Cronológicamente hablando, la primera cinta de la Nouvelle Vague que llegó a la cartelera fue El bello Sergio (1958). Pero el debut en la realización de Claude Chabrol, su autor, no fue una película especialmente representativa del nuevo cine que traían los jóvenes turcos. “Jóvenes turcos” llamaba la crítica tradicional, por la virulencia de los artículos que escribían para Cahiers du Cinéma, a los realizadores en ciernes. Chabrol publicó la primera de aquellas piezas, hoy canónicas de la literatura fílmica. Apareció en el número 39, Hitchcock ante el mal llevaba por título y entre sus líneas concluía: “La lección de Hitchcock pertenece al territorio de la ética, sus concepciones morales siempre acaban por desembocar en una metafísica”.
Chabrol, entre otras cosas, fue grande por artículos así —a imitación de las piezas de los maestros de Cahiers… van estas líneas mías— y porque el éxito en taquilla de El bello Sergio le permitió convertirse en productor del gran Jacques Rivette y que éste pusiese en marcha Paris Nous Appartient (1961). Pero, El bello Sergio no es especialmente representativa del nuevo cine que los jóvenes turcos traían.
Como tampoco lo fue Los cuatrocientos golpes (1959). El primer largometraje del gran Truffaut es una de las mejores películas de la historia. Forma parte del tríptico inaugural de la Nouvelle Vague por el aplauso que despierta el más radical de los jóvenes turcos al estrenarse en la cartelera. Pero ni por la forma ni por el fondo, el debut de Truffaut puede adscribirse a ese nuevo cine del que es pórtico. Tirad sobre el pianista (1960), su segundo filme, es mucho más rompedor. Los cuatrocientos golpes debe enmarcarse dentro de cierta tradición de las infancias desgarradas del cine galo que, como poco, se remonta a Siembra de dolor (Julien Duvivier, 1925), tiene su máximo exponente en Cero de conducta (Jean Vigo, 1933) y, antes de llegar a ese arranque de la pentalogía de Antoine Doinel (Jean-Pierre Leaud) que son Los cuatrocientos golpes, prosigue, entre otras muchas, en Juegos prohibidos (René Clément, 1952).
Ya en 1959, mientras se sigue esperando el estreno de La ligne de mire, el primer largometraje de Jean-Daniel Pollet, imaginado como el paradigma de la nueva pantalla —aunque, cuando llegue a las salas en el 60, tampoco será para tanto—, aún en el 59, digo, en aquella primera manifestación de la Nouvelle Vague, sólo Alain Resnais nos propone una realización rompedora. Sí señor, con Al final de la escapada (Jean-Luc Godard, 1960) aún por llegar a la cartelera, cerrando así el tríptico inaugural del nuevo cine, Hiroshima mon amour es la primera película plenamente moderna. Tanto en su fondo como en su forma hay una voluntad rupturista. Eso era en definitiva la modernidad que buscaban cuantos se sentaban, conscientes de ello, a ver una película de la Nouvelle Vague. Incluso cabe decir que eso es lo que busca ahora el cinéfilo que las descubre en los primeros pasos de su monomanía.
En cuanto al continente, Resnais es rompedor por su cronología fragmentada, por su alternancia entre la ficción y el documento. En cuanto al contenido, presenta algo tan inconcebible para el momento como el amor de esa protagonista —cuyo nombre nunca se nos dice— con un soldado alemán. Inconcebible porque Resnais lo retrata desde la perspectiva de la comprensión, desde la crítica a quienes, tras la liberación, raparon a las mujeres que osaron amar al enemigo. Puede que con anterioridad ya hubiera producciones que acometieran tan espinoso tema. Seguro. Pero ninguna tuvo la trascendencia de Hiroshima mon amour.
En su primer largometraje, Resnais es tan indiscutiblemente moderno que incluso anuncia todo ese pacifismo que conocerá la escena internacional a raíz de la Guerra de Vietnam, ya bien entrados los años 60, que se prolongará hasta nuestros días. En sus secuencias, Resnais deja constancia de que memoria y literatura habrían de ser las dos grandes preocupaciones de toda su filmografía. Más literario que ningún otro de sus compañeros —lo que ya es decir en la generación de cineastas más leída que se recuerda—, Resnais también habría de ser el nexo de unión entre la Nouvelle Vague y el Nouveau Roman, por lo demás mucho más independientes entre sí de lo que cabría esperar entre las dos grandes rupturas que conoció la narración mediado el pasado siglo. Es más, cuando Alain Robbe-Grillet, el adalid del Nouveau Roman —hoy injustamente olvidado por el lector español—, y Marguerite Duras, quien descubrió la experimentación a la manera de Robbe-Grillet cuando éste empezó a publicar sus teorías, deciden pasarse a la realización cinematográfica, los dos resultan ser dos claros epígonos de Resnais. No en vano, antes de realizadores, los dos habían sido guionistas del cineasta de la memoria. Robbe-Grillet en El año pasado en Marienbad (1961); Marguerite Duras, en Hiroshima, mon amour.
Concebida originalmente como guion cinematográfico, redactado bajo los auspicios de Resnais —“Nunca pude prescindir de sus consejos”, escribió la autora en 1960, cuando a raíz del éxito de la película se publicó el libro—, Hiroshima mon amour presenta, no obstante, algunas de las constantes de las novelas de Marguerite Duras. Para empezar, como veremos con posterioridad en El amante (1984), está protagonizada por una francesa (Emmanuelle Riva), cuyo nombre se omite deliberadamente, que mantiene un amor imposible con un asiático a lo largo de un día. En este caso se trata de un japonés (Eiji Okada), cuyo nombre tampoco se llega a pronunciar. La relación viene a ser un trasunto de la mantenida por la misma mujer en Nevers, durante la ocupación alemana de Francia, con un soldado del ejército invasor.
Si bien esto último no estaba en el guión original —“Escríbalas como si comentara el guión de una película ya hecha”, me dijo Resnais antes de empezar el rodaje en Francia (1958)—, es en las secuencias de Nevers donde se encuentra la clave de la cinta: el pasado pesa siempre sobre el presente. El título no deja lugar a dudas. El pacifismo, aquí loado mediante la inclusión de fragmentos procedentes de documentales —como ya hiciera Resnais en Nuit et Brouillard, su documental de 1956 sobre los campos de exterminio nazis—, es un adorno. Lo que cuenta es el hoy estigmatizado por el ayer. Todavía es ahora cuando Hiroshima mon amour sigue siendo una obra capital en la historia del cine mundial. Como todo el tríptico inaugural de la Nouvelle Vague, por otro lado.
Una de las primeras cosas que sorprenden en la filmografía de Alain Resnais, además de su constante y decidida apuesta por la experimentación formal, es el perfecto manejo para sus fines de cuantas posibilidades le ofrece la técnica. Su utilización de los recursos del montaje para sembrar la duda sobre lo acaecido doce meses antes en el hotel de Marienbad en El año pasado en Marienbad es proverbial. No menos célebre es la tan acertadamente llamada retórica de su zoom en La guerra ha terminado (1966), donde la lente que se aproxima a la frontera española, en un plano subjetivo de Ingrid Thulin, da perfecta cuenta de la angustia que sufre el personaje encarnado por la actriz ante el incierto destino que aguarda a su amante.
Nacido en Vanes en 1922, de una u otra manera todo el cine de Resnais habría de estar marcado por la enfermedad que padeció en su infancia. Asmático e inteligente, leyó a Proust, Huxley y Katherine Mansfield mientras aún atesoraba tebeos de Mandrake y Dick Tracy. Cuenta la leyenda que su colección de cómics es una de las más importantes de Francia. Huelga decir el papel que, ya cineasta, jugarían en sus encuadres aquellas viñetas de Phil Davis y Chester Gould, por no hablar de la influencia de En busca del tiempo perdido (1913-1927) en su obsesión por la memoria. En cuanto a la música, otra de sus grandes pasiones, su origen también se remonta a la infancia: fue su madre, toda una melómana, quien educó el oído del futuro cineasta.
Tras realizar una serie de documentales sobre distintos pintores, que ya le catapultan al parnaso del cortometraje, entra en contacto con Nicole Védrès, de la que será ayudante de dirección, y con Chris Marker. De ahí a sus primeros contactos con la Rive Gauche —la intelectualidad izquierdista del Barrio Latino de París— sólo hay un paso. Cabe suponer que es entonces, entre la animación cultural que vive la orilla izquierda, cuando nacen en él sus inquietudes políticas, la única clave de su filmografía que no se remonta a su infancia.
Más o menos subrepticias, en Hiroshima mon amour no faltan las referencias biográficas —su protagonista es hija de un farmacéutico, como el realizador— pero lo que más llama la atención es que, tras el indudable éxito de crítica y público de la cinta, Resnais se desmarque del cine de autor y se sitúe más cerca de los grandes del Hollywood clásico que de sus colegas de la nueva pantalla. Esto, además de los 10 años que lleva al resto de los jóvenes realizadores y su distancia del grupo de Cahiers, sirve de argumento a algunos comentaristas para separarle de la Nouvelle Vague.
Sin embargo, Resnais —aunque insistía en compartir la autoría de sus films con sus guionistas, que siempre eran prestigiosos escritores, actores y técnicos— fue uno de los máximos representantes del cine de autor que ha dado la historia de la pantalla. Todas sus cintas obedecen a una misma inquietud: la memoria. Sobre ella tratan El año pasado en Marienbad, Muriel (1963), La guerra ha terminado y Te amo, te amo (1968).
Tras un paréntesis de seis años en los que su filmografía, sin cuerpos extraños en ella, sin la más mínima fisura, es reconocida internacionalmente como el mejor ejemplo del cine literario, Resnais vuelve a emplazar su cámara para rodar un guión de Jorge Semprún, uno de sus más fieles colaboradores. Stavisky (1974) es el título de la cinta en cuestión y en ella se da noticia de la experiencia del célebre estafador al que alude el título.
Aunque a partir de Mi tío de América (1980) deja de colaborar con grandes escritores para rodar guiones originales de Jean Gruault, esa segunda parte de su filmografía, prolongada hasta 1997 con On connait la chanson, además de guardar una asombrosa coherencia con sus primeras filmaciones, constituye una de las propuestas más personales y sugerentes del cine europeo de los últimos años.
El resto, las cintas que llegaron después, hasta 2014, cuando tras su muerte dio nombre a un capítulo de la historia de la pantalla heterodoxa, fue la decadencia.
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