¿Hay algo más gratificante que la risa? La carcajada sincera, espontánea, la que surge sola, sin proponértelo. Hacer reír es un arte difícil y, paradójicamente, poco valorado. No tiene el mismo reconocimiento el payaso que el intérprete de una tragedia griega. El cómico no disfruta del prestigio de un actor dramático ni en el cine se le da el mismo valor a un drama que a una comedia. A las primeras se le asocian conceptos como «peliculón» y de las segundas se escucha aquello de «me espero a que la pongan en la tele».
Y la literatura no es ajena a ese maniqueísmo. Los libros de humor pasan casi desapercibidos en las listas de ventas cuando, a la labor social que de por sí hace la literatura ―evadir, emocionar, transportar, enseñar―, se le puede añadir el plus de dejarnos de buen humor, con las endorfinas al viento y una sonrisa en los labios. Impagable. Son pocos los que alcanzan el Olimpo entre los escritores dedicados a este género casi invisible, pero los que llegan son apreciados por unos y por otros, tal vez por esa labor sanadora que provocan sus obras. Un buen ejemplo es Eduardo Mendoza. Decían las redes sociales que pocas veces la aceptación de un premiado había sido tan unánime como con Mendoza y es que cuando al dominio del lenguaje le añades imaginación y la habilidad para hacer reír se consigue algo inmenso, terapéutico.
Yo también me alegré de su premio Cervantes, y no solo por él sino también por el reconocimiento a este género poco valorado y muy arriesgado. Pensé en algún autor que, desde la modestia y la dificultad para darse a conocer, sigue la estela de Mendoza y crea historias absurdas, imaginativas y de un humor indefinible en obras trabajadísimas. Miguel Ángel Buj discurre cada párrafo como si le fuera la vida en ello y desarrolla hilos narrativos que rayan en lo absurdo y esperpéntico, pero que convencen a pesar de lo exagerado.
Hacía tiempo que le daba vueltas a dedicarle un artículo a uno de sus personajes, la fémina más oronda y risueña de la literatura española: Claudita; y el premio de Mendoza me la ha traído de nuevo a la mente. Yo le debo mucho a Claudita y a Ajonio Trepileto ―protagonista de esta joya del humor que es La terrible historia de los vibradores asesinos―. Pero, de entre los dos, me enternece más la inmensa camionera adicta a los Doritos. Un personaje femenino de la envergadura –tanto en lo físico como en lo emocional― de esta reina de la carretera es difícil de encontrar. También es difícil de olvidar. Hay libros en los cuales la experiencia lectora termina al cerrarlos, incluso habiéndote gustado la obra. Te preguntan al cabo de unas semanas de qué iba la cosa y no eres capaz de hilvanar una frase con sentido. De La terrible historia de los vibradores asesinos ―primera aventura de Ajonio Trepileto perpetrada por el escritor turolense Miguel Ángel Buj― no te olvidas. Hay escenas que eres capaz de rememorar durante mucho tiempo, como si las estuvieras viendo ―viviendo ya es más complicado, por su naturaleza―. Algunas no las olvidas nunca. Recuerdo una tarde de verano acompañada por una amiga, también escritora y lectora voraz, delante de una copa de vino blanco y unos montaditos, en la que hablando de lo divino y lo humano y vaya usted a saber cómo, terminamos describiendo hasta los mínimos detalles de uno de los lances amorosos entre Claudita y el escuálido Ajonio Trepileto. Conforme una u otra añadía un recuerdo, la hilaridad crecía. Los vecinos de mesa nos miraban mal, los viandantes cuchicheaban y nuestros esfuerzos por contener la risa y no dar un espectáculo eran inútiles. Lágrimas, contorsiones varias, ruidos extraños al reprimir la carcajada… la situación era digna de la novela. Hacía un rato que una joven lectora se había acercado a saludarme y yo rezaba para que no me reconociera nadie más. No tuve ocasión de decir aquello de «esto no es lo que parece» para disipar las conjeturas que nuestro descontrol y las copas de vino pudieran propiciar, pero ganas no me faltaron. Solo hablábamos de literatura, de un libro en concreto, no hacía falta más. Y eso, como decía al principio, es impagable.
«Solo podía mover con soltura el brazo izquierdo y los músculos de la cara. De esa guisa, mientras Claudita suspiraba palabras de amor y yo gruñía un sordo rumor con la cabeza creo que aprisionada en uno de sus sobacos, logré palpar un agujero o hendidura que, por no ser muchas las que tienen las mujeres y ser aquella de notable profundidad, identifiqué con aquella que más usan las féminas en tales lances» La terrible historia de los vibradores asesinos (Miguel Ángel Buj 2011)
No era la primera vez que me pasaba. Algo parecido me ocurrió leyendo a Andrea Camilleri en un avión ―era La concesión del teléfono, y la escena era la del confesionario―, pero al menos llevaba el libro en las manos y mis vecinos de fila, aunque sorprendidos, tenían claro que la culpa de mis arranques reprimidos la tenía aquel librito de bolsillo con el que me tapaba la cara para sofocar la risa.
Eso sí que no es invisible, la reacción que provocan, así que cuidado con los Sharpe, con los Mendoza, con los Buj… Te hacen sonreír. Y reír. Y por esto ―aunque no solo por esto―, merecen un aplauso, un gracias, un lugar visible en la estantería.
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