Cuando hablamos del cine de Albert Serra, hay que intentar hacer una demarcación entre el resultado final de su trabajo y su personalidad. Así, en ese perpetuo debate en el campo de la historia del arte, sobre la relación entre arte y vida, con Serra hay que ser especialmente cuidadosos. Su personalidad, o personaje mejor dicho, puede causar estragos, rechazo, veneraciones, adhesiones, simpatías o animadversiones, pero todo eso no nos debe nublar en el momento de valorar y calificar su obra como un conjunto de verdaderas genialidades. Tal como pudimos ver en Crespià (2003), Honor de caballería (2006), El cant dels ocells (2008) o La muerte de Luis XIV (2016), Serra es un autor diferente, contemplativo, incisivo, abstracto pero sensual y sensitivo cuando debe serlo. Su propuesta se nutre de los clásicos de la Nouvelle Vage, pero también de Fassbinder y Visconti, por no hablar de sus referentes literarios en donde Sade, por ejemplo, ocuparía un lugar destacado.
El proyecto de Pacifiction (inicialmente denominado Bora Bora) podría parecer que se aleja considerablemente de sus predecesoras, sobre todo de sus dos más recientes obras, La muerte de Luis XIV (2016) y Liberté (2019). Ahora bien, si penetramos en ella veremos que tampoco está tan clara esta cuestión. Serra, de nuevo, nos encierra en un espacio, clausurado y apocalíptico. Pese a la seducción del lugar, el hipnotismo de los amaneceres y atardeceres (increíble trabajo de su director de fotografía, Artur Tort) que capta como nadie con su(s) (tres) cámara(s), la fascinante y arrolladora puesta en escena…Pese a todo, seguimos enclaustrados en un lugar, sin capacidad de evasión, y con la muerte planeando constantemente en la atmósfera. Es el reverso paradisíaco de la cámara real en la que agoniza paulatinamente Luis XIV: rodeados de lujos, de bienes que superan nuestras necesidades, pero condenados, por diferentes circunstancias, a permanecer anclados en ella, agonizantes en el lujo. Participamos de la belleza del lugar, somos esclavos de lo majestuoso y, al mismo tiempo, estamos arrastrados de manera ineludible a perecer con ello.
Sin embargo, más allá de esta cuestión, Serra introduce su particular lectura geopolítica en la que en todo momento pretende problematizar, confundir, los parámetros preestablecidos. Por ejemplo, la manera cómo plantea el vínculo entre los indígenas, y descendientes de estos, con los herederos de los conquistadores franceses. Es una relación ambigua, dislocada, donde las miradas, silencios y el lenguaje corporal, en definitiva, parecen poner en entredicho lo que circula a través de la palabra. Serra en todo instante busca confundir, introduciendo la ambigüedad, el matiz que rompa totalmente las certezas en los posicionamientos unívocos.
Uno de los puntos centrales en la película, como se apuntaba en anterioridad, es la fotografía de Artur Tort. Y es que es sublime la manera cómo Serra se recrea filmando y retratando un paisaje y una existencia paradisíaca para simultaneamente sugerir su destrucción. Cada rincón de la isla, incluso del archipiélago en un momento de la película, es inmortalizado con la pretensión de sugerir una belleza inconmensurable, y de forjar, asimismo, un idilio inconsciente y anonadador con el paisaje retratado. Y es que, tal y como apuntó Albert Speer, lo verdaderamente sugerente de una obra de arte, es imaginarla como será en su proceso de degeneración y destrucción, por ello Serra parece someterse a esa lógica.
Además, como si de un cuadro de Friedrich, Turner o Füssli se tratase, Serra quiere plasmar en cada plano la antinomia radical entre el paraíso antes, o simultáneamente a su pérdida, por un lado, y la indolencia del espectador ante el hecho de verse hipnotizado y atrapado por la belleza y la sensualidad del lugar. Seducción para acabar muertos, atrapados por la sensualidad reinante, Serra juega a una suerte de Muerte en Venecia con el espectador para mostrar su complicidad ante la situación apocalíptica que se avecina.
Y para ello, por si no fuese poco, emplea un tiempo elástico, dúctil, que se estira por momentos pero que siempre configura una masa compacta, dialectizando constantemente detención y movimiento. Eso sí, un movimiento pausado, oblicuo, cansino, pero al mismo tiempo decidido, seguro, firme, encarnado, primordialmente por su protagonista, De Roller (Benoît Magimel, el adolescente seductor y participante final de las perversiones de Isabelle Huppert en La pianista de Michael Haneke). Su mirada a la realidad está atravesada por ese tempo elástico, mirada, por otra parte, obstaculizada, mediatizada, por sus gafes de sol omnipresentes (al parecer, los diversos modelos que aparecen en la película están diseñados por el propio Magimel). Con este detalle Serra sugiere como la percepción de lo real siempre está distorsionada por el imaginario de quien la contempla, que hay prejuicios, subjetividad radical en última instancia, que fracturan la experiencia de podemos tener de la realidad. Es decir, que el paraíso puede ser también el infierno más cruel, según como se mire.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: