En este libro, Aparicio ha reunido obras suyas de diferentes épocas, que, aunque fueron escritas y publicadas en tiempos diferentes, con marcos temporales no sucesivos, se nos aparecen ahora como enlazadas por una misma ley gravitatoria que con toda naturalidad las hace capítulos o partes, cuatro grandes partes, de una misma novela, esa que conduce y desvela el mundo de Lot, en el que bullen personajes, relaciones y conductas que, conexionadas según la convención del paso del tiempo, nos ofrece el transcurso de un abigarrado y significativo panorama individual y social.
Zenda adelanta el prólogo de José María Merino.
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Descifrando la realidad
José María Merino
Antes de comentar este libro me parece obligado referirme a la generación a la que pertenecemos tanto Juan Pedro Aparicio como yo, una generación que, educada en un sistema marcado por las restricciones de todo tipo, desde las políticas, en una dictadura nada benévola, hasta las de mera comunicación, en una sociedad con estricta separación de sexos, pasando por las culturales ––“novelas, no verlas” era uno de los lemas educativos de la época––, tuvo que ordenar su conformación moral y social profunda partiendo de un autodidactismo en el que podían influir las más diversas y azarosas opiniones y doctrinas, desde el marxismo hasta el existencialismo, siempre al margen del agobiante mundo oficial.
Con tales perspectivas, la literatura para algunos de nosotros fue una liberación. Hablo de la literatura “de verdad”, desde los grandes del XIX a los del XX, pues aunque de adolescentes habíamos conocido las “novelas de quiosco” ––esas que ahora se publican encuadernadas en tapa dura y con ínfulas de best-seller–– lo cierto es que nosotros, desde nuestra conciencia de lectores casi clandestinos, sabíamos distinguir muy bien entre la verdadera literatura y la de mero y banal entretenimiento.
Claro que también tuvimos que sufrir algunas imposturas, así la declaración del «realismo social» como la única forma de literatura decente ––en un tiempo en el que la censura eliminaba, en la literatura y en el cine, todo lo que consideraba mínimamente agresivo contra el régimen político o la moral impuesta por la Iglesia–– o, más tarde, cierto “experimentalismo” que llegó a defender “la destrucción del lenguaje”, nada menos, con la aquiescencia entusiasta de ciertos gurús literarios…
Nosotros no considerábamos la literatura a partir de ese tópico del «espejo a lo largo del camino” que popularizó equívocamente el gran Stendhal, sino como un instrumento complejo, alejado de la simplificación, imprescindible para desentrañar la extraña y oscura realidad. Por otra parte, no creíamos que la preocupación “social” tuviera que valorar solamente los sentimientos colectivos o colectivistas y excluir radicalmente las emociones individuales que no tuvieran directa repercusión comunitaria, como nos parecía que se podía “experimentar” de muchas formas, sin que ello tuviera que llevar consigo la “destrucción del lenguaje”, pues el lenguaje era y es, precisamente, el elemento básico del sofisticado aparato que supone la ficción.
En cuanto a la literatura, digamos popular, nos parecía que la pura linealidad del discurso y la falta de ambición verbal podían servir para ciertos entretenimientos, pero que desperdiciaban lastimosamente y sin objeto el patrimonio más valioso de la ficción literaria, tan capaz de ordenar estructuras atractivas, renovadoras del modo de contemplar y considerar la huraña realidad.
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Juan Pedro Aparicio es un escritor polifacético, como ha demostrado con la práctica feliz del artículo periodístico, del ensayo, del libro de viajes, del memorialismo, del cuento, del microrrelato ––que él ha denominado cuento cuántico tras formular una interesante teoría sobre el género–– y de la novela. En este sentido, creo que La novela de Lot, que ahora comento, aparte de mantener vigorosa y atractivamente vigentes todos los elementos de su específico mundo imaginario, es un magnífico ejemplo de esos ideales literarios a los que me he referido.
Antes de entrar a valorar otras cosas, en La novela de Lot destaca la coherencia. En este libro, Aparicio ha reunido obras suyas de diferentes épocas, que, aunque fueron escritas y publicadas en tiempos diferentes, con marcos temporales no sucesivos, se nos aparecen ahora como enlazadas por una misma ley gravitatoria que con toda naturalidad las hace capítulos o partes, cuatro grandes partes, de una misma novela, esa que conduce y desvela el mundo de Lot, en el que bullen personajes, relaciones y conductas que, conexionadas según la convención del paso del tiempo, nos ofrece el transcurso de un abigarrado y significativo panorama individual y social.
El referente histórico comienza con la guerra civil del siglo XX (libro primero), al que sigue la perspectiva del franquismo en los llamados “25 años de paz” (libro segundo) y continúa con los primeros años de la democracia restaurada por la constitución de 1978 (libro tercero), todo lo cual viene a diluirse en el libro cuarto, que se sitúa en un espacio atemporal y misterioso, en el que todas las simbologías de los libros anteriores confluyen.
El libro primero, La forma de la noche, está dividido a su vez en dos partes. La primera, más extensa, acontece en los tiempos de la guerra civil, en el llamado “Frente Norte”, durante los meses en que se mantenía el “cerco de Oviedo”, ciudad en la que permanecía el coronel Aranda como jefe de los sublevados, sitiada por las milicias republicanas, constituidas principalmente por mineros. El cerco y el progresivo acercamiento de otras fuerzas sublevadas procedentes de Galicia, van matizando el escenario dramático de la trama, en cuyo arranque tiene especial importancia el accidente de un vehículo circense que transportaba tigres, que por tal causa quedan liberados, sirviendo de base a rumores entre los sitiadores y a un juego metafórico en la elaboración del texto. La segunda parte, más breve, transcurre en la ciudad de Lot, al otro lado de la cordillera, en los primeros años de la posguerra, mientras se lleva a cabo la sangrienta represión de los vencidos.
Hay que destacar, como en todas las piezas del conjunto, la atmósfera conseguida por el autor. A lo largo de los treinta y seis fragmentos que componen la primera parte, las vicisitudes del frente, el mundo físico y moral de los sitiadores, que se va nutriendo de gentes venidas de otros lugares, sus inquietudes, debates, algazaras y desdichas, huidas, encuentros y desencuentros, fidelidades y disimulos, está desarrollado con maestría, y la mirada “realista” no excluye ciertos guiños, metaliterarios o fabulosos. Un asunto decisivo dentro de la trama será cierta sustitución de personajes, que convertirá a un franquista emboscado en un héroe republicano. Por otra parte, los sucesivos fragmentos se organizan como un gigantesco caleidoscopio, que nos va dando distintas construcciones de comportamientos y actitudes del rico mundo humano. En la segunda parte, dividida en diez fragmentos, los tiempos de la inmediata posguerra, también desarrollados mediante diversas facetas, nos darán imágenes tanto exteriores ––del panorama social––, como interiores ––de los sueños, expectativas y nostalgias de algún personaje––.
