Un tantito. Un cachito. Un poquito. Un piquito. Una cosita. Un pedacito. Una mirruñita. Lo decimos con gran sonrisa promocional, como el niño que pone cara de ángel para que no le busquen la cerbatana. No es que nos refiramos a algo en verdad minúsculo, sino justo al contrario: lo tememos tan grande que intentamos hacerlo pasar por pequeño. Eso sí, con buenos modos. Esta afable manía nacional de apachurrar las cosas con diminutivos es una expresión cándida de cordialidad, al menos en teoría, y eso tiene su precio.
Desde niño se enseña uno a engañar al prójimo, cuando no a corromperlo o chantajearlo, valiéndose de los diminutivos. “¡Déjame dormir cinco minutitos más!”, extorsiona uno a la autora de sus días, con el tono implorante de los menesterosos esmerados. Tal como el funcionario corrompido puja por elevar el monto del soborno y te sugiere que le pongas “criterio” a la cuestión, lo que el pequeño truhán espera de su madre es que canjee minutos por minutitos. Y ya se sabe que en cuestiones de tiempo, son los diminutivos cómplices invariables de fraude.
Un ratito, una horita, un diíta, una semanita: siempre que algún mañoso me los empequeñece, puedo ya dar por hecho que crecerán. Pues si cada hora estándar dura ni más ni menos que sesenta minutos, una horita bien podría extenderse por la mañana y la tarde completas. Hay infelices que agonizan por días en el limbo de una sala de espera, mientras pasa el ratito prometido. “¿Le robo un minutito?”, frunce el ceño y sonríe el encuestador, a sabiendas de que su cuestionario se resuelve en no menos de diez minutos reglamentarios. ¿Para qué iba a querer uno encogerlos, sino para estirarlos impunemente?
Cierto es que hay episodios lacerantes, en los que el uso del diminutivo es un gesto piadoso que ayuda a mitigar el grado de aflicción que nos agobia. Antes de darle el rango de dolor, y con ello activar alarmas indeseables, prefiere uno pensar que sufre un dolorcito. Esto es, una calamidad tan insignificante que de aquí a pocas horas se esfumará como un hipo fugaz. Y aun si fuese un tumor, sería tumorcito. O en su caso infartito. ¿Quién no prefiere al fin velar cadaveritos que cadáveres?
La piedad, sin embargo, está sujeta a tantas falsificaciones que suele ser difícil distinguirla de una versión pirata, si bien los connoiseurs señalan el abuso de los diminutivos como signo inequívoco de adulteración. Vamos, tan resbalosa es la falsa piedad que a menudo consigue hacer pasar el menosprecio crudo por aprecio especial. O por qué no, aprecito. Algo que más o menos se parece a la valoración y el afecto, o será que se esmera (pero sólo un poquito) en imitarlos. Parientito. Amiguita. Empleadito. Pronúnciese cantando, para que no se esfume la ironía.
¿Qué decir del Negrito o la Chinita? ¿Son siempre tan pequeños como los apodamos, o es que así entran más fácil en la conversación? Los bienintencionados se defienden: es su manera de ser cariñosos, o empáticos, o quizá compasivos, o incluso progresistas. Ahora que si yo fuera el chinito aludido, ya podrían ir tomando la ruta del infierno con todo y su campaña de empatía. ¿Alguien por ahí cree que me haría un gran favor, o me resarciría por presuntas carencias e históricos agravios, si mejor me llamara mexicanito? ¿Es el negrito un pobre negro indefenso, o será que es nomás inofensivo? ¿Cómo explicar que el desprecio arde más cuando lleva integrado el menosprecio?
Con los insultos ocurre lo mismo, cada diminutivo los agrava. Puedo ignorar a quien me llama idiota, no así a quien me ha tachado de idiotita. Una desconocida echará pestes si te refieres a ella como gorda, pero dile gordita y espera una andanada de bofetones. Pues el mismo recurso que uno emplea para pedir licencias abusivas y hacerse perdonar por existir, sirve para hacer menos a los otros y más tarde pisarlos con la coartada de que son diminutos: la prueba es que cupieron en el diminutivo. “Pero al cabo”, dice uno, con la sonrisa vuelta sonrisita, “¿qué tanto es un tantito?”
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