Santiago A. López Navia (Madrid, 1961) compagina la creación literaria con la enseñanza universitaria, la investigación filológica (centrada en el cervantismo y la retórica) y la labor editorial. Es autor de trece libros de poemas y uno de relatos. Su obra poética, difundida en revistas y publicaciones colectivas y recreada por músicos, cantautores y grupos musicales, ha sido traducida al hebreo, al francés, al búlgaro y al árabe.
25-33 es una evocación de los padres del autor en la primera casa familiar de su barrio, situado en la periferia de Madrid. Aunque escrito desde la ausencia, el libro no refleja el duelo, sino el amor y la gratitud con los que rinde homenaje al ejemplo de su padre y de su madre, a quienes recuerda en su vida sencilla de todos los días, artífices generosos y entregados de una historia común. Con la mirada del niño que vive en él, el poeta vuelve a su infancia y revive algunos de los momentos más importantes en la construcción de su identidad, de la que forman parte los números de su bloque y de su vivienda, con los que el hogar compartido se graba en su memoria.
Zenda adelanta cinco poemas de este poemario, publicado por Visor y ganador del XX Premio Emilio Alarcos.
***
I
Me sorprendía
la suerte de mi padre los domingos
de camino a la casa de mi abuela:
Embajadores, Sol,
Gran Vía (José Antonio en esos años),
Tribunal, Bilbao, y esa visión
arrebatada al sueño
de la estación fantasma (Chamberí),
muy poco antes de llegar a Iglesia,
que yo miraba al paso
con la nariz pegada a la ventana.
Mi padre se agachaba
a veces (un andén, una escalera)
y me mostraba
una moneda encontrada en el suelo
que nadie sino él había visto,
y así cinco o seis veces
(un duro, un duro, un duro, cinco duros),
incluso en plena calle,
como si la fortuna bendijera
sus pasos, su camino.
Yo estaba fascinado
por los ojos felinos de mi padre,
capaces de encontrar tantos tesoros.
No tardé mucho en descubrir el truco:
mi padre aprovechaba
mis muchas distracciones, mis despistes
y dejaba en el suelo
la moneda que luego recogía.
Así pude saber
que no existe la suerte.
Que hay que buscarla
cada nueva mañana, en el camino,
y que hay que fabricarla
aunque haya que agacharse
constantemente,
como hacía mi padre,
que ni en domingo
dejaba de doblar el espinazo
para encontrar su suerte en mi sorpresa.
***
II
Siempre que recogía la colada
mi madre terminaba renegando
de la deslealtad de los gorriones
(solían ocultar
su nido en el tambor de la persiana).
Me resultaba extraño
verla tan enfadada
con esos pájaros
minúsculos y alegres
que llenaban los árboles de vida
y me asombraban
con sus saltos nerviosos en la acera
y aquella algarabía
de píos que anunciaba un día nuevo.
Los mismos mensajeros
que traían el alba a sus oídos,
testigos fieles de sus despertares,
ahora mancillaban el trabajo
de tantas horas en el lavadero.
A pesar de sus quejas,
mi madre (roca tierna,
muralla inexpugnable ante lo incierto,
sanadora de todas las heridas,
domadora de arcángeles rebeldes)
habría convertido
sus manos en un pozo
para saciar la sed de los gorriones
y habría construido para ellos
el nido más seguro
en su regazo amable,
aquel refugio.
***
IV
Cada mañana,
antes de ir al colegio,
mi madre me llamaba por teléfono.
Solo en mi casa desde muy temprano,
cuando me despertaba
lo primero que hacía (lo primero),
como en un ritual propiciatorio,
era ir a ver si estaba bien colgado,
si había línea,
y el tiempo entonces
era solo la historia de una espera.
De todos los sonidos que amparaban
mi soledad (la radio, los gorriones,
los primeros latidos de la calle),
tan solo el timbre
consolador, balsámico
de aquel teléfono
se hacía imprescindible para mí.
Algunas veces
yo me acercaba un poco
o me sentaba al lado unos momentos,
como si mi impaciencia
pudiera despertarlo
de su letargo triste
con el poder de un torpe sortilegio.
Después sonaba el timbre y me envolvía
la voz tibia y serena de mi madre
que me libraba
del cautiverio de mi incertidumbre,
y entonces,
solo entonces,
brillaba la mañana, amanecía.
***
VI
Calle Lesaca, bloque 25,
vivienda 33.
Verano.
Sábado.
Mi madre era testigo
tenaz, constante,
del alba cada día
camino a su trabajo (metro Goya,
transbordo a Lista),
y yo, rey de mi casa en soledad,
señor de sus rincones,
notario de sus ecos,
cronista del silencio y de la ausencia,
atento a su regreso
y tan inquieto
cuando pasaba el tiempo y no llegaba.
De vez en cuando
salía a mi balcón y me asomaba
(quinto piso, derecha)
mirando calle arriba,
vigía pertinaz de su retorno,
intérprete falible
de señales sutiles, infidentes:
un autobús,
un contorno lejano, aún impreciso.
Por fin podía verla
desde muy lejos,
porteadora de bolsas, fatigada,
con el lastre del día a sus espaldas
y siempre erguida,
y corría a su encuentro
para aliviar su carga y abrazarla,
y tenía sentido el mediodía
y ya no estaba solo.
***
XIV
Cuando el sol declinaba
y avanzaba la tarde se imponía
como un rito tribal
aquella tregua dulce, la merienda.
Exacta, puntual,
mi madre entonces, desde la ventana
del quinto piso
(prestidigitadora,
perita en invenciones imposibles),
salvando tendederos y macetas
y jaulas, deslizaba
una bolsa prendida de una cuerda:
un bocadillo, un plátano.
Ese vínculo frágil,
máquina simple de malabarista,
ingenio vertical de mis meriendas,
me recordaba
a aquel cordón vital y nutritivo
que me unía a mi madre en el océano
seguro y silencioso de su seno,
sin hambre, sin dolor y sin memoria.
Los días, el verano,
la calle, los portales, el solar,
todo tan cerca, todo siempre nuestro,
tierra de promisión, galaxia, imperio.
Todo por descubrir.
Todo en su sitio.
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Autor: Santiago A. López Navia. Título: 25-33. Editorial: Visor Libros. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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