Hay un tipo de literatura, tradicionalmente considerada menor de manera injusta, que está formada por párrafos que componen novelas construidas a partir de entornos geográficos y sociales que parecen sacados de una guerra postapocalíptica, pero que componen la realidad cotidiana de una mayoría anónima que, más que vivir, sobrevive en unas condiciones en las que otros no durarían ni media hora. Obviamente no son relatos protagonizados por héroes al uso, aunque solo por el hecho de encadenar días, semanas, meses, años o décadas de supervivencia en condiciones tan deficientes como tan faltas de esperanza, se merecen mucho más la atribución heroica que ningún otro héroe. Son considerados antihéroes o perdedores, términos que los que sabemos un poco de esto manejamos sin problemas, pero que para el profano pueden llegar a ser confusos. Son personajes como los de las novelas de Goodis o Westlake y como los de las novelas de Bukowski o de Fante, es decir, personajes que comparten la novela negra clásica y el realismo sucio clásico o más moderno. Que un personaje se mueva con el rol de perdedor no significa que pierda. Lo atractivo en este tipo de trama es que su antagonista es mucho más fuerte y hay pocas posibilidades de triunfo. Cuando un antihéroe triunfa lo hace pagando un alto precio y en ningún caso conseguirá todos los objetivos, sino solo unos pocos. Incluso si pierde, su trofeo será una clara lección de vida, algo al alcance de pocos.
Cualquiera que mire atentamente hacia la realidad social que nos rodea, estará de acuerdo en que no son los mejores tiempos: crisis económicas diversas, inflación, auge de la ultraderecha, guerra de Ucrania (y otras, cientos de ellas silenciadas metódicamente), pandemias, etcétera. Sería preferible vivir en otro tipo de entorno, pero la realidad manda, y la realidad propicia que se generen tendencias literarias. Por eso, estamos volviendo a vivir un resurgimiento de novelas que plasman lo que nos rodea a través de unos estilos totalmente despojados de florituras semánticas o frases rimbombantes, estilos crudos que impactan al lector, presentando historias que deambulan por el borde del precipicio, historias tristes, pero que sin embargo, destilan poesía, belleza narrativa y sobre todo ese mérito de unos autores que escriben lo que quieren, sabiendo que no es un tipo de literatura cómoda, que no va a haber muchas ventas, porque el gran público sigue prefiriendo la literatura de evasión, mucho menos literaria, pero eso sí, llena de acción, de giros inverosímiles y de triunfo del bien sobre el mal. Está pasando en todo el mundo y también en España.
Veámoslo a través de cuatro novelas que he elegido entre otras muchas:
Al final siempre ganan los monstruos (Juarma)
Es simple y llanamente una obra maestra. Como lector me ha dejado perplejo. Como escritor me ha dejado una sana envidia de esas de pensar «ojalá hubiese escrito yo esta jodida maravilla». Si no la había leído antes es porque ignoraba su existencia. El libro, como digo, es una pasada, tanto por la trama (lo que cuenta), por los personajes (extraordinariamente definidos de forma implícita, tanto a través de sus voces como por sus relaciones con otros) y por la forma de narrar (cómo lo cuenta) consistente en que cada personaje hable en primera persona, es decir, una novela narrada a varias voces, recurso que raramente funciona, pero que aquí no solo funciona, sino que es el vehículo adecuado para narrar de forma maravillosa el universo de unos treintañeros sin futuro que consumen cocaína, porros, MDMA, alcohol y lo que cae en sus manos con tal de borrar el presente. El estilo de Juarma, que viene del cómic y el fanzine (y eso se nota), es un estilo underground que cabalga entre la novela negra y el realismo sucio, situando la historia en un entorno rural, por si cabía más dificultad. La novela destila amor, compañerismo y lealtad, pero también miseria, desesperanza y muerte, todo ello fusionado con una maestría que deja al lector perplejo. Avanzando entre sus páginas como un fórmula uno me recordaba momentos pasados de lectura de Irvine Welsh, Hubert Selby Jr. o Donald Ray Pollock. Lo dicho, una obra maestra.
El color de las pulgas (Mario Marín)
Novelón de Mario Marín publicado en 2015 por Ediciones del Viento que narra las desventuras de un grupo de chavales de barrio que ante una dinámica vital que no llegan a entender del todo se refugian en el alcohol, las pastillas, los porros y la cocaína. El narrador en primera persona es Domingo, uno de ellos y que, por tanto, habla como un chaval marginal de barrio. Mario, a través de Domingo, nos habla de un submundo magníficamente descrito, con delicadeza y poesía, desde la jerga y el lenguaje propio del personaje. Pero también es una historia de amor, la de Domingo y Luisa, una de esas historias que de por sí harían grande una novela, aunque El color de las pulgas tiene más, porque nos hace asomarnos al abismo de las enfermedades mentales, justo a través de Luisa, algo que el autor vuelve a tocar de forma más intensa en su posterior novela Morir es un color. La fortaleza de la novela se apuntala sobre la excelente y a la vez simple caracterización de los personajes que, con sólo aparecer en una página y pronunciar apenas una frase, son identificados por el lector sin esperar apenas a que el narrador los llame por su nombre, algo difícil de conseguir. El humor lo pone el hecho de que la panda de amigos tengan que deshacerse accidentalmente de un cadáver en circunstancias surrealistas y nunca sobrios, aunque el tono general de la novela sea el drama, la desesperanza, lo absurdo de vivir para tener que morir y el «mientras tanto». Totalmente recomendable. Eso sí, absténganse puretas y quienes leen novelas para no pensar. Esto es literatura.
Lapsus (Salva Alemany)
Una novela negra coral ambientada en el barrio de Nazaret, al sur de Valencia, al parecer inspirada en hechos reales. La trama funciona como una sinfonía, con una riqueza de personajes (el Javito, el Canijo, Marta «la Modelo», Carlo, el tío Miguel, el padre Damián, Estela, el Ajedrecista…) poco común que giran alrededor de una partida de cocaína que todos quieren conseguir y como siempre las cosas se complican. Me ha gustado muchísimo, lo cual no deja de ser anómalo, no por nada, sino porque cada vez soy un poco más exigente. Es el típico híbrido entre novela negra (hay delitos, hay traiciones, hay mafia) y entre realismo sucio (la novela transcurre envuelta en una atmósfera de miseria, de realidad sórdida aumentada, de pobreza y de engaño al más débil). Una novela totalmente recomendable.
Arena (Miguel Ángel Oeste)
Un relato en primera persona en la voz de Bruno, el protagonista, que hace un retrato desgarrador del vacío existencial de una pandilla de adolescentes malagueños en la adolescencia. Vacío causado por ese mundo de adultos tan cercano y a la vez tan extraño, y que combaten con drogas, alcohol, sexo, música y todo lo que sirva para mitigar esa sobredosis de desesperanza que cubre la novela como una niebla espesa incapaz de disiparse. No hay una trama sólida, ni misterio ni acción, ni falta que le hace. Los acontecimientos que, básicamente, son el día a día de Bruno y el estilo con que Miguel Ángel Oeste nos cuenta la historia, son el motor de la narración, que destila un no sé qué poético y metafórico que engancha. La novela ganó el Premio Silverio Cañada de la Semana Negra de Gijón 2021 a la mejor primera novela negra (ya digo, las fronteras entre novela negra y realismo sucio son muy permeables), siendo la tercera novela del autor (por cierto, acaba de publicar una nueva: Vengo de ese miedo). No se la pierdan.
Para terminar, no puedo resistirme a recomendar encarecidamente una novela que ha caído en mis manos en estos días. Se trata de Bajar es lo peor, de Mariana Enríquez, autora argentina con la que compartimos idioma.
Bajar es lo peor (Mariana Enríquez)
Te deja seco, te deja con la sensación conocida que te ha quedado otras veces cuando leíste, por ejemplo, Última salida para Brooklyn, La senda del perdedor, El club de la lucha, Trainspotting o La conjura de los necios, por citar solo algunas de las obras de arte que han caído alguna vez en mis manos y que han quedado grabadas a fuego en mis recuerdos, como ha quedado Bajar es lo peor, con la eterna pregunta rondando por la cabeza: y ahora ¿qué leo? Porque siempre pasa. Cuando lees algo así todo lo demás te parece flojo. Facundo, Nerval, Carolina, La Diabla o La Juani son personajes tan bien definidos, tan marginales que parecen salidos de la más tenebrosa novela de David Goodis, pero con ambientación punk, vagabunda y trasnochada. Me gustaría estar en una fiesta con ellos y que además estuvieran Tralala y Georgette, pero también Holden Caulfield, Tyler Durden y Marla, Henry Chinaski y Spud, Mark Renton, Sick Boy y Francis Begbie. Sería un fiestón además de una lección literaria magistral de caracterización de personajes. Bajar es lo peor es una novela vampírica sin vampiros, generacional, con realismo sucio a cascoporro, de culto desde su publicación en Argentina en 1995, cuando la autora tenía solo 21 años, algo tan fascinante como increíble. La edición se agotó y Mariana Enríquez tardó diez años en escribir otra novela que tiró a la papelera porque, según ella misma era muy mala, pero le sirvió para darse cuenta de que no quería hacer otra cosa que escribir. Con Nuestra parte de noche gana el Premio Herralde en 2019, poniendo de nuevo sobre el tapete el andamiaje de su literatura: los santos paganos, referencias a los mundos de H.P. Lovecraft, Emily Brontë y Ernesto Sábato, el vampirismo, el sexo entre hombres, la turbia belleza baudelaireana, la belleza injuriada de Rimbaud, la literatura fantástica y de terror, los subterráneos o los demonios-hombres, entre otros. Bajar es lo peor es reeditada por Anagrama en febrero de este mismo año. Si no la habéis leído, tenéis suerte, porque os da la posibilidad de descubrir una maravilla. Ahora bien, pensadlo. Porque después de hacedlo ¿qué leeréis después?
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