El pasado invierno hizo veintidós años desde que, con mi lectura de El primer amor (1860), una de las novelas breves más conocidas de Iván Turguéniev, verifiqué una certidumbre de mis ya remotos días en que, soltero aún, yo también me daba a los juegos galantes: el amor, empero su elevación y su grandeza, puede llegar a ser tan miserable como cualquier otra actividad humana.
Impelido por unos amigos a narrar la historia de su descubrimiento de ese sentimiento que se cree más poderoso que la vida, aunque puede venirse abajo como un castillo de naipes por una palabra indebida, por una mirada inadecuada, Vladímir Petróvich —el adolescente moscovita protagonista de Turguéniev— nos remite al verano de 1833. Contaba en aquel tiempo dieciséis años y pasaba las vacaciones junto a sus padres en una dacha alquilada por su familia para los meses estivales. Una de sus vecinas es una bella y joven princesa Zinaida Alexándrovna, quien juega y coquetea con varios admiradores a la vez. Nuestro protagonista, prendado de la muchacha, no tardará en hacer de ella ese primer amor aludido en el título y unirse al grupo de sus devotos. Eso sí, él es quien más suspira por la joven coqueta.
Puesto a observarla en la distancia, como se admira en el despertar a los galanteos a aquella que te atrae, sin saber aún cómo abordarla, Petróvich descubre que Zinaida Alexándrovna tiene un querido y éste no es otro que su propio padre, el progenitor del enamorado primerizo. Petróvich sénior, además de provocar un escándalo en la alegre colonia de veraneantes, de regreso a Moscú resulta ser un miserable que maltrata a la princesa. Si esta obra maestra de Turguéniev fuera un cuento con moraleja, ésta bien podría ser la fatalidad a la que está condenado el amor sentimental, frente a la buena fortuna que se augura al “amor” racional. Mejor amar a quien conviene antes que a quien inspira.
Supongo que el gran Nicholas Ray debió de sentir algo muy parecido, aunque al revés que el Petróvich de Turguéniev, cuando descubrió que su hijo Anthony —nacido de su primer matrimonio con la célebre periodista Jean Abrams— era el amante de su segunda mujer, la cautivadora actriz Gloria Grahame, musa del noir clásico y una de las intérpretes más enigmáticas del Hollywood de su tiempo. Ocho años después de aquel descubrimiento —el cineasta juró haberlos visto yacer maritalmente en el mismo lecho—, Tony Ray y Gloria Grahame se casaron. Ella se convirtió así en la nueva esposa de su antiguo hijastro; él, en marido de su antigua madrastra y en padrastro de su hermanastro. Ella, la memorable intérprete de Los sobornados (Fritz Lang, 1953), tuvo dos hijos con su antiguo hijastro, al que sacaba catorce años. Previamente, con Nicholas Ray había tenido otro. De modo que Tony Ray se convirtió en padrastro de su hermanastro. ¡Menudo lío! Como recordará el lector, hay un diálogo en Johnny Guitar (1954), una de las cintas más celebradas de Nicholas Ray, en que Johnny (Sterling Hayden), le pide a Vienna (Joan Crawford) que le mienta, que le diga que le sigue “amando todavía”. Supongo que el gran Nick —“Nick” llamaba al cineasta Wim Wenders— debió de pedirle a Gloria Grahame un embuste aún más grande. Pero no hubo trufa capaz de hacerle sobrellevar aquello. Quienes le conocieron en su big time madrileño, veintitantos años después, databan el comienzo de su decadencia en la historia de su exmujer y su hijo.
Todo el mundo puede amar a quien le dé la gana. Nadie lo pone en duda. Pero hasta en Hollywood, donde siempre ha habido mucha más tolerancia en cuestiones sentimentales que en otras latitudes, hubo algo que les chirrió. Demasiado lío por muy grandes que fueran sus tragaderas. Las filmografías de todos los implicados se vieron perjudicadas por aquel escándalo, como las vacaciones de la familia Petróvich se dan por terminadas cuando se hace público el lío del padre con el amor platónico de su hijo.
El gran Nick, que ya arrastraba el sambenito de beber demasiado, con su carrera estadounidense concluida, buscó una nueva oportunidad en España contratado por Samuel Bronston. No fue capaz ni de acabar 55 días en Pekín (1963), la segunda de las dos películas que le trajeron a Madrid. Anthony Ray —veintitrés años tenía cuando se casó con la que fue su madrastra hasta los quince—, prometía como actor en grandes producciones cuando se vio obligado a emplearse como ayudante de dirección y a incorporar a personajes de reparto en producciones televisivas. La suerte que corrió tras el escándalo hizo que, siendo aún una joven promesa, su destino pasase a ser el de las viejas glorías sin tránsito alguno entre las dos condiciones.
