Más que una hermandad de sangre con la literatura latinoamericana, el escritor español Javier Marías consideró siempre que entre nuestras literaturas existía “una hermandad de las letras”. Cuando en 1995 recibió el Premio Rómulo Gallegos, el máximo reconocimiento que se otorga a un autor desde el mundo literario latinoamericano, me dijo, no obstante, que cuando escribía no tenía muy presente que llegaran a leerlo en países lejanos geográficamente a su tierra natal. Aquel premio le parecía, por tanto, una cosa que estaba fuera del alcance de un autor español, aunque no hubiera nada estipulado y hasta ese momento ningún autor de su tierra hubiera sido reconocido con ese galardón. “Yo no tenía la menor idea de que mi obra estuviera entre las candidatas finales; mi editor no me había dicho una sola palabra, de manera que la sorpresa fue múltiple, grande y muy agradable”, me expuso aquella tarde, cuando conversamos por primera vez en su departamento de la Plaza de la Villa de Madrid. Tenía entonces 43 años.
Marías me confesaba sentir la ilusión de pensar que gracias a ese galardón sus libros podrían conocerse más en países de su propia lengua, pues a pesar de que todos escribían en castellano, la nueva literatura española, en general, era todavía poco conocida en Latinoamérica.
En aquella entrevista hablamos sobre la totalidad de su obra literaria publicada hasta ese momento y que por entonces sumaba ya novelas como El hombre sentimental, Todas las almas, Corazón tan blanco, Mientras ellas duermen o Vidas escritas, y quise saber cuáles eran los puntos que consideraba más altos y cuáles los más bajos.
—Empecé hace 24 años, cuando tenía 19 y publiqué mi primera novela —resopló soltando una bocanada de humo de un cigarrillo que fumaba en una hirsuta boquilla de marfil, fumador empedernido que siempre fue—. Mi carrera literaria es prolongada y, como es lógico en cualquier persona que recorre algo desde los 19 hasta los 43 años, es un periodo de formación. Mi primera novela, Los dominios del lobo, algo juvenil y que resultaba hasta cierto punto original en el panorama de la literatura de aquellos momentos, fue un buen comienzo. Después hubo un punto bajo con mi cuarta novela, El siglo, un libro en el que había puesto mucho empeño y que en cambio tuvo muy poca repercusión y eco; apenas la crítica se ocupó de él y tuvo pocas ventas. Puedo decir que ese libro se ha recuperado, ya que se ha relanzado y, para mi sorpresa, lleva cuatro ediciones (en Anagrama), aunque jamás hubiera esperado que un libro denso y difícil, como es éste, hubiera sido recuperado con considerable éxito; pero en su momento lo viví como un desengaño. Después podemos mencionar mis tres últimas novelas: Todas las almas, Corazón tan blanco y Mañana en la batalla piensa en mí (novela por la que acababa de obtener el Rómulo Gallegos), que han tenido un despegue paulatino y gradual pero considerable, tanto en la apreciación crítica como en las ventas y el eco entre los lectores. Esperemos que no me toque iniciar la curva descendente muy pronto.
En ese momento había algo que el editor Juan Cruz, director por ese entonces del sello Alfaguara, había llamado la literatura del «boomerang», una especie de regreso de aquella moda que en los años 60 vivió la literatura latinoamericana en Europa, la de Boom, pero que esta vez protagonizaba la literatura española fuera del Viejo Continente, un renovado ímpetu que, al parecer, estaba cobrando gran fuerza tanto en España como fuera de ella.
—¿Usted cree que la literatura española —pregunté al respecto— está ganando mucho en calidad?, ¿este premio es indicio del reconocimiento que va generando la narrativa que se hace en España?
—Sin duda alguna ha habido un cambio considerable en los 10 o 15 últimos años en la literatura española, y también en la percepción de esta literatura, no sólo en España, donde la verdad es que durante mucho tiempo los novelistas españoles no estaban muy bien considerados, pues los propios españoles leían poco a los autores de su país y había una especie de desconfianza o recelo. Esta situación se debía a muchas razones. Una de ellas que la lengua literaria estaba un poco anquilosada en los años 50, 60 e incluso 70. En cambio, ahora quizá hay una generación que ha contactado más con los lectores, que ha renovado la lengua literaria, que la ha convertido en un instrumento más útil para hablar de lo que nos pasa hoy en día, y eso no sólo está sucediendo en España o en América, donde se está haciendo bastante gradual, sino en otras lenguas del resto de Europa.
Junto al Rómulo Gallegos, Marías había recibido otra “curiosa” noticia, como él mismo la calificó, en la que una productora de televisión británica se interesaba por los derechos de su novela anterior, Corazón tan blanco, que se había publicado en Inglaterra dos meses antes. “No sé si eso se concrete en algo, pero ya es bastante que una cadena de TV británica se interese por la posibilidad de un libro español, algo que hace unos años nadie hubiera imaginado que pudiera suceder”, comentó. “Ahora nos puede parecer normal, nos hemos acostumbrado pronto, pero hace 10 o 15 años era algo casi insólito. Sí, hay una nueva generación de gente, entre los 40 y 50 años, que ya desde los años 80 ha renovado mucho el panorama novelístico del país y ha logrado que los lectores españoles se interesen por su literatura, y al parecer lo mismo ha sucedido en los países latinoamericanos y en los europeos”.
¿Tenía esto algo que ver con el hecho de los cambios impulsados por la transición democrática española de mediados de los años 70?, le pregunté.
—La verdad es que no creo que tenga que ver de manera directa e inmediata —respondió—. La prueba es que Franco murió en el año 75 y todo esto no se produce inmediatamente, sino casi diez años después. También hay que decir que en los años 60 y 70 hubo algunos libros muy importantes en España que, sin embargo, no suscitaron la atención fuera porque había una especie de denigración del régimen político español y, por tanto, de los que salían del país.
Por fortuna para la literatura, Marías no emparejaba su desarrollo con el de la política, aunque lo saludable y lo más recomendable era, subrayó, que los escritores pudieran escribir en plena libertad. “Creo que, sin embargo, cuando hay talento, ese talento sortea las dificultades e incluso la censura, y aflora. Evidentemente, la situación hoy en día es mucho más propicia gracias a que vivimos en una democracia y no en una repugnante dictadura. Pero no veo una relación inmediata ni directa. Los muchos problemas sociales que enfrenta la España actual se están dejando pudrir y eso es malo. Pero, por otra parte, hay un clima de enfrentamiento larvado entre medios de comunicación y fuerzas políticas que se está llevando a extremos exagerados. Al fin y al cabo, por muchas cosas muy lamentables que estén sucediendo y, quizá la más grave, la posibilidad de un terrorismo de Estado con consentimiento del gobierno, aún así, cuando algunas voces intentan decir que la situación es tan mala como en el franquismo, creo que es disparatado e incluso peligroso afirmarlo. Al fin y al cabo hay una democracia, existe la posibilidad de que ese gobierno sea expulsado en las próximas elecciones y no tiene por qué haber nada más, no tiene por qué ser tan crispada la situación”.
—En cuanto al estilo literario —quise saber—, ¿hacia dónde apunta, qué juegos y qué arreglos siente que merece su obra?
—Ahí es un poco difícil afirmar algo por ser una obra un tanto dilatada. Yo empecé a escribir de forma ligera, con frases muy cortas, casi sin adjetivación, como un guión de cine a veces. Después, progresivamente, mi prosa se fue complicando hasta llegar a El siglo, en donde hay una prosa densa, barroca, recargada en exceso, de frases larguísimas. Y en los últimos libros, digamos que sin haber renunciado a lo que yo quiero hacer, posiblemente sean libros cuya prosa es más aérea de lo que era, más ágil y eficaz, aunque también predomina, todavía a menudo, la frase larga, pero quizá no tan larga ni tan densa ni tan recargada como aquella de El siglo.
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Volví a encontrarme con Marías un año después, en 1996. En aquella ocasión, el escritor me volvía a recibir amablemente en su piso madrileño y sentados en el estudio, junto a la máquina de escribir que lo acompañaría toda su vida, entre cigarrillo y cigarrillo me dijo que su afición por los fantasmas era, ante todo, una afición literaria. No es que él creyera en eso ni nada por el estilo, sino simplemente que ese “alguien” literario e imaginario, él lo sentía muy atractivo para usarlo como narrador. Por eso, explicaba, en el cuento que daba título a su más reciente libro, el volumen de cuentos Cuando fui mortal, el narrador era un fantasma.
«Esta figura literaria», expuso, «ha dado verdaderas obras maestras en el género del cuento. Y si uno se para a pensar un poco es también una figura muy atractiva porque sería alguien, cualquiera que fuera su esencia, que ya no está y podría por tanto ser indiferente a todo lo que ocurra en el mundo que dejó. Sin embargo, no es indiferente, todavía no se ha desprendido del todo, todavía le afecta y le importa lo que sigue pasando allí donde él estuvo. Y procura intervenir, beneficiar a la gente a la que quiso o vengarse de aquellos que le hicieron perjuicios. Es alguien que es conmovedor como figura, alguien que estaría más allá de cualquier cosa terrenal o padecimiento”.
Sin embargo, a Marías no le gustaba hablar de las fantasmas o demonios de un escritor, de sus obsesiones, ya que era una expresión que encontraba gastada y a la que cualquiera recurría llamando “demonio” o “fantasma” a un trazo determinado de la obra de un escritor.
—¿Cuál es la dinámica que siguen los cuentos de este nuevo libro? —inquirí.
—Hay muchos tipos de cuentos. Y hay un tipo de cuento, digamos arábigo, que a mí no me convence demasiado porque depende mucho de la última frase, de un giro final que a veces es logrado o no, pero que en cualquier caso todo el peso del cuento está en eso, y a veces uno va leyendo un cuento con poco interés y solamente al final hay una vuelta de tuerca. Yo prefiero que el cuento me interese e intrigue desde el principio y no esperar una pirueta final. Y puesto que a mí no me gustan este tipo de cuentos no los hago mucho. Lo que sí hay en mis cuentos son situaciones que quedan un poco suspendidas, anunciadas y no desarrolladas. En los cuentos me parece importante decir muy bien lo que se cuenta y lo que no. En una novela a veces uno puede intentar contar todo o mucho, porque la novela permite pausas, treguas y tiempos muertos, e incluso no sólo los permite sino que son aconsejables. En un cuento no. En un cuento hay que decir lo que uno cuenta y lo que uno calla, y que lo que uno cuenta tenga los suficientes ecos para que el cuento resuene después de haberlo terminado de leer. Por eso hay algunos de mis cuentos en los que se producen situaciones que están narradas y otras que quedan fuera del cuento pero que se pueden vislumbrar o imaginar.
Absolutamente todos los textos de Javier Marías muestran un aplicado trabajo formal, un especial sentido del lenguaje. ¿Cómo trabajaba sus textos, en qué detalles se fijaba más?
—Tengo una sintaxis en castellano bastante rara, la fuerzo mucho —me expuso en aquella segunda entrevista en su casa de Madrid—. Me importa mucho el ritmo de la prosa, la musicalidad que uno tiene y mi intención es que se perciba. Esto lo hago también en la puntuación. Yo diría que hay en mis textos una flexibilidad en el lenguaje y quizá eso es así por haber hecho yo bastantes traducciones.
—¿Y en teoría cómo entiende la novela? —inquirí.
—No tengo una teoría y ni siquiera sé lo que voy a hacer, a diferencia de algunos escritores que saben qué van a hacer. Improviso y sólo escribo cuando tengo ganas de hacerlo. Lo que sí puedo decir es que la novela no se puede seguir viendo ni tratando como en el siglo XIX, pero no ya sólo por razones meramente internas de evolución del género, sino porque la novela en el siglo XIX era casi lo único de lo que la gente disponía si quería ficción. En cambio, hoy en día, hay una saturación de ficción. Entonces sucede que la novela que meramente cuenta historias a mí personalmente me sabe a poco. Y como lector lo que me gusta son novelas que me inviten a pensar, a detenerme, a reconocer cosas. Me gusta un tipo de novela en la cual haya lo que hoy en día casi nadie recuerda que existe y que es el pensamiento literario, algo que no está sólo en los ensayos y que más bien se encuentra en la ficción.
¿Era Marías un escritor, como siempre se sugirió, muy influenciado por la literatura inglesa?
“Creo que esas son etiquetas que se le ponen a uno porque la gente es muy perezosa”, me dijo en una de nuestras conversaciones, a las que no era fácil que accediera, pues se trataba de un autor discreto en extremo, muy concentrado en su propia obra y que poco a poco se fue alejando de las maratónicas sesiones de entrevistas de promoción cuando publicaba un nuevo libro. “En España es también una forma de atacar, porque hay escritores muy patrióticos que no comprenden aún que la literatura es algo supranacional, que uno no tiene por qué estar muy apegado a la estricta tradición de su país. Aparte de que a lo largo de la historia ha habido siempre una interrelación entre las diferentes culturas. El propio Cervantes, a quien se pone casi siempre como paradigma del escritor español, en realidad es un escritor bastante extranjerizante, pasado por Italia, un español que no es el típico español que no se movió de su país y que no estaba encerrado en una tradición, sino que conocía la literatura de su época y había vivido fuera».
