Siempre he sentido antipatía por las campañas y los proselitismos; siempre me ha desagradado la gente que no se conforma con tener una opinión y obrar en consecuencia, sino que necesita atraer a su causa a otros, verse arropada por las masas más manipulables y gregarias y deseosas de infectarse; la que organiza castigos colectivos, difamación y linchamientos verbales. La que ansía “dar su merecido” a quien le lleva la contraria o emite un parecer que la fastidia. Hay una diferencia entre la postura personal de alguien y la cacería que ese alguien desata. Hace muchos años, el dramaturgo Sastre dijo algo –la memoria no me alcanza para recordar qué– en claro apoyo del mundo etarrófilo. ETA aún asesinaba y secuestraba, por supuesto, y la cosa sonó a vileza. Puede que yo mismo pensara: “Si alguna vez coincido con ese hombre, no lo saludaré”. Era una decisión –si lo fue– mía particular. Otros escritores, sin embargo, llevaron su reacción más lejos, y propusieron que todos nos negáramos a participar en actos a los que Sastre estuviera invitado, a compartir con él una mesa redonda o lo que se terciara; en suma, que lo vetáramos. Y esto me pareció mal, un exceso, y sobre todo me provocó desprecio la “organización”, la campaña, la posible coacción a quienes no secundaran la consigna, el anhelo de castigo colectivo, como he dicho antes. Cada uno es dueño de hacer lo que se le antoje. Pero para mí va un gran trecho entre eso y desencadenar un hostigamiento o una persecución, sean gremiales o nacionales. Dicho sea de paso, eso no impidió que el dramaturgo recibiera premios oficiales españoles remunerados y los aceptara con sans-façon, no mucho después del episodio, creo recordar.
Huelga añadir que quienes pensamos así, quienes sentimos aversión hacia el “muchos contra uno”, somos unos raros, una especie en vías de extinción. No ya este país, sino el mundo entero, sobre todo desde que descubrió el mejor instrumento de propaganda e intoxicación que ha existido –las redes sociales–, está dedicado sin cesar, y en masa, a escarmentar desproporcionadamente a los individuos que caen en desgracia por el motivo que sea, o que no se someten a las creencias “blindadas” y sacrosantas de hoy; o a las empresas catalanas en su momento, o a la marca que según los “virtuosos” actuales ha incumplido algún precepto de cumplimiento obligado. El caso más reciente es el de Fernando Trueba, pero ha habido muchos más. Será imposible saber si la parva recaudación inicial de su última película se ha debido a que no gusta, a que a los espectadores no les ha dado la gana de ir a verla en su primer fin de semana, o al boicot puesto en marcha contra ella por españoles desaforados, que no toleran que un español no se sienta español. (Entre paréntesis, lo de “sentirse” es un tanto absurdo: uno suele ser lo que le toca ser y lo que sabe que es, le guste o no, y el “sentimiento” no entra mucho en la cuestión. A mí, como algunos no ignoran, me habría resultado más cómodo ser italiano o inglés, pero no lo soy ni por lo tanto me lo puedo “sentir”.) Pero el mero hecho de que se haya dado este ánimo saboteador es ya tan lamentable como indicativo. Si cada “españolísimo” decide no ir a ver esa película, bueno, está en su derecho, faltaría más. Lo que ya me parece ruin es procurar, instigar a que los demás hagan lo propio: el deseo de no quedarse solo con su responsabilidad, la necesidad de envolverse en una muchedumbre, el proselitismo activo, el montaje de un auto de fe que dé calor.
La actitud no se diferencia de la de los linchadores o cazadores de brujas reales. La misma palabra “linchamiento” lo indica: es algo hecho en grupo, sin condena imparcial, sin pruebas, amparándose en el tumulto y tan anónimamente como resulte posible. Algo cobarde en esencia. Nada más fácil que enardecer, nada más contagioso que la indignación, nada más placentero que buscar chivos expiatorios y castigar a “culpables”, verdaderos o imaginarios. La historia está plagada de casos, la vileza es una constante, como lo es la voluntad de joder al prójimo, lo merezca o no. Siempre se encuentran causas a posteriori, el mezquino inventa su justificación. Hoy prolifera esa clase de vileza, y su ira puede caer sobre alguien famoso o desconocido. John Galliano fue desterrado por unos comentarios que hizo borracho. Una joven que inició tan tranquila un viaje a Sudáfrica, descubrió al llegar que las redes “ardían” en contra de ella y que había sido despedida de su empleo, por una observación inoportuna –“incorrecta”– que había hecho al embarcar. El mundo se ha llenado de “virtuosos” afanosos por castigar en manada. Nunca a solas, nunca a título individual. Se ha llenado de policías y sacerdotes vocacionales, cada uno con su lista particular de “delitos” y “pecados”. Por recurrir a una comparación popular –Juego de tronos lo es–, el mundo está dominado por los llamados “Gorriones” de esa serie: puritanos, intransigentes, fanáticos, inquisidores, represores, punitivos, arbitrarios. Enemigos de la libertad. Siempre los ha habido. Lo grave es que sean, como ahora, multitud.
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Artículo de Javier Marías publicado en El País Semanal el 18 de diciembre de 2016.
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