Y Gloria, la Gloria a la que tanto amaron padre e hijo, dejó de ser una de las musas más sobresalientes del noir clásico. De protagonizar para Robert Wise la espléndida Apuesta contra el mañana (1960) pasó a incorporar personajes episódicos en teleseries. Aún resplandecía cuando recreó a Molly Hoogan, una cantinera de Pasaje peligroso, un episodio de Daniel Boone dirigido, eso sí, por el gran Nathan Juran, emitido originalmente el quince de enero de 1970.
En lo que a mí respecta —ya dejando a un lado si era el padre o el hijo quien yacía en su cama—, en los albores de mi cinefilia, Gloria Grahame me dejó fascinado en su creación de la Laurel Gray de En un lugar solitario (Nicholas Ray, 1950). Recuerdo a Humphrey Bogart —el guionista Dixon Steele en aquella ocasión—, bebiendo frente a ella hasta medio matarse, en la barra de un bar de aquella cinta. Y lo recuerdo porque luego, cuando yo mismo le daba al frasco, vi a muchos tipos en muchas barras que atendían hermosas camareras, también bebiendo hasta medio matarse por ellas, quienes se dejaban admirar con la misma indolencia.
Hija de un arquitecto y una profesora de interpretación británicos, Gloria Grahame nació en Los Ángeles en 1923. Apenas contaba diecinueve años cuando se dio a conocer como actriz en los escenarios de Chicago. No mucho después, Louis B. Meyer en persona, tras verla en uno de sus trabajos escénicos, la contrataba en exclusiva para la Metro. En la pantalla destacó por primera vez siendo la Violet Beck de ¡Qué bello es vivir! (Frank Capra, 1946). En los catorce años siguientes, habría de colaborar con algunos de los realizadores más prestigiosos del Hollywood clásico. Sólo en 1952 lo hizo con Josef von Sternberg —Una aventura en Macao—, Vincente Minnelli —Cautivos del mal— y Cecil B. DeMille —El mayor espectáculo del mundo—. Pero su suerte estaba echada desde que en el 48 conoció a Nicholas Ray durante el rodaje de Un secreto de mujer. Apenas acabó la filmación se casaba con él. Las separaciones y reconciliaciones del matrimonio fueron constantes. Entre unas y otras tuvieron tiempo de tener un hijo: Timothy Ray, quien desarrolló una fugaz filmografía como primer operador.
Separados definitivamente en el 52, es muy significativo que ése precisamente fuera uno de los años más fructíferos de la actriz, quien en el 54 se casó en terceras nupcias —el primero había sido el actor Stanley Clemens— con el productor Cy Howard. Pero los Ray no habrían de salir de su vida como el resto de sus maridos. Muy por el contrario, se diría que su existencia había quedado marcada por ellos como el rostro de Debby Marsh, su personaje en Los sobornados, cuando le arroja el café hirviendo Vince Stone, el sádico hampón incorporado por Lee Marvin.
Gloria Grahame habría de volver a trabajar con Fritz Lang en el 53, recreando a la Vicki Buckley de Deseos humanos, remake de La bestia humana (Jean Renoir, 1938), el clásico del realismo poético francés basado en la novela homónima de Émile Zola. Como es sabido, la historia contada bajo ese título es la historia de un amor fatal, maldito por el crimen y la locura. En muchos aspectos, fue un presagio del destino que aguardaba a su protagonista. Como también lo fue Karen McIver, su personaje en La tela de araña (Vincente Minnelli, 1955), una de las alienadas que intentan recuperar el equilibrio psicoafectivo en la casa de salud donde está ambientado el filme.
Anthony Ray, su antiguo hijastro, fue el marido que más le duró. Casada con él en 1960, permanecieron unidos hasta el 74. Pero cuando se hizo público su enlace —al principio intentaron esconderlo—, a causa del escándalo, Gloria Grahame estuvo a punto de perder la razón, al igual que la custodia de sus otros hijos.
Ya de antiguo venía teniendo auténticas obsesiones con su belleza. Quienes la besaron ante los tomavistas aseguraban que, bajo su labio superior, Gloria Grahame se colocaba algodones para que su boca resultase más sensual. Después se dijo que, tras someterse a la operación correspondiente, perdió la movilidad en dicho labio.
Tras el escándalo, en busca del sosiego perdido, en 1964, fue sometida a varias sesiones de electroshock. Olvidada por Hollywood, buscó refugio en el teatro y el sustento en la televisión. Fumaba y bebía como en el cine antiguo. Aquejada de un cáncer de mama, desoyó las advertencias de los médicos y siguió trabajando hasta el final. Con la metástasis extendida por todo el cuerpo, murió prematuramente en 1981, baldada por el dolor.
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