La mentira es como el fuego en un incendio; es un ser vivo que respira, come y odia y no sigue las leyes de la física, como explica Robert de Niro en Llamaradas. El fuego, igual que la mentira, es un “animal” y, para vencerlo, hay que pensar como él. Robert Feldman, profesor de Psicología y Ciencias del Cerebro de la Universidad de Massachusetts, descubrió que la mayoría de las personas mienten unas tres veces en una conversación de diez minutos con un desconocido. Y en menos de tres minutos, las llamas son capaces de destruir una habitación de diez metros cuadrados. “La mentira es tan antigua como nosotros mismos”, escribe Marta Fernández (Madrid, 1973) para abrir La mentira (Harper Collins, 2022), una “colección” de capítulos protagonizados por históricos profesionales del embuste y sus respectivos engañados. Fernández prosigue: “Está en el corazón de eso que llamamos humanidad. Estaba ya presente en los primeros relatos. Aquellos de los cazadores remotamente humanos que narraban sus hazañas frente a animales desproporcionados, que por entonces ni siquiera tenían el nombre de mamuts. No nos cuesta imaginarlos sentados alrededor del fuego”.
En el 1912, el bar del hotel The Westin Palace, un lunes al medio día es un jueves por la noche. Están los que hacen una videollamada con el portátil, otros que andan firmando papeles, y están los que esperan y desesperan. Sobre la moqueta, conversaciones cruzadas. Y sabiendo lo que el profesor Feldman enseña, se podía echar la cuenta de cuánto ha mentido cada interlocutor a lo largo del tiempo que lleva reunido. De hecho, si la duración de la siguiente entrevista con Marta Fernández en el bar 1912 fue de 35 minutos, la periodista y escritora —siguiendo la teoría de Robert Feldman— ha podido mentir aproximadamente nueve veces y media a lo largo de esta conversación. Nadie conoce al “animal” como Marta.
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—¿Qué sería del periodismo sin la mentira?
—El periodismo no sería posible sin la mentira. En el buen y en el mal sentido. En el bueno porque se supone que los periodistas estamos ahí para encontrar la verdad y para deshacernos de las mentiras, pero, por otra parte, porque la mentira ha construido grandes historias periodísticas. De hecho, en el libro hay una gran historia periodística alrededor de los diarios de Hitler que es el mejor ejemplo de “no dejes que la realidad te estropee una buena noticia”. Hombre, si somos bien pensados, nuestra finalidad en este mundo es encontrar la verdad, lo que pasa es que como somos seres imperfectos, no sólo mezquinos, en algunas ocasiones encontrar la verdad no es fácil y, a veces, la mentira es tan atrayente que nos seduce más que la verdad.
—Recuerdo una entrevista de Pedro Piqueras en la que decía que había gente que daba por hecho que la verdad no importaba. ¿Por qué crees que hay gente que piensa que la verdad no importa?
—Es llamativo porque, escribiendo este libro, he leído bastantes documentos acerca de cómo era la verdad en los periódicos del siglo XIX y por qué se podían producir aquellos grandes bulos y, por qué, en los periódicos, se podían dar aquellas mezclas de noticias con novelas seriadas o con ficciones y la base de eso es que la verdad no importaba. La prensa de a penique tiene su gran boom en aquella época porque la sociedad está más alfabetizada y comienza a leer, los periódicos lo que le daban importancia era al entretenimiento de los ciudadanos y lo que me llama la atención de todo esto es que creo que tanto tiempo después, muchos medios de comunicación han dejado de sacralizar la verdad, precisamente, para buscar el entretenimiento, como hacían los periódicos de a penique de aquella época. La diferencia es que los periódicos de a penique decían que no sacralizaban la verdad y que lo que vendían era el entretenimiento para aquellas personas que estaban buscándolo, en ese nuevo gozo de la lectura que acababan de adquirir y que ahora hay muchos medios que no lo hacen y que venden entretenimiento por otra causa y lo visten de verdad. El problema está en vestir de verdad algo que no lo es. Hay muchos medios que piensan que la verdad no importa pero es que realmente, si lo pensamos, creo que todos caemos en eso de que la verdad no importa. Basta con abrir Instagram para darnos cuenta de que la verdad no importa y que a nadie le importa la verdad. Lo que importa es el filtro y cómo luce esa realidad manipulada que nosotros mismos vendemos.
