío de Madrid en invierno», los tirabuzones rubios, la mano blanca y delicada y, sobre todo, la sonrisa que esbozará más tarde permitirán al Íñigo ya mayor que cuenta las aventuras reconocer retrospectivamente a Angélica no sólo como la suma de todas las mujeres sino a la mujer en conjunto como sexo formidable y superior al hombre, porque esta «sonrisa lenta, muy lenta, de desdén y de sabiduría máxima infinita al mismo tiempo» era una sonrisa que ninguna niña ha tenido tiempo de aprender en su vida, sino que son innatas, hechas de esa lucidez y esa mirada penetrante que en las mujeres constituye exclusivo patrimonio; fruto de siglos y siglos de ver, en silencio a los hombres cometiendo toda suerte de estupideces. Yo era entonces demasiado joven para advertir lo menguados que podemos ser los varones, y lo mucho que puede aprenderse en los ojos y en la sonrisa de las mujeres. No pocos percances de mi vida adulta se habrían resuelto a mayor satisfacción de haber dedicado más tiempo a tal menester. Pero nadie nace enseñado; y a menudo, cuando gozas de las debidas enseñanzas, es demasiado tarde para que éstas sirvan a tu saludo o a tu provecho (124-125).
Así, Íñigo quedará embrujado y caerá una y otra vez en las trampas que le tenderá Angélica a él y a Alatriste, porque a Angélica, como descubrirá, la caracterizará también una «maldad fría y sabia que en algunas mujeres está ahí, desde que son niñas. Incluso desde antes, quizás; desde hace siglos», porque «de las armas con que Dios y la naturaleza dotaron a la mujer para defender de la estupidez y la maldad de los hombres, Angélica de Alquézar estaba dotada en grado sumo» (El capitán Alatriste, 189-190). De todas las mujeres en la serie y en la vida de Íñigo, Angélica, «tan bella como Lucifer antes de ser expulsado del Paraíso», será «la más inteligente, la más seductora y la más malvada»; la amará «como amar al diablo aun sabiendo que lo es», convencido que ella también lo ama a él hasta la muerte, a su manera, como en efecto le confesará abiertamente en la cuarta entrega (Limpieza de sangre, 74-75 y 81; El oro del rey, 107).
En suma, Angélica es el «ángel-diablo de mirada azul» que endulza y amarga la existencia de Íñigo (El caballero del jubón amarillo, 79), exactamente como lo hizo también en su momento Milady de Winter con la de Athos y sus compañeros. Porque Angélica no es sino una Lady de Winter en ciernes; es una descendiente directa, como otras femmes fatales o sirenas revertianas, tales como Adela de Otero en El maestro de esgrima, de Lady de Winter, la Milady de la saga de los tres mosqueteros de Alejandro Dumas. Es, por tanto, la arquetípica femme fatale que seduce a un hombre para sus propios fines y puede producir su perdición, una puesta al día de la figura mitológica de las sirenas, habitantes, como se sabe, en la Odisea de Homero, de una isla localizada entre Escila y Caribdis, que atraían y seducían a los marineros con sus cantos y hacían que estrellaran sus barcos contra la costa rocosa de la isla para luego devorarlos en su confusión. La sirena es una figura asociada con la muerte y representa desde la Antigüedad las tentaciones de la carne, los peligros del halago y de la seducción. Íñigo nos remite explícitamente a ese tipo de mujer y a Circe en concreto cuando se da cuenta de que lo acaba de acuchillar Angélica: «Me va a degollar como a un ternasco. O como a un cerdo. Había leído algo una vez sobre la maga, la mujer, que en la Antigüedad convertía a los hombres en cerdos» (El caballero del jubón amarillo, 290).
Por lo tanto, Angélica es representante de lo «femenino oscuro», estas mujeres en la literatura que serán capaces de retar al héroe tanto mediante las artimañas de la Tentación como a través de la confrontación directa del Monstruo, como es el caso de Angélica, quien se vale tanto de sus dones de atracción y seducción como, cuando estos fallan, de la daga cuando acuchilla a Íñigo después de acostarse con él y cuando éste se presta a marcharse para ayudar a Alatriste, en una escena reminiscente del ataque furioso de Milady contra d’Artagnan desde el lecho en que habían yacido en Los tres mosqueteros. En esta unión de sirena tentadora y monstruo, Angélica es de la estirpe de Milady, quien despliega una gran variedad de armas y facetas de carácter que hacen que más de una vez sea comparada con el Maligno. En palabras de Athos en el capítulo de la ejecución de Milady (el capítulo LXVI de Los tres mosqueteros), Milady no es una mujer, no pertenece a la condición humana, sino que es un demonio escapado del infierno, exactamente como es descrita Angélica, que cometerá tamaños actos diabólicos —conspiraciones, intrigas, trampas, asesinatos— como Lady de Winter.
A la luz de todo eso, el hecho de que Angélica esté en realidad motivada por una lealtad a una persona, su tío y benefactor, no la convierte en menos diabólica y monstruosa, aunque puede que eso la torne atractiva, compleja y ambigua. Sea como fuere, es una mujer formidable. Las mujeres revertianas, si se alían con el Mal, si actúan con crueldad o pertenecen a lo «femenino oscuro», lo hacen a menudo por una serie de códigos a los que son fieles, por lealtad, bien a una persona (o su memoria), bien a una idea, como descubrimos también en las novelas de la serie Alatriste, en las que las mujeres sin duda tienen una presencia menor en comparación con las demás novelas de Arturo Pérez-Reverte, pero no por ello menos significativa y reveladora, y en las que Íñigo acaba comprendiendo de verdad unos versos de Lope que le había hecho copiar el dómine Pérez y cuyas últimas dos estrofas recordará con desasosiego en El caballero del jubón amarillo:
Desmayarse, atreverse, estar furioso,
áspero, tierno, liberal, esquivo,
alentado, mortal, difunto, vivo,
leal, traidor, cobarde y animoso;
no hallar fuera del bien centro y reposo,
mostrarse alegre, triste, humilde, altivo,
enojado, valiente, fugitivo,
satisfecho, ofendido, receloso;
Huir el rostro al claro desengaño,
beber veneno por licor suave,
olvidar el provecho, amar el daño;
creer que un cielo en un infierno cabe,
dar la vida y el alma a un desengaño;
esto es amor, quien lo probó lo sabe.
Pero no se trata sólo de esto. Las mujeres de la saga no sólo nos permiten ver algunos tipos de mujer y descubrir el enamoramiento profundo de Íñigo, sino que nos revelan por un lado una visión que divide a los hombres en dos edades ––el hombre mayor, Alatriste, héroe curtido, cansado y del todo desengañado desde el principio que no se enamora nunca de ninguna mujer, mientras que el joven Íñigo sí, y hasta la médula–– y, por otro lado, otra visión que, más significativamente aún, divide a los hombres en dos clases de varón: el hombre que nunca se enamora de ninguna mujer y el hombre que sí, que descubre el amor de su vida hasta su muerte. Es decir, las mujeres nos permiten ver que hay hombres que no pueden, no saben o no se atreven a enamorarse nunca, mientras que otros sí reúnen esta disposición y el concomitante valor que el enamoramiento supone, porque a veces supone una bajada a los infiernos, como nos recuerdan también los versos de Lope, y lo hacen a lo largo de una larga vida.
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Obras citadas:
Grohmann, Alexis. “Las mujeres de Arturo Pérez-Reverte”, en Zenda y en Monteagudo, 3ª época, núm. 24, págs. 55-97, 2019.
Pérez-Reverte, Arturo y Carlota. El capitán Alatriste, Alfaguara, 1996
Pérez-Reverte, Arturo. Limpieza de sangre, Alfaguara, 1997.
–––. El sol de Breda, Alfaguara, 1998
–––. El oro del rey, Alfaguara, 2000.
–––. El caballero del jubón amarillo, Alfaguara, 2003.
–––. Corsarios de Levante, Alfaguara, 2006.
–––. El puente de los asesinos, Alfaguara, 2011.
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El presente artículo, escrito por encargo para la revista FD Magazine, se publicó en un número monográfico de esta revista dedicado al 25º aniversario de Alatriste (FD Magazine, Año V, nº 25).
Una lanza. O varias. Bueno, me dan ganas de romperlas todas. Buena expresión, me gusta: romper una lanza. Y las voy a romper por don Arturo, sin ánimo de hacerle la pelota, que ni lo merece ni lo necesita. Realmente, quizás la estoy rompiendo por mi, porque me lo merezco y porque lo necesito.
Soy lector infatigable de don Arturo pero no soy de Alatristre, lo siento. El personaje y la obra no me llegan a calar. Quizás la época de la decadencia militar, social, económica y moral sea lo que no me agrade, a pesar de que podamos disfrutar de un elenco de personajes literarios y artísticos irrepetibles. De hecho, el personaje que más me gusta de toda la serie es Quevedo. Está retratado de una forma tremendamente atractiva para mi, con un desparpajo y unos bemoles…
A lo que iba, si es que yo iba a algo. el pretendido machismo (que se hace extensivo a su personalidad yo creo que injustamente aunque no lo conozca en persona pero si un poco a través de lo que sus novelas dejan traslucir; los que le tindan de machista, que se puede calificar de invectiva gratuíta, tampoco le conocen) de las novelas de don Arturo es un mito creado por buenistas e izquierdosos cutres, que no han leído ni un solo escrito de él, que creen que a las mujeres de épocas anteriores a la nuestra se las puede presentar o describir como a una ministra podemita o a una vicepresidenta de gobierno.
Pero así se crean los mitos falsos. Lánzala, difúndela, hazla extensiva y has completado el despreciable proceso escatológico. Y tienen tanto éxito que, puedo decir, tomado de mi propia experiencia, que mujeres jóvenes que no han leído ni una sola obra de don Arturo ni tienen intención de hacerlo (lo que se pierden) mantienen esa equivocada opinión. Creo que es muy sano leer todas aquellas cosas que contradicen (o creemos que contradicen) nuestros puntos de vista y son opuestos a nuestros gustos o a nuestra manera de pensar. Eso se puede decir respecto al ensayo pero también respecto a la ficción: ¡relájate y disfruta con la lectura, coño!
Hay retratos verdaderamente atractivos en la obra de don Arturo. La primera novela que leí de él no fue el maestro de esgrima que presenta el retrato de una mujer fuerte y despiadada, sino el de la Tabla de Flandes que he leído varias veces ya que me encanta. Y el personaje principal, la protagonista, es Julia: mujer independiente e inteligente que se va abriendo paso a través de la novela navegando y flotando por encima de un elenco de personajes que la apabullan.
Y no hablemos de la protagonista de La Carta Esférica o de Macarena, la protagonista, a mi modo de ver, de La Piel del Tambor, mujer de tronío que hace caer las murallas de Jerusalén del cura-espía.
Falso. No hay tal machismo en la obra de don Arturo ni en sus artículos a pesar de la rudeza cruda y descarnada, como no puede ser de otra forma, con la describe la tontuna de la sociedad actual y la tontuna de las feministas extremas.
Pues no sé. Tánger termina traidora y muerta. Las de Alatriste, podridas de peste. La Mecha del tango viejo, matrona entregada a la grandeza de su hijo. Lolita, traidora y solterona, prensando flores. A Julia la educa un viejo homosexual pero la pobre no da una, La diablesa está guay pero menudo dramón porque sangra por la nariz. Es que no sé, ni una, ni una, salvo Teresita Mendoza que no muere pero vaya vida, más sola que la una…
Las personas tienen sexo y las cosas, género… Pesaícos, madre.