En el elenco humano aludido destacan el futbolista Chacho ––Juan Ignacio Prada––, que ha venido de Lot para luchar con los mineros a favor de la República, y Blanca Pérez Ansa, esposa de Chencho ––Orencio Mosácula––, matrimonio importante y adinerado que vive las ocultaciones y fingimientos de las circunstancias. Con ellos están, entre otros, el dibujante para la prensa Pedro Forfontia, Nata, la criada de la familia Pérez Ansa, el mutilado Mamel, el Riberano, el joven radical Serapio, el camarada Colloto, que recluta gente para misiones peligrosas, el capitán Maldonado, o de la otra parte, el alférez Arturo Bienzobas, el falangista Goy o Enrique de las Alas, quien cobrará muy significativa importancia en el libro tercero…
El libro segundo, El año del francés, está dividido en treinta y un fragmentos que nos van ofreciendo la vida en la ciudad de Lot en los años del “desarrollismo” franquista, cuando la falta de libertad, la represión sexual y la hipocresía son signos característicos. La atmósfera de este ambiente sórdido ––que podía quedar simbolizado en el arranque de un texto escrito por un poeta local: “Corrían tiempos oscuros en la puta ciudad”–– está también magníficamente elaborada mediante la técnica fragmentaria, que organiza, a través de sucesivas facetas, una trama de encuentros y disimulos en la que tiene especial importancia la llegada a la ciudad de Lot de un francés que, aparte de lanzarse en paracaídas desde uno de los edificios más altos, escala la parte prominente de la catedral hasta su cúspide. En la trama tienen mucha relevancia las chicas francesas que vienen al curso de verano, y que ayudan a paliar la represión sexual, y un juego metaliterario que relaciona a un pretendido abad autor de un libro con un judío de nombre similar que podría haber sido el verdadero autor. En el juego de los comportamientos destacan, finamente presentadas, las obsesiones amorosas, los desengaños y hasta las venganzas, y el planteamiento de sustituciones que falsifican la realidad, además de la reaparición de ciertos personajes, cuyo comportamiento entre desarraigado y oportunista, en medio de una mediocridad cubierta de oropel, encuentra su razón de ser, o su sinrazón, en aquellas raíces que vimos surgir en el libro primero con la victoria de las armas franquistas
Por otra parte, los personajes están también eficazmente construidos y desarrollados, empezando por el misterioso paracaidista y escalador, Viollet-le Duc, el oscuro y frustrado poeta Álvaro Zarandona, que trabaja en una mercería familiar, Suero, escritor joven pero ya famoso y traducido, Valenty, la chica más atractiva de la ciudad, hija de Pedro Ochoa, presidente de la diputación, el padre Aulestia, y algunos golfos como Mariano el Andanas, hijo de la regente de un prostíbulo, o el Gicho, con otros jóvenes enardecidos como Belarmo, Falo, Tito, Tato, Doro… el pintor Vigil, o el ahora comisario Bienzobas, al que conocimos de alférez provisional en el libro primero, obsesionado por las formas de Charo, la empleada del ambigú de un cine ––en la trama hay significativas referencias a películas–– o el misterioso y metaliterario Reparador de Injusticias, que con al abad David, David Habad y Alfonsín Bermúdez urden una historia paralela…
El libro tercero, Retratos de ambigú, se desarrolla en los años 80, cuando la democracia ha vuelto a instaurarse en España. Un ambiente de corrupción e irresponsabilidad pública, también muy bien compuesto y visto con sólida ironía, va impregnando las historias que dan unidad al conjunto a través de una trama en la que se juega con tres aspectos fundamentales: las repercusiones políticas de un disparatado viaje a la Argentina por parte de una nutridísima representación municipal, las inspecciones sanitarias de los establecimientos de ciertas industrias alimentarias por parte de un, en principio, probo funcionario, y un accidente de circulación en el que un niño es atropellado. Como en las anteriores, la atmósfera de la ciudad está bien perfilada, y se incide en muchos aspectos que muestran un panorama social poco estimulante.
La estructura en doce capítulos, que suelen tener títulos relacionados con los personajes ––“Blanca Pérez Ansa”, “Don Enrique”, “El viejo combatiente”, “El alcalde Polvorinos”…–– va recuperando el recuerdo de la Blanca Pérez Ansa del primer libro, con algunos de los descendientes de Orencio Mosácula, y reconstruye la memoria misteriosa de aquel famoso futbolista y héroe de la guerra civil que fue Chacho ––Juan Ignacio Prada––, además de reencontrar al Riberano. Aparte de ello, conoceremos cuál ha sido el futuro del joven y amargado poeta llamado Álvaro Zarandona, y tendremos noticia de otros personajes, como el inspector sanitario Vidal y algunas compañeras suyas ––María Dalia y Laura––, el citado alcalde Polvorinos, el doctor Antonio Iturmendi, alias Tonchi, el concejal Jaime Gutiérrez, y conoceremos, entre otros, al inspector de policía Gonzalo Malo Malvido, que posteriormente será protagonista de dos novelas policíacas de Aparicio. También tendremos acceso a algún local, como La Charca, que conserva una colección numerosa de retratos de personajes de la ciudad, que servirán para ordenar una exposición. Y descubriremos el alcance de la soterrada villanía de Enrique de las Alas, senador por designación real en las primeras cortes de la Transición.