—Como le dicen a P.T. Barnum, y cuentas en La mentira, “nada ayuda más a un hombre del espectáculo que la tinta y la imprenta”.
—Totalmente. Es que Barnum es un personaje que ha configurado el presente tal y como lo conocemos. No sólo porque él es el inventor del showbusiness tal y como lo conocemos y del entretenimiento, sino porque creo que también es el inventor del marketing. Barnum en aquellos primeros años, en las primeras décadas del siglo XIX, la tinta, la imprenta y vender tus noticias en la prensa sin que se sepa que eres tú el que lo está vendiendo, es importante para el éxito. Además del marketing, inventó la filtración interesada a los medios de comunicación. Después de eso ya nos hemos sofisticado mucho más.
—¿Queremos saber la verdad?
—Yo creo que no queremos saber la verdad. Lo que pasa es que la educación que nos han dado desde pequeños nos lleva a creer que queremos saber la verdad y nos lleva a sacralizar la verdad y nos lleva a bendecir la verdad sobre todas las cosas. Pero es muy curioso porque ya desde pequeños vivimos en una paradoja; nuestros padres nos dicen que no se puede mentir pero nos están llenando el mundo de mentiras: mentiras sobre las hadas, sobre los Ratoncitos Pérez o nos hacen mentir, por ejemplo, al besar a esa tía que todos sabemos que es una pesada.
—Pero los niños no tienen filtro…
—No tienen filtro y terminan diciendo la verdad. Hay un momento de la infancia en que te llevas una bronca por haber dicho la verdad, por haberle dicho a tu tía que es una pesada y que no quieres darle un beso cuando sabes que eso es lo que dicen tus padres en casa todo el rato.
—Robert Feldman, profesor de psicología en la Universidad de Massachussets, descubrió que la mayoría de las personas mienten al menos tres veces en una conversación de diez minutos con un desconocido.
—Esto es fascinante porque lo hacemos sin darnos cuenta y lo hacemos por agradar al otro. Los que mienten tres veces en diez minutos son los normales, luego están ya los mentirosos muy virtuosos del asunto que pueden llegar a mentir diez o quince veces. Lo que descubre Robert Feldman es que lo hacemos sin que la otra persona nos interese. No es que lo hagamos porque queremos conseguir un trabajo o para que la otra persona se enamore de nosotros o porque queremos venderle algo, lo hacemos naturalmente. Y si lo pensamos, todos lo hemos hecho en alguna ocasión. Lo hacemos todos y, si recapacitamos, lo hacemos con personas que no nos importan y con las que no nos vamos a volver a encontrar nunca.
—¿Todo esto por supervivencia?
—Es un gran mecanismo social la mentira. Sin la mentira, la sociedad no existiría, y no sólo no existiría, sino que yo creo que sería bastante peor. Un día, con [Juan Luis] Arsuaga, hablábamos de esto y yo le preguntaba cuando estaba escribiendo el libro y él me decía: “Hay un giro que todavía es mucho más interesante y es que hay otros animales y algunos de nuestros antepasados antes del Sapiens que ya mentían, pero nosotros hacemos algo que ellos no hacían y es mentirnos a nosotros mismos”. Y nos mentimos a nosotros mismos por dos razones: la principal es la esperanza, que es una forma de mentira, de que todo va a ir a mejor. Cuando nos levantamos a las seis de la mañana y tenemos un lunes horrible por delante, lo que pensamos es: “¡Qué día más bueno va a ser! Ya verás, no te va a costar levantarte de la cama”. Y si no, probablemente, no nos levantaríamos. Pero también lo hacemos por otra causa, porque si nos mentimos bien a nosotros mismos, somos más capaces de mentir a los otros con credibilidad, con aplomo y con seguridad.
—¿Por lo tanto, la religión es una forma de mentira?
—Esto me recuerda a lo de San Manuel Bueno, mártir [de Miguel de Unamuno], que sufría este dolor de tener una duda sobre la fe. Leyéndolo, lo que te planteas es que es mucho mejor creer en una salvación y mucho mejor creer en un paraíso y esto hace que la vida sea mucho menos dolorosa. Efectivamente, en la religión como en cualquier otro tipo de fe, esa mentira o esa ilusión o ese matrix, hace que la vida sea más llevadera, pero hablamos de religión y hablamos de tantas otras cosas en las que creemos diariamente. El amor es una forma de mentira que hace que la vida sea más llevadera y tenga más esperanza y nos acercamos a ella como si de verdad existiera, cuando somos nosotros, muchas veces, los que ponemos los dones a la otra persona.
—¿Porque queremos que nos mientan?
—Por supuesto que queremos que nos mientan. Es como lo de Johnny Guitar: “Dime que me has esperado todos estos años, dime que te habrías muerto si yo no hubiera vuelto”. Pues claro que queremos que nos mientan y reclamamos que nos mientan y que nos escondan la verdad, pero luego nos enfadamos muchísimo cuando nos esconden esas otras verdades que pueden ser dolorosas.
—¿Somos mentirosos selectivos?
—Lo somos y somos crédulos menos selectivos. Tendemos a creernos casi todo. Hay razones psicológicas, como el sesgo de confirmación. Si no nos creyéramos las cosas no podríamos salir de casa, básicamente. Pero hay cierto placer en la credulidad. En creer esas historias que te cuentan que son absolutamente asombrosas y que normalmente están mejor hiladas, mejor contadas y mejor dispuestas que las de verdad. Pero sí, somos mentirosos selectivos y también somos mentirosos inconscientes muchas veces. No somos como ese personaje del libro que dice “nunca mentimos por equivocación”. No muchas veces mentimos por equivocación.
—¿Eres crédula? ¿Escéptica?
—Yo creo que soy bastante escéptica, por eso me fascinan tanto los impostores, porque retan mi escepticismo natural. Eso ha sido un obstáculo para escribir este libro porque cuando buscaba alguna de las historias decía: “no, esto no pudo pasar”. No puede ser, por ejemplo, en el caso de Barnum, que el periodista que escribió el famoso bulo de la Luna estuviera infiltrado como ayudante del cirujano que hacía la autopsia de Joice Heth. Esto me obligaba a buscar otras fuentes, lo que pasa es que probablemente soy menos escéptica de lo que creo. Tiendo a poner en cuarentena las cosas que me dicen, las cosas que veo o las noticias que aparecen y tiendo a intentar reafirmarlas. Puede ser una deformación periodística, pero creo que lo he tenido desde niña.
—¿Por qué vivir en la realidad cuando podemos vivir en una ficción, como dices en tu anterior libro No te enamores de cobardes?
—Muchas veces, vivir en una ficción es mucho mejor, por eso nos gusta la literatura. Por eso nos gusta el cine, por eso nos gustan los musicales y no nos sorprende que, de repente, los personajes se pongan a cantar en medio de una calle y nos parece tan normal, porque aceptamos la convención o por eso nos sigue gustando un drama griego clásico y no nos importaría verlo representado con coturnos, por eso nos gustan los mitos y por eso los mitos son tan duraderos en toda la humanidad, porque las ficciones son, a veces, mucho mejor que la realidad y por eso nos gusta escribir también, porque así podemos moldear la realidad como nosotros queremos y poner las dosis de realidad juntas. Yendo más allá, ¿quién nos dice que vivimos en la realidad? A lo mejor vivimos en la ficción y no nos estamos dando cuenta.
—Me fascina el capítulo de Orson Welles y La guerra de los mundos. No por la historia en sí, sino por lo que cuentas tú, porque en realidad lo escucharon cuatro gatos, aunque parece que lo escuchó todo Estados Unidos…
—La historia que nos han contado sobre La guerra de los mundos y la historia que pervivió después de aquella legendaria retransmisión fue que todo Estados Unidos entró en pánico y esto es lo que yo había creído durante muchísimo tiempo, que la pregunta en los últimos años treinta y cuarenta era “¿dónde estabas el día que en la radio ponían La guerra de los mundos?”. Pero resulta que estudios posteriores, estudios muy exhaustivos, recogen que en aquella época, a finales de los años treinta, se estaba produciendo una guerra de poder entre la radio, que era un medio emergente, gratuito, y se supone que para las grandes masas de oyentes, para las grandes masas ciudadanas y la prensa tradicional, que era más elitista, y para gente con más cultura y demás. Entonces, la prensa aprovechó la retransmisión para contar que, claro, como la gente que escuchaba la radio era tan inculta, habían escuchado la historia y se habían creído que aquello era verdad y se habían lanzado a la calle aterrorizados. Lo que sucedió es que hubo escenas de pánico y hubo gente que se lo creyó, pero el programa de Orson Welles, lo escuchaba alrededor de un tres por ciento, porque la gente escuchaba a un ventrílocuo por la radio.
—¿Cómo es posible que tanta gente caiga en una mentira?
—Es posible porque, a veces, queremos creer. Es como la cita que aparece al principio del libro: “el mundo quiere ser engañado, luego engañémosle”. Nos gusta creer, por eso caemos en una mentira y por eso los reality shows durante determinado tiempo tuvieron tanto predicamento. Por ejemplo, en la televisión, todo el mundo sabía que eso es mentira y que lo que allí sucedía estaba mediatizado por unas cámaras y por unos personajes que van. Por eso a la gente le gustan las revistas del corazón, porque sabe que todo ese lujo es mentira, pero las sigue comprando.
—Estaba pensando en un caso un poco vulgar pero muy típico, que es el tema de Ricky Martin, la niña, el perro y el tarro de mermelada en Sorpresa ¡Sorpresa! No existía internet y todo el mundo conocía a un primo que tenía la cinta grabada pero ni Dios vio el vídeo.
—El momento no existe pero da igual. Todo el mundo creía y todo el mundo además conocía a alguien que, efectivamente, lo había grabado. Es un ejemplo de cómo la viralidad tampoco es un asunto de nuestros días; existe previamente a internet. Es lo que antes se llamaba una leyenda urbana.
—Hay una frase de Thomas Pynchon en El arcoiris de la gravedad que dice: “Si ellos logran que hagas las preguntas equivocadas, no tienen que preocuparse por las respuestas”.
—Efectivamente. ¡Qué gracia! En todas las entradillas que hacía en Las mañanas de Cuatro, iba un título o una frase de una novela de Thomas Pynchon, pero por supuesto nadie se dio cuenta, y la última frase que usé para despedir el programa, que era mi despedida ya para siempre de ese programa, era ésta. Y es verdad, claro. Y deberíamos aplicárnoslas los periodistas porque si hacemos las preguntas que no son las adecuadas y no ponemos el foco en lo adecuado y no ponemos en marcha nuestro escepticismo y nuestra incredulidad, entonces las respuestas dan igual y los periodistas muchas veces pecamos de esto. Estoy acordándome de la mítica rueda de prensa de María Dolores de Cospedal sobre el despido en diferido de Luis Bárcenas. Todos empezamos a preguntar sobre el despido en diferido y el asunto no era ése, sino si Bárcenas había seguido colaborando, trabajando con despacho y con entrada al parking de la sede del P.P. en la calle Génova. Y dejamos de preguntárselo. Y sólo preguntábamos por el galimatías de la rueda de prensa de Cospedal y por el despido en diferido de Bárcenas porque nos hacía muchísima gracia y es un ejemplo perfecto de que no estábamos haciendo las preguntas adecuadas.
—¿Te desilusionaste de la tele?
—No sé si me desilusioné yo de la tele o ella se desilusionó de mí, pero en el caso, se nos rompió el amor de tanto usarlo.
—¿Cuántos años llevabas?
—23 años. Un amor muy largo, bastante duradero. En más de dos décadas que estuve en la televisión, la televisión cambió bastante y, yo que soy un poco Diógenes para los papeles, los cuadernos y demás, siempre apuntaba los temas de las reuniones de redacción en libretas y las guardaba (no preguntes por qué). Si comparas las libretas de los últimos años en los que estuve en la tele con las primeras, te recorre un escalofrío en la espalda, porque en mis primeros años en la tele, cuando empecé a hacer información generalista —empecé haciendo deportes y luego cultura o al revés—, no tenía nada que ver. Un tema que era de apertura en el año 98 o 99 era un tema que en el año 2016 tenías que justificar por qué tenía que ir en un informativo, y era muy agotador, porque el problema es que los informativos en televisión, y probablemente no solo los informativos, fueron subestimando al espectador cada vez y, entonces, en vez de hacer un trabajo para hacer la información complicada interesante, que creo que es lo que tenemos que hacer los periodistas todo el rato, fueron haciendo informativos de gatitos y de YouTube y de noticias que no eran noticias. Subestimar a los espectadores significa insultar su inteligencia y terminan abandonando la televisión, que es lo que está ocurriendo; cada vez menos gente ve la televisión o se informa por la televisión. Hacer un informativo no es hacer un informativo de vídeos de YouTube, esos ya los verán en sus redes sociales o en base a lo que es trending topic en Twitter.
—¿Cómo ves los informativos ahora?
—Cuando veo los informativos, los veo gritando porque quiero cambiar la escaleta o contar otras cosas. Como soy muy snob veo la CNN o la BBC. Me parece mucho más divertido. Y así vivo en esa mentira de que estoy en un país anglosajón y no en el país que vivo.
—Te autoengañas.
—Me autoengaño, veo la NPR, escucho la CNN… Pretendo que vivo en Nueva York cuando realmente vivo en Madrid. Venimos a un bar inglés… ¿ves?
—¿Por qué no vivir en Nueva York?
—Porque no es un asunto fácil.
—Entiendo que te lo has planteado.
—Sí, sí. Pero nunca he sido capaz.
—¿Los telediarios de ahora, desde el punto de vista del espectador, nos hacen dudar más?
—No lo sé, porque ahí se produce una paradoja, como lo de los políticos. La gente dice: “Bueno, es que yo lo veo en el telediario y no me lo creo”, pero luego salen con las noticias de grandes lluvias o de grandes nevadas: “No se recuerda una lluvia como ésta desde que hay registros”. ¡Dios mío, no se recuerda ninguna lluvia como ésta desde que hay registros! Nos lo creemos a pies juntillas y nos cuentan cosas que nos seguimos creyendo. Incluso cuando sabemos que están estirando la información para que sigamos pendientes. Creo que hay una parte racional de nosotros que se da cuenta de que están estirando esa información y que no es posible que esa información sea así y que hay un cierto tipo de maquillaje sobre esa información, pero nos lo seguimos creyendo porque nos gusta creérnoslo.
—En cierta cabecera de prensa escrita te dijeron que los periodistas de tele no sois periodistas.
—Pensé: “pues seremos ranas, a ver si alguien nos da un beso y nos convertimos en periodistas legitimados”.
—El otro día escuché a alguien decir que una excusa se parece mucho a una mentira. ¿Por qué?
—Sí, porque una excusa —primero— tiene que estar bien construida. Y, segundo, no suele ser verdad. Es otra de esas mentiras, las hay muy banales que usamos todos los días: “Perdona, he llegado tarde porque había un atasco”. Has venido andando, cariño, te da igual que hubiera un atasco. No recuerdo quién dijo una vez que la mejor excusa, la que mejor funciona, es la más abigarrada y la menos esperada, como “perdona, he llegado tarde pero es que he venido andando y había un enjambre de abejas en la Plaza Mayor y, no sé, debía de haber una feria de apicultores o algo y se ha llenado la Plaza Mayor de abejas y no he podido llegar a tiempo a la entrevista”. El otro diría: “¡Madre mía! ¿Qué ha sucedido?”. Y entonces tú ya se lo adornas: “Bueno, bueno, pues te lo voy a contar…”. Y el otro ya se queda contento con el enjambre de abejas. Se lo cuenta otra persona y termina siendo como lo de Ricky Martin.
—¿Cuál ha sido tu mayor mentira?
—Alguna que te he dicho en esta entrevista, probablemente (risas).
—¿En serio?
—A lo mejor.
—No puedes mentir, eres periodista.
—No puedo mentir, soy periodista (risas). Como esto que decía Mark Twain y lo de que George Washington nunca mentía. Twain contaba: “Yo soy superior a George Washington porque yo sí puedo mentir y aún así digo la verdad”.
—¿Sin aviso no hay engaño?
—Yo creo que hay engaño siempre y que, incluso, cuando estamos avisados del engaño, preferimos quedarnos con el engaño y además creo que hay un mecanismo bastante sofisticado en el engaño, en el que avisas que vas a engañar; tienes al engañado en aviso y aún así, cae. Que en el fondo es lo que hacen los magos: sabemos que nos van a hacer un truco, miramos dónde está el truco y aún así terminamos cayendo en el truco porque si el engaño es bueno, no hay aviso que lo desactive.
Muy bien la entrevista a esta mujer que no tiene nombre y apellido sonoro y que por lo tanto necesita trabajar, hacerlo bien para tener reconocimiento. No como otras que ya con el sonoro nombrecito lo tienen todo hecho. Sean escrritoras, periodistas o influencers. Si tienes un nombre sonoro, especial y diferente, cualquier cosa que escribas o que hagas, tendrá resonancia y reconocimiento social.
Me ha gustado que no se nombre en la entrevista a la tan manoseada posverdad y que se llamen a las cosas por su nombre: verdad, mentira. Me ha parecido una mujer y un entrevistador alejados del relativismo y cercanos a la condición humana. Las cosas, por su nombre. Bastante infrecuente.
Si yo hubiera podido le hubiera preguntado su opinión sobre las fáctorías de «relatos» existentes y su influencia en el periodismo actual. Como y por qué los periodistas se dejan embaucar por ellos.También por la conquista del periodismo, hasta casi desaparecer, por la política. Por último, le preguntaría por qué ese auge, que lo inunda todo, en el periodismo, del influencerismo y que los medios les hagan tan lastimosamente el juego a estos vividores del cuento.
Saludos.
No creo que a nadie le guste que le mientan. Lo que ocurre es que no soportamos la verdad cuando nos parece dura. Por eso no se habla de muchas cosas importantes y las personas solemos estar siempre hablando de superficialidades. Por eso triunfa el cotilleo y languidece la filosofía, por poner un ejemplo. Parece que la realidad tiene más capas que una cebolla, pero no es así. Es nuestra percepción de las cosas, el subjetivismo, lo que cambia. Lo que a mí me hace feliz, a otro lo haría desdichado. Estamos irremediablemente condicionados por nuestra subjetividad. Si a usted le gusta, es su privilegio, pero debemos dejar de mirarnos a nosotros mismos, debemos superar la opinión y, en la medida de nuestra inteligencia, buscar la objetividad. Hoy vivimos más sometidos a la mentira que en el pasado, porque hoy la mentira ya no se manifiesta como contradicción e incongruencia, sino como estafa. Por ejemplo, el timo de señalar a la actividad humana como única responsable de los cambios climatico (que nunca ha dejado de haberlos).
En cuanto a la mentira del ratoncito Pérez y los cuentos de hadas, pertenecen a un nivel elemental de la educación. A un niño de pecho no le puedes dar un cocido, le tienes que dar el sustento adecuado a su edad. Nadie dice a un niño que los cuentos infantiles son verdad y que debe tomarlos como hecho histórico. Los cuentos y fábulas cumplen la función de enseñar a distinguir el bien del mal, de enseñar de las malas consecuencias de obrar mal o mentir. Es más, los cuentos y fábulas son tipos de realidades que se repiten, como el descrédito del mentiroso en ‘Pedro y el lobo’. En rigor, puede ser mentira el suavizar la verdad, explicarla con metaforas o decir «voy a tener un buen día». Pero no tiene la misma carga moral decir «mira, un burro volando» para echarnos unas risas, que decir «Cariño, no es lo que parece», por ejemplo. Creo que no es muy difícil. Seamos tolerantes con el mentiroso en la medida de nuestra paciencia, pero no aceptemos la mentira porque esté en todas partes. No dejemos de llamar al pan, pan, y al vino, vino. A es A y B es B es un principio de filosofía elemental, sin el que no hay sociedad, ni progreso social, ni civilización.