Si por loco, alucinado, tenemos a aquel que se cree Napoleón en Waterloo, sin ser más que un pobre infeliz que languidece en una casa de salud, la locura está tan estrechamente ligada a la interpretación como la silicosis a la minería. Puede que la única diferencia entre el actor y el alienado consista en que aquél vuelve a ser él mismo cuando el realizador grita “corten” para detener la filmación y la representación finaliza, en tanto que el lunático permanece en su personaje indefinidamente, perdiendo su duelo contra toda Europa si cree ser Napoleón en Waterloo. Vaya un ejemplo, Antonin Artaud, todo un mito entre los cinéfilos por sus interpretaciones para Abel Gance y Carl Theodor Dreyer en las postrimerías de la pantalla silente. Fue, además, uno de los grandes visionarios del teatro del siglo XX. Descubrió la poesía dramática —y por ende la interpretación— recluso por sus delirios. Sólo tenía dieciséis años cuando fue ingresado por primera vez en un manicomio.
A la vista de su imagen pública, nadie hubiera imaginado en Philip Seymour Hoffman desorden alguno. Distinguido con el Oscar al Mejor Actor por su creación de Truman Capote en el biopic que en 2005 dedicó Bennett Miller al autor de A sangre fría (1966), Hoffman fue uno de los más destacados intérpretes de reparto de su generación. Sin embargo, cuando empezó a darse vueltas a las causas de su prematuro óbito, se recordó que en la primavera de 2003 ingresó en un centro de rehabilitación para superar su toxicomanía y otras dependencias.
El productor y guionista David Katz, quien encontró el cuerpo sin vida del actor el dos de febrero de 2014, afirmó entonces que el ya finado no había sido el mismo desde que interpretó a Willy Loman, el protagonista de Muerte de un viajante (1949). Lo hizo en un montaje de esta celebrada pieza de Arthur Miller estrenado por el también cineasta Mike Nichols, realizador, entre otras cintas de El graduado (1967), Conocimiento carnal (1971) o Armas de mujer (1988). Estrenado en el teatro Ethel Barrymore de Nueva York el dos de marzo de 2012, el telón se bajó por última vez sobre aquel drama el dos de junio de ese mismo año. Pero Hoffman ya no era el mismo ni habría de volver a serlo. “Aquella pieza lo torturaba, la tristeza le consumía un poco más en cada una de las funciones”, comentó Katz recordando al difunto. “Hiciera lo que hiciera, sabía que, llegada la hora de levantar el telón, tenía que volver a torturarse a sí mismo y aquello le estaba matando. La interpretación te altera la mente y él interpretaba a diario”.
Sí señor, la personalidad de su personaje —al que podemos definir como un perdedor paradigmático de la antítesis del sueño americano— le había vampirizado de tal manera que, para escapar de ella, había vuelto a sus vicios de estudiante: el alcoholismo y la drogadicción. También Antonin Artaud intentó superar sus desequilibrios recurriendo a los hongos alucinógenos, yendo a vivir con los indios tarahumaras, consumidores habituales de peyote, a la Sierra Madre mejicana. Regresó a Europa con la razón minada en el 38 y conoció la indigencia en Dublín. Los personajes que le perseguían volvieron a manifestársele y acabó recluido, en un manicomio de Francia, durante los últimos diez años de su vida.
El último viaje de Philip Seymour Hoffman fue con un speedball y no tuvo regreso. Speedball llaman los politoxicómanos a ciertas rayas en las que mezclan heroína y cocaína. “Para subir y bajar”, dicen ellos. Hoffman ni subió ni bajó, se quedó en el sitio donde se lo encontró, ya cadáver, David Katz. Su prematuro fallecimiento truncó una de las carreras que se auguraban más brillantes entre las de todos los actores que se dieron a conocer en los años 90. Colaborador de los hermanos Coen, Spike Lee, Anthony Minghella y algunos otros de los realizadores más destacados del Hollywood de nuestros días, Hoffman también se prodigó en la escena como actor y director muy aclamado. Es más, fue nominado a los Premios Tony en un par de ocasiones. El Willy Loman que acabó costándole la vida, según sostiene la crítica especializada, fue el mejor que se ha visto hasta la fecha. Ni el cine ni las disipaciones, que acostumbran a atribuírseles a los hacedores de la gran pantalla. Puede decirse que en Broadway y en Arthur Miller estuvo el origen de la perdición de Hoffman.
Hijo de Marilyn L. O’Connor, una jueza comprometida en la lucha por los derechos civiles, y un alto ejecutivo, Philip Seymour Hoffman nació en Nueva York en 1967. Aún cursaba sus estudios secundarios cuando en 1982 intervino fugazmente en un episodio de la serie M.A.S.H., una comedia de situación sobre un destacamento médico en la guerra de Corea que constituyó uno de los mayores éxitos de la televisión pretérita. Se basaba en la cinta homónima estrenada en 1970 por Robert Altman, todo un hito en el nuevo Hollywood de los años 70: el conflicto coreano en el que estaba ambientada simbolizaba el de Vietnam.
Doce años después, cuando Hoffman descubrió, en uno de los capítulos de la versión televisiva de M.A.S.H. su vocación, la gracia original del argumento había dado paso a las procacidades de la televisión cínica, por así llamar a cierto humor que proliferaba en la antena de entonces. Al futuro alucinado le pareció bastante para seguir varios cursos de teatro antes de entrar en contacto con Alan Langdon, un prestigioso profesor de arte dramático en quien siempre reconoció a su mentor.
Licenciado en interpretación por la Universidad de Nueva York, fundó en sus aulas —junto a Bennett Miller y el actor Steven Schub— la Bullstoi Ensemble, primera compañía a la que estuvo ligado. Por aquellos días ya se le conocieron sus adicciones. Sin embargo, deseoso de entrar limpio en la vida adulta, supo superarlas. Habrían de pasar más de veinte años, hasta que Willy Loman se cruzó en su vida, antes de que volviera a caer.
Fue otro hito de la pequeña pantalla, Ley y orden —uno de los grandes dramas criminales de la antena de los 90— el que le proporcionó el verdadero debut ante las cámaras. Hablamos de un capítulo emitido en 1991, The Violence of Summer. Bajo la dirección de Don Scardino, Hoffman dio vida allí al abogado Steven Hanauer.
Actor de gran presencia y técnica impecable, no habría de pasar mucho tiempo antes de que la gran pantalla comenzara a reclamarle. El charlatán, una comedia al servicio de Steve Martin dirigida por Richard Pearce en el 92, supuso su debut en el cine. A partir de entonces, no volvería a trabajar como tendero, empleo al que tuvo que recurrir en más de una ocasión cuando en los comienzos de su carrera le faltaba trabajo.
Marcado por la inexorable tendencia del Hollywood de nuestros días al remake de los grandes títulos europeos, el de Perfume de mujer (Dino Rissi, 1974) realizado por Martin Brest en 1992 con el título de Esencia de mujer, donde Hoffman recreaba a George Willis Jr., supuso el espaldarazo definitivo. A partir de entonces, su carrera avanzó a un ritmo vertiginoso en una filmografía que, empero su prematuro final, se extendió a lo largo de dos décadas. Más de 60 películas la integran. Entre sus muchos trabajos se impone dar noticia del Gary de Cuando un hombre ama a una mujer (Luis Mandoki, 1994), el Scotty de Boggie Nights (Paul Thomas Anderson, 1997) o el Brandt de El gran Lebowski (Joel y Ethan Coen, 1998).
Mención aparte merece su excelente Freddie Miles de El talento de Mr. Ripley, el remake de A pleno sol (René Clement, 1960) estrenado por Minghella en 1999. En sus secuencias, Hoffman demostró que era uno de esos actores de carácter —su corpulencia y la frecuencia con la que interpretó papeles secundarios le abocaban a ello— capaces de eclipsar a los protagonistas.
Con el nuevo siglo llegaron filmes como Casi famosos (Cameron Crowe, 2000), La última noche (Spike Lee, 2002) y una nueva colaboración con Minghella en Cold Mountain (2003). El reverendo Veasey al que incorporó en aquella ocasión habría de ser otro de sus personajes más recordados.
Ya en la cima, entre sus papeles protagónicos hay que destacar al Andy de Antes que el diablo sepa que has muerto (2007), donde fue dirigido por Sidney Lumet. En su recreación del padre Brendan Flynn de La duda (John Patrick Shanley, 2008) tuvo como oponente a Meryl Streep. Prueba del respeto que Hoffman inspiraba a sus compañeros fue ese Paul Zara, que George Clooney le confió en Los idus de marzo (2011).
Y entonces, Willy Loman se cruzó en su camino. Como nunca quiso dar ninguna noticia de su vida privada, no se supo hasta después de su trágico final que Mimi O’Donnell, la diseñadora de vestuario con la que compartía su vida desde 1999, le echó de casa en 2012 para que los hijos comunes no estuvieran en contacto con la heroína, los camellos y todo lo concerniente al vicio en el que había vuelto a caer su padre. Cuando le preguntaban los amigos, decía que consumía con moderación. Pero no era el caso.
Lo cierto fue que Willy Loman, el viajante de Arthur Miller, un personaje ficticio, lleno de deudas, con sesenta y tres años y unos hijos a quienes se les auguraba un futuro tan desgraciado como el de su padre, le había vampirizado. Es una verdadera locura que un perdedor imaginario acabe con un triunfador real y verdadero, como fue a dar fe el Oscar que otorgaron al actor por su creación de Truman Capote. Mas en la razón desordenada, en el delirio, no hay explicaciones.
Primero fueron los fármacos recetados; después, la heroína esnifada y fumada, sin parar durante una semana entera. Total, que, en mayo de 2013, Philip Seymour Hoffman ingresó voluntariamente en una clínica de la costa Oeste para desintoxicarse. Diez días después, salió diciendo que lo había dejado y se incorporó a un nuevo rodaje.
No duró ni siquiera un año. El invierno siguiente emprendió su último viaje. Su desaparición le impidió terminar la segunda parte de Los juegos del hambre, dirigida por Francis Lawrence, cuya filmación le ocupaba cuando se lo llevó el caballo de la muerte. Mientras Hoffman iba al encuentro de Willy Loman, reescribieron su personaje. En 2015, la película se estrenó sin problema alguno.
La elección de un tema del que nadie habla nunca me ha hecho disfrutar de esta sección como siempre. Siempre me ha llamado la atención la cantidad de actores a los que el éxito ha cegado en esa verdad tan elemental del ‘ascendit mors per fenestras vestras’.