Otro doce de octubre, el de 1978, hace hoy cuarenta y cuatro años, el rock —la música por excelencia del amado siglo XX y junto al cine su manifestación cultural más importante— asiste a su primera gran catarsis: la revolución punk. Cuando pase algún tiempo y se asimile lo de los imperdibles, que los punkies se clavan en sus mejillas, las crestas naranjas de sus peinados y demás estridencias de su atuendo, habrá quien diga que todo ha obedecido a un cúmulo de casualidades: que si a la secretaria de la Escuela de Arte y Diseño de Saint Martins (Londres) le hizo gracia el nombre de los Sex Pistols y fue por eso por lo que programó el primer concierto de la banda, el seis de noviembre de 1975; que si Johnny Rotten, el vocalista de la formación, fue admitido en ella por su capacidad para la provocación antes que por sus dotes musicales; que si ha sido la violencia que desatan, que no su música, lo que verdaderamente ha hecho que aún funcione un grupo que, en su presentación en público, sólo pudo interpretar cuatro temas. “Después hubo un mogollón”, suele recordar Glen Matlock, el bajista de los Pistols —como ya les llama la nutrida afición—. “Nos lo desenchufaron todo para que nos callásemos y nos fuéramos”.
Y, pese a los pintoresquismos del momento —la revolución punk encontrará su auténtica dimensión con una banda ligeramente posterior, The Clash—, hay algo rigurosamente cierto en la propuesta de estos nuevos iconoclastas: el rock había caído en sonidos espurios y aburridos: los del rock progresivo, los del rock sinfónico. Aburridos porque, siendo como es una música breve y sincopada, frenética, de un tiempo a esta parte se expresa en suites que perfectamente pueden durar treinta minutos —toda una cara de un álbum conceptual—; espurios porque imita a la música sinfónica —con jactancia autodenominada clásica— contra la que se alzó exprofeso el gran Chuck Berry en Roll Over Beethoven, su éxito del 56, y hasta Paul McCartney se niega en rotundo a escuchar.
“No hay futuro”. “El rock&roll ha muerto”, proclaman los punkies. Será Neil Young, el gran Neil Young, quien les conteste en Hey, Hey, My, My, una canción de su álbum de este mismo año 78, Rust Never Sleeps, en la que alude directamente a Johnny Rotten para decirle que “el rock&roll no puede morir”. “¡Vaya si murió!” habrán de afirmar tantos de sus amantes cuarenta y cuatro años después, cuando haga otro tanto de que los punkies hayan dejado de escandalizar a la “gente decente”, luego de haber comprendido que sólo era un fulgor juvenil.
Pero el doce de octubre del 78, la revolución punk está en su zenit. Por las calles, los punkies asustan a las ancianas, se escupen en sus conciertos, piden la anarquía para el Reino Unido y su versión del God Save the Queen, junto a la del My Way de Frank Sinatra, se hacen notar.
Y en la cresta de esa ola hay una chica para la que un día como hoy sí que deja de haber futuro de verdad. Respondía al nombre de Nancy Spungen y era la novia de Sid Vicious, el bajista que entró en los Pistols en sustitución de Matlock en enero del 77. Todo parece indicar que ha sido el propio Vicious quien la ha acuchillado hasta matarla. Al menos así lo entiende la policía, que procede a la detención del músico, tras dar cuenta del cadáver de Nancy, desangrada y medio desnuda, en la bañera de la habitación número cien del Chelsea Hotel.
Mención aparte merece el escenario del crimen, un establecimiento legendario tanto en la historia del rock como en la de la heterodoxia de la centuria pasada. Abrió sus puertas en 1884, en el 222 de la calle 23 Oeste de Nueva York, entre las avenidas Séptima y Octava, en lo que entonces era el edificio más alto de la ciudad.
Dylan Thomas inauguró la nómina de cadáveres egregios en el Chelsea. En una de sus habitaciones echó su último trago el nueve de noviembre de 1953. Más feliz fue la estancia de Arthur C. Clarke, quien, al parecer, escribió en el Chelsea, junto a Stanley Kubrick, el guión de 2001: Una odisea en el espacio (1968). Entre los escritores que pasaron por la casa hay que dar noticia de los beat —Jack Kerouac, Allen Gingsberg, Gregory Corso… Burroughs incluso—, pero también hay que citar a Henry Miller, a Charles Bukowski, a Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir…
En fin, la lista de notables que fueron huéspedes del Chