Para Miguel Munárriz, con quien tantas veces deambulé por estas páginas.
Hay cuentos que hacemos propios porque nos explican la vida. O tal vez mejor, para huir de los melindres literarios, se podría decir que existen cuentos que son capaces de explicar o de contener todas las posibles tramas de una vida, y que en sus contados renglones —esta es una de las magias de la literatura— se extiende la cartografía vivencial de cualquier destino. Son lo que yo llamo los cuentos primordiales. Relatos que ocasionan en el lector, cuando los encara por primera vez, un escalofrío y una sensación de fiebre. Relatos que uno nunca olvida, y que el lector siempre tiene presente ante las situaciones cruciales de su vida. Por ejemplo, nadie contó mejor que Jean Cocteau la incapacidad de escapar al propio destino, a través de uno de los cuentos más cortos y sorprendentes de nuestra tradición literaria: El gesto de la muerte.
Un cuento que forma parte la las literaturas orientales y de los compilados en Las Mil y Una Noches, pero al que Cocteau supo darle forma definitiva. Todos los lectores de El gesto de la muerte contemplamos con pavor la partida del temeroso jardinero, siervo de un bondadoso príncipe, que se encamina hacia Ispahán en un desesperado intento de huir de su inexorable muerte; una Muerte que se muestra tan sorprendida como el lector, al encontrarse en otra ciudad con el joven que tiene que recoger esa misma noche en Ispahán. El lector contempla impotente la desesperada y azarosa huida del sirviente de la vida, que en realidad somos cada uno de nosotros, cuya irreflexiva desesperación lo lleva paradójicamente a cumplir vertiginosamente con su destino.
Jorge Luis Borges tiene una versión —nada menor— de este relato en El Sur, donde el letrado argentino, que nunca pierde la oportunidad de exhibir sus erudiciones, alerta con cierta honestidad al lector de este débito, al presentarnos al protagonista de su ficción con «un ejemplar descabalado de Las Mil y Una Noches de Weil», pionero traductor alemán de la magna obra. Pero centrémonos en la trama de El Sur, ¿quién no recuerda al linajudo Johannes Dahlmann —espejo invertido del Borges niño y de su iniciática experiencia con lo contingente— y a su inesperada y funesta manera de enfermar? Proceso que lo saca con brusquedad de su rutinaria existencia y lo lleva a transitar desesperadamente por las orillas ignominiosas de la muerte. Dahlmann, como si un dios oscuro escuchase su secreto ruego y tirase de él para sacarlo de las brumas del Hades, se recupera de una manera tan imprevista y sorpresiva como había enfermado; hasta encontrarse de pronto, ya recuperado, con un cuchillo en la mano y una muerte segura bajo el cielo interminable de la llanura con la que tanto había soñado en sus horas de fiebre. El cuento de Borges es distinto y es el mismo cuento de Cocteau, sus simetrías nos enfrentan de nuevo ante la insondable imposibilidad de modificar una sola coma de nuestro destino. Algo que en muchas ocasiones nos hace pensar y repensar nuestros pasos, así como interpretar sus designios a la luz de estas magníficas fabulaciones.
Otro cuento que yo considero primordial, y que por eso tengo siempre señalado en lugar aparte, es Un suceso en el puente del río Owl de Ambrose Bierce. El estadounidense nos presenta una escena bastante habitual en la Guerra de Secesión, un ajusticiamiento militar en un puente, y lo transforma en toda una parábola de la propia existencia. Solo al final del relato el lector se da cuenta de que el ajusticiado no es Peyton Farquhar —el protagonista de esta magistral fabulación—, sino él mismo. Bierce consigue en este relato que el lector sienta sobre su cuello la mordedura letal de la soga temporal sobre la que se haya suspendido, y que en sus pies también note la inestabilidad de las «tablas flojas» de los rieles del puente de la vida. En su último tirón de cuerda el escritor de Cuentos de soldados y civiles nos quita el aliento y nos hace balbucear, como a Peyton Farquhar, en busca de nuestros más anhelados afectos. Ambrose Bierce refleja en esta fabulación el contingente recorrido temporal de cualquier destino: nuestros afanes y anhelos —parece decirnos el estadounidense— dependen de la cuerda que anuda nuestro cuello y de su último tirón, pero también de ese otro tiempo interior que con tanta precisión desglosó Henri Bergson.
Ambrose Bierce seguramente no leyó al filósofo francés, pero Jorge Luis Borges sí, por lo que conocía bien las teorías sobre el tiempo y la durée del filósofo parisino y su Historia de la idea del tiempo. Desde las teorías de Henri Bergson, Jorge Luis Borges da la vuelta al cuento de Ambrose Bierce, Un suceso en el puente del río Owl, en El milagro secreto. En este relato, integrado en el asombroso volumen de Ficciones, Jorge Luis Borges nos presenta al sosia de Peyton Farquhar, Jaromir Hladik, en las horas previas de la entrada en Praga de «las blindadas vanguardias del Tercer Reich» y a su detención y condena a muerte por la Gestapo. Este preámbulo permite a Borges marcar las diferencias entre Jaromir Hladik y el personaje de Bierce. Los dos participan de un escenario bélico y de la azarosa conjura de la fatalidad sobre su persona, pero uno es escritor —entre otras, de la inconclusa obra Los enemigos— y el otro un granjero. Esta diferencia permite al rioplatense desplazar la trama del relato hacia los sublimados intereses estéticos, como conexión de transcendencia, más allá —y esta es una de las singularidades de esta ficción— de la propia colectividad, ya que Jaromir Hladik no «trabajará para la posteridad, ni aun para Dios» sino para cumplir con la insondable obligación que mueve a todo verdadero escritor. El cuento de Borges vuelve a ser distinto siendo el mismo cuento de Bierce, al estar urdido desde otros intereses y perspectiva. Borges no solo transita por la durée bergsoniana, ese tiempo sin tiempo que todo ser humano lleva dentro y que permite vislumbrar el infinito y conectar con la eternidad, sino que analiza los dos modelos de tiempo con los que habitamos: el racional de la ciencia y el personal o interior, como si fuesen piezas de un decisivo y «largo ajedrez».
El último cuento de esta selección —que considero más propio y por lo tanto con el que más me identifico— se titula «La Torture par l’espérance», recogido en Nouveaux contes cruels, y traducido al español por «El tormento de la esperanza» o «La tortura por la esperanza». Escrito por Villiers de L’Isle-Adam, un autor que en vida no ha tenido mejor suerte que el que le ha reservado la posteridad, pero que ha escrito —y no solo es mi opinión— uno de los cuentos más rotundos y notables de nuestra tradición literaria. En este relato Villiers de L’Isle-Adam rinde declarado homenaje y tributo al espeluznante cuento de Edgar Allan Poe, «El pozo y el péndulo». Pero si bien el bostoniano descubre la beta en su relato sobre la función de la esperanza en los sufrimientos y los tormentos que la depurada maquinaria de la Inquisición infringía a sus condenados —«Era la esperanza, la esperanza triunfante aún sobre el potro, que dejábase oír al oído de los condenados a muerte»—, es Villiers de L’Isle-Adam quien la singulariza para sacar a la luz sus materiales más memorables. Por todo ello, la ficción del bohemio escritor francés no es un débito, aunque tal vez no hubiera emprendido su memorable narración de no haberle impresionado el relato de su maestro, sino un cuento primordial. Villiers de L’Isle-Adam desarrolla en su ficción el tema de la esperanza en toda su profundidad y crudeza, como el más sofisticado y terrible sufrimiento que pueda padecer cualquier ser humano. Más allá de la tétrica maquinaria de la Inquisición, «El tormento de la esperanza», padecida por el rabí Aser Abarbanel, se transforma en una metáfora de la vida. Solo basta con sustituir la maquinaria del mal de los tétricos sacerdotes del Santo Oficio por la del propio destino y la usura implacable del tiempo. Villiers de L’Isle-Adam nos dice, sin ambages ni veladuras, que el último tormento del condenado es la esperanza. La esperanza que ciega los ojos del joven jardinero que huye a Ispahán, la esperanza que mueve los pasos de Peyton Farquhar hacia los brazos de su mujer, la esperanza alucinada de Johannes Dahlmann en la cama del hospital, la esperanza de Jaromir Hladik por culminar su última obra antes de que las balas cieguen su último hexámetro, la esperanza de cada uno de nosotros cuando contemplamos una puerta entreabierta en nuestras fortificadas preocupaciones.
Una versión actual de «El tormento de la esperanza», la realiza Bernardo Atxaga en «Una grieta en la nieve helada» de Obabakoak, aunque en este relato, además de la sombra de Villiers de L’Isle-Adam, también se percibe la indisimulable huella de «El pozo y el péndulo» de Allan Poe. El arranque del cuento del escritor vasco —«Una sombra de muerte recorrió el Campamento Uno»—, un heptasílabo y un endecasílabo incompleto, consigue reclamar la atención del lector de manera inmediata. Bernardo, al estilo de Borges, deja huella honrada de su débito en la nieve helada, al denominar «lago de Villiers de Lausana» una de las demarcaciones geográficas que aparecen en su narración, aunque olvidándose de la influencia directa de Poe; de hecho, la grieta en la nieve helada parece más bien una antífrasis del ardiente pozo en el que se debate el condenado poeniano antes de ser rescatado por el general Lasalle. Bernardo Atxaga transforma las fabulaciones de Villiers de L’Isle-Adam y de Allan Poe en una inquisitorial venganza de un falso amigo, porque, como reflejó el bostoniano y precisó definitivamente el conde francés, la esperanza «aún triunfante» es el último tormento del condenado.
Revisadas estas primordiales lecturas, y sus no menos interesantes implicaciones y derivadas, resulta fácil percatarse de la reveladora magia que encierran sus breves renglones contados, capaces de descubrirnos —por eso estas narraciones las llegamos a sentir como reflejos de nuestra vida— las insondables pulsiones de nuestros pasos.
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