El libro cuarto y último del ciclo es El viajero de Leicester. Seguimos en la ciudad de Lot, pero, como señalé en otra parte, “una Lot que no pertenece al ámbito iluminado por el “Sol vivo” ––aludiendo a la cita de Swedenborg con la que arrancaba la novela: Sin dos soles, el uno vivo y el otro muerto, no habría creación––. “Los personajes…se mueven bajo el “sol muerto” en esa Lot de sombra que acompaña irremediablemente a la otra, un espacio invisible e intangible donde permanecen las ausencias definitivas, los sueños de imposible cumplimiento de los muertos, de quienes el autor ha imaginado que solamente la memoria sobrevive y fluctúa, aparece y se borra, intermitentemente, en quienes los evocan”. Ordenada en veinte fragmentos, se desarrolla pues en un espacio extraño en el que la escenografía tiene mucho protagonismo un personaje no humano, que es la luz, una iluminación cárdena, inclemente, que les da a los lugares y a los sucesos aire de permanente alucinación”. Una alucinación que cobra singulares resonancias en la procesión de Breogán, del mar Caído al mar Levantado.
El personaje central de este libro es el ya conocido Vidal del libro tercero, inspector sanitario, que conoce a una joven llamada Cristina y, tras un encuentro, la pierde y la busca a través de “un terrible espacio fronterizo” ––sigo citándome–– “que no se puede volver a cruzar pero donde las almas se ven sujetas por el amor y el recuerdo de los vivos,… (y donde)… hay quienes sienten la amargura de lo que nunca pudieron llegar a ser. Por eso en la novela los niños tienen tanto y tan feroz protagonismo”. En efecto, un protagonista importante del texto está constituido por un grupo de niños, los okupas de la noche, acosadores, agresivos hasta el asesinato, entre ellos el tremendo Dani, con otros personajes como la niña Rosa, el niño Julián, don Millán, profesor de primaria, el camarero del Central Honorino, el evanescente Arturo, el extraño Viranda, el espectro de Orencio Mosácula, y personajes históricos reales, como Guzmán o el Rey.
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Más allá de las referencias históricas o míticas, La novela de Lot ofrece muchas e interesantes perspectivas narrativas y estéticas. Los tres primeros libros responden, como acabo de señalar, a una delimitación temporal reconocible, y el último habría que clasificarlo en cierto estadio difuso, acaso distópico, futurista, pero predomina en todos ellos un discurso que anota e ilumina una realidad identificable.
Ahora bien, y esto me interesa destacarlo, el realismo utilizado por Aparicio no corresponde en absoluto a esa perspectiva comúnmente llamada “realista” en la que se reproducen, casi a modo de crónica, los episodios de la cotidiana realidad. Aquí hay algo más, como así ha sido visto por los estudiosos y críticos más perspicaces. En este caso se trata de un realismo que, en los tres primeros libros, está impregnado de lo que me atreveré a llamar neoexpresionismo, por el énfasis significativo con que están tratados escenarios y personajes, y por la propia elaboración formal.
Hablé, a modo de ejemplo, de ciertos “guiños” en el libro primero, La forma de la noche. Citaré ese funeral en el que los discursos de la autoridad militar transcriben con naturalidad, para caracterizar de un modo peculiar las intervenciones oratorias, fragmentos de El libro del desasosiego de Pessoa, sin nombrarlo. Pero en toda la obra, tanto en el juego de sustituciones de Orencio Mosácula como en esa especie de “flujos de conciencia” de Blanca en la segunda parte del libro, el indudable realismo está potenciado expresivamente por una voluntad de darle a la mirada narrativa un tinte singular.
En el libro se conjugan con acierto la reconstrucción verosímil de la atmósfera bélica correspondiente al momento histórico que se evoca, los comportamientos diversos de los personajes, y la puntual intriga ante determinados sucesos, a los que impregnan de un aire especialmente misterioso los supuestos tigres que deambulan por los espacios del frente.
La complejidad del proyecto, el juego de la perspectiva realista potenciada por una voluntad de ahondar en determinados énfasis expresivos, se hace muy evidente en el libro segundo, El año del francés, hasta alcanzar a menudo la dimensión esperpéntica, sin por ello limitar la verosimilitud. Desde el arranque, en que Mariano el Andanas acosa secretamente de forma pintoresca a Valenty ––aunque su acoso lo convertirá en un curioso salvador de la joven––, abundan las escenas perfiladas con una voluntad grotesca. A esto se une el juego metaliterario, hasta el punto de que El libro de los grillos del alma, del abad David/David Habad llega a entrar en el discurso de la novela, mediante la alusión a determinado manuscrito, para potenciar, entre otras cosas, los pensamientos y las acciones tanto del oscuro poeta Zarandona como del supuesto francés Viollet-le-Duc.
El juego metaliterario alcanza precisamente un nivel importante de incrustación en el desarrollo novelesco en el libro tercero, Retratos de ambigú, cuando sabemos que Jaime Gutiérrez, el concejal que no ha regresado de la Argentina, está escribiendo la novela que tenemos en las manos, sin que la obra pierda su voluntad de reflejo esperpéntico de una realidad caracterizada por comportamientos que marcan turbios intereses y siniestras traiciones.
Por último, El viajero de Leicester, libro cuarto, sin perder el particular realismo del conjunto, entra directamente en una perspectiva que denominaré post-surrealista, muy cercana lo fantástico e incluso a lo terrorífico, y cierra la visión de la realidad oscura que han manifestado las anteriores novelas, con lo que resulta sin lugar a dudas la extinción de Lot. O, cuando menos, el adiós acaso definitivo del autor a ese concreto mundo narrativo, al que parece haber echado el cierre con un viaje al Otro Lado, a modo de colofón que, con el aura negra de todo holocausto, se presenta sin embargo lleno de la luz que le da una intriga con hechuras de novela fantástica.
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Y debemos preguntarnos: ¿a qué espacio se refiere Aparicio mediante ese topónimo de Lot?
El hecho de que sea una capital al otro lado de la cordillera y al sur de Oviedo podría hacernos pensar que se trata de León, y sin duda, tanto en las referencias a lugares, bares, plazas, calles… hay coincidencias, como en determinadas formas de expresarse algunos personajes. Pero reducir la ciudad de Lot a una especie de símbolo de León sería desconocer la voluntad de la ejecución de la obra, que es evidente en su resultado, pues el Lot de Aparicio, mucho más allá de León, se convierte en un símbolo de lo que fue España desde los tiempos de la guerra fratricida a las postrimerías de la llamada “transición democrática”.
El juego de apariencias, de falsedades, de disimulos, muestra los perfiles de una sociedad incapaz de integrarse en un proyecto común medianamente armónico. El determinismo fatal de algunas conductas, la irracionalidad de ciertas tradiciones, el ahogo de los espacios intelectualmente cerrados que se incorporan a la novela tienen un alcance simbólico innegable. ¿No son las calderas de Breogán como nuestras procesiones de Semana Santa? ¿y no podrían ser los niños asesinos y vengadores del último libro, los que persiguen a los Guzmanes para matarlos, el negativo ––y también el resultado–– de aquellos otros que crecieron en la represión franquista del libro primero?
Desde una mirada nada complaciente, e incluso premonitoria de lo que ha resultado la salvaje avalancha de la corrupción, La novela de Lot habla de este país y de lo que somos, con propósito de desciframiento, cumpliendo de tal modo, con rigor y eficacia, la fundamental misión del género novelesco. Y al citado propósito de desciframiento podríamos añadir con naturalidad una condición de parábola, que convertiría ese Lot ficcional en cierto reflejo mítico del país y hasta del mundo que vivimos.
21 de enero de 2022
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Autor: Juan Pedro Aparicio. Título: La novela de Lot. Editorial: Eolas. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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