Traductor incansable, de una máxima curiosidad y afán por tratarse de tú a tú con los originales que admiraba, como la monumental traducción que hizo del Tristram Shandy, de Lawrence Stern, Marías sostenía que toda obra se podía traducir “por lo menos en lenguas no totalmente divergentes o distantes, como el japonés del castellano”. “Lo que pasa”, argumentaba, “es que no siempre hay un traductor dispuesto a a tomarse el trabajo o el talento necesario, porque para traducir hace falta el mismo talento que para escribir. Hay que buscar sinónimos, palabras en la acepción más oscura; a veces es un trabajo que exige una cantidad de tiempo que las personas muchas veces no pueden dedicarle. Pero en teoría es posible, aunque a veces se pierden cosas y se ganan otras, se produce un curioso sistema de compensaciones”.
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En mayo de 1998, después de semanas de misterio en torno a las características de su siguiente novela, Marías confesaba al fin que en Negra espalda del tiempo, título de esa nueva obra, el narrador era él mismo y que todo lo que ahí contaba era verídico.
“Relatar lo ocurrido es inconcebible y vano, o bien es sólo posible como invención”, decía. “Este libro», me explicó tiempo después, “no es del todo autobiográfico, ni en él hay nada muy personal ni ninguna revelación especial. Se trata más bien de una falsa novela en la que el narrador no es inventado, sino que soy yo mismo, con mi nombre propio, y los hechos que se narran en ella son absolutamente reales. En algunos momentos, al ser uno mismo quien cuenta o al utilizar a un personaje que es el narrador, he visto que se da una cierta tendencia por parte de muchos lectores a establecer una identificación excesiva entre esos narradores y el propio autor. Tal vez esto se deba a que al haber en mis libros reflexión y digresión y no sólo la pura acción narrada, los lectores piensen que eso lo he tenido que pensar como autor. Y es cierto, pero eso no quiere decir que el autor lo piense de veras o lo suscriba, sino que el autor lo ha pensado para que a su vez lo piense y lo diga ese narrador, de la misma manera que un autor ha tenido que pensar lo que un personaje dice en un diálogo. Pero en este caso no es así, en este caso realmente todo lo que se dice, todo lo que se cuenta o las reflexiones que hay, sí son mías. En este sentido yo he podido tener un poco más de pudor o conciencia de qué digo o qué no digo, qué afirmo o no. Pero en tanto que personaje, a mí me es indiferente que caiga bien o que caiga mal, que parezca un desalmado o que parezca gélido. En este caso, no es que importe demasiado que parezca una cosa u otra, pero digamos que uno tiene un poquito más de sentido de la responsabilidad si es uno mismo quien está contando y quien está afirmando y quien está recordando y diciendo. También ha habido momentos en que he pensado que tal vez algunos lectores de mis otros libros vayan a decir que este no soy yo, y que mi voz, siendo yo mismo el narrador de la novela, resulta menos creíble que la de mis otras novelas”.
De cualquier forma, lo cierto es que cuando publicó esa novela, Marías era ya un autor que había vendido más de dos millones de ejemplares del resto de sus obras en todo el mundo y ahora se permitía ser él mismo el protagonista de una de sus narraciones. “Así como en Mañana en la batalla piensa en mí el narrador era un escritor a sueldo; en Corazón tan blanco un intérprete traductor y en Todas las almas un profesor que estaba de paso en la Ciudad de Oxford, en Negra espalda del tiempo, resumió, el narrador era al fin un escritor, Javier Marías, quien se permitía que hubiera partes que sucedían, por ejemplo, en México, donde no había estado nunca personalmente.
En ese sentido, el autor señaló que sus novelas no dependían mucho del elemento de invención. “Mis libros no son de intriga ni de acción ni en los cuales la historia sea lo que más cuente. Creo que las llamadas musas de la inspiración visitan a los escritores, si es que los visitan, no tanto para inspirarles una historia buena, sino para ayudarles a contar la historia que cuentan, sea la que sea y tenga el origen que tenga”.
Marías aseguraba siempre que al terminar una novela se quedaba impregnado de ella durante bastante tiempo. “Para mí la novela no termina en el momento en que pongo punto final. Hay escritores a los que quizá les pasa eso, pero a mí no. Para mí, escribir una novela, como a veces lo es también leerla, supone instalarse en un clima determinado, instalarse incluso en un estado de ánimo determinado. A mí no me resulta tan fácil salir de ese clima en el que me he instalado. Digamos que a mí mismo el libro que he escrito me sigue resonando, me sigue envolviendo durante más tiempo”.
En último término, Marías insistía en que era «alguien que escribe”. Y aún más: “alguien que también podría dejar de escribir en cualquier momento”. “Cada vez que he terminado una novela”, me aclaró la última vez que nos vimos, hace ahora cinco años, “no he tenido en modo alguno la seguridad de que fuera a haber otra, y menos de cuándo iba a haber esa siguiente. Era de presumir que quizás sí, porque lo cierto es que entre unas cosas y otras es una actividad que me viene acompañando desde el año 71; es decir, hace muchos años ya en que publiqué mi primera novela. Entonces es previsible que sí, pero yo no tengo esa certeza así como no tengo un proyecto general; no tengo una seguridad de que vaya a seguir escribiendo ni tengo libros planeados”.
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En 2007, después de publicar Fiebre y lanza y Baile y sueño, Marías ponía punto final a la que, según afirmó él mismo, era su obra narrativa más ambiciosa y en la que había empleado ocho años de intenso trabajo: la novela Tu rostro mañana, cuyo tercer volumen, subtitulado Veneno y sombra y adiós, acababa de aparecer en España.
Se trataba, decía Marías en entrevista, de una obra que aspiraba a hablar de muchos asuntos, algunos de ellos inherentes a cualquier persona, asuntos universales en la medida en que a todo mundo le afectan. “Cosas”, dijo, “como la memoria y el olvido, el paso del tiempo y la vejez, el amor y el desamor, la violencia y el miedo, la traición y la confianza, la posibilidad de contar o de callarse, el tiempo de paz y el tiempo de guerra, el maltrato con las mujeres, la delación, el temor a añadir al mundo historias atroces o bien dejar que ya que han sucedido sólo hayan sucedido pero no se incorporen al relato del mundo”.
Al final, el escritor madrileño creía que este libro tendría que juzgarse en la totalidad de sus mil 600 páginas, aunque inicialmente hubiera tenido que juzgarse por separado en cada uno de sus tres volúmenes.
—¿Había escrito esta obra con algún afán de juzgar ciertos hechos?, pregunté en aquella ocasión.
—La novela no debe juzgar. En cierto sentido es lo contrario de un juicio. En los juicios normalmente lo que interesan son los hechos y no lo que los provocaron ni por qué se produjeron ni qué vino antes o después. Mientras que en una novela se permite ver cómo se ha llegado a tal o cual cosa. Evidentemente en esta novela hay conflictos morales, no cabe ninguna duda; pero una novela de tesis es para mí insoportable y muy poco literaria. Uno intenta mostrar las cosas o al menos que el lector vea.
—¿Tuvo usted en perspectiva desde el comienzo el propósito de escribir una novela tan vasta?
—No. Es más, creo que los autores cuando ha pasado tiempo desde la escritura de una novela nunca tenemos mucha perspectiva ni objetividad. En este caso la ambición literaria no es previa al comienzo de la novela. Y sin ir más lejos y sin que me compare, es sabido que El Quijote iba a ser una novela corta, que iba a llegar a lo que hoy en día es el sexto capítulo. Pero supongo que Cervantes vio que aquello tenía otras posibilidades, los personajes le gustaron y lo fue ampliando al punto de que diez años después de salir la primera parte publicó la segunda, que con seguridad mientras escribía la primera no tenía prevista. Es decir, que a veces la ambición nace de la propia obra y va creciendo a medida que uno la escribe, que es lo que me sucedió a mí.
Quise saber cuál era el perfume de esta novela en su conjunto, qué le gustaría a Marías que quedara en la memoria del lector, y afirmó que podía ser “una atmósfera, unos fogonazos que impresionan al lector cuando lee unos pasajes, a veces una idea o una reflexión, porque mis libros no son estrictamente narrativos y están trufados de reflexiones. Yo quisiera que al lector le quedase la sensación de haber atravesado un libro que le ha hecho ver y comprender más de lo que normalmente ve y comprende. Pero quizá es mucho pedir”.
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Fueron varias las veces que puede conversar con Javier Marías y en ellas traté de abordar diversos temas, entre ellos su trabajo como articulista, que a menudo provocaba polémicas, cosa que le desagradaba. “Lo que pasa”, explicaba, “es que me parece absurdo escribir en prensa para no decir lo que más o menos pienso. Y a veces supongo que choco con cosas aparentemente bien vistas. Pero yo siempre busco argumentar y no me callo: si algo me parece mal o imbécil, pues lo digo”.
También alguna vez me habló de lo que le ponía de mal humor de la sociedad y la política actual. “De la política pocas ponen de buen humor”, lamentaba, pero enseguida aclaraba que a los políticos les tenía “un respeto teórico muy considerable porque creo que son necesarios”. Dicho esto, agregaba, “la clase política a menudo es grotesca, inane, innecesariamente sañuda, que no ayudan a la convivencia y exacerban los ánimos y a menudo crean más problemas de los que resuelven. En la sociedad hay de todo, pero en términos generales hay una soterrada corrupción moral generalizada y se hace la vista gorda con muchas cosas. Y eso es preocupante”.
En 2011 Marías publicó Los enamoramientos (2011), donde reflexionaba sobre el amor pero también sobre la impunidad, algo que siempre le había preocupado bastante, especialmente en una sociedad como la nuestra, “donde casi nadie se escandaliza ni sorprende por casi nada; una sociedad”, dijo entonces, “que tiende cada vez más a ser tolerante con la impunidad y muestra una tendencia a no hacer nada, ni condenar nada a título personal”.
Más tarde, en octubre de de 2012, cuando presentó el volumen de cuentos titulado Mala índole, obra que reunía cuentos de sus dos únicos libros de relatos, Mientras ellas duermen (1990) y Cuando fui mortal (1996), y algunas piezas publicadas de forma dispersa en revistas y diarios ya prácticamente inencontrables, Marías llevaba 40 años escribiendo cuentos, un género, decía, que se diferencia de la prosa novelística porque puede llegar a ser perfecto, algo que lo novela no logra a pesar de internarse en caminos más intrincados. “A lo largo de algunas décadas escribiendo prosa, me he dado cuenta que un autor no acaba de estar satisfecho de sus novelas porque tienen cosas latosas pero necesarias; las novelas no pueden tener un tono de intensidad todo el tiempo como lo pueden tener los cuentos, porque sería insoportable; en las novelas tiene que haber tiempos muertos, escenas de transición, pausas, algo que en la novela es necesario, pero el cuento puede omitir toda esa carga y ser perfecto”, me expuso el autor.
Pocos días después de la presentación de ese volumen de cuentos, Marías —distinguido con premios como el Fastenrath, el Prix Femina Étranger o el American Award— fue elegido Premio Nacional de Narrativa de España por su novela Los enamoramientos, que el autor rechazó en vista, declaró, de que desde hace varios años tenía por norma no aceptar premios ni invitaciones de instituciones estatales españolas. “He querido mantener la independencia y no participar en las polémicas que acarrean tanto las invitaciones de instituciones como el Instituto Cervantes, el Ministerio de Cultura, etc., como los premios estatales, incluido el Premio Cervantes”, afirmó entonces, y aludió que confiaba en que no se tomara su postura “como un feo o un agravio, o como un desagradecimiento. Todo escritor agradece el aprecio por su obra, y así lo hago yo también ahora. Y en verdad lamento no poder aceptar lo que en otras épocas habría sido tan sólo motivo de alegría”, resumió.
La última vez que lo vi, cuando presentó la que es su penúltima novela, Berta Isla (2017) —a la que seguiría Tomás Nevinson, publicada aún en tiempos de pandemia, en marzo de 2021—, Marías, quien criticaba nuestras sociedades cada vez más puritanas e hipócritas en las que observaba una deliberada destrucción de los sistemas educativos, resumió algo en lo que insistía a menudo y que da cuenta del enorme respeto que siempre tuvo por su oficio: “En la actualidad todo el mundo considera que puede escribir un libro, pero crear una novela es un trabajo muy difícil y muy lento. Terminar una es algo milagroso”.
Un autor indispensable
Calidad e intensidad. Novela, cuentos, crónicas, un verdadero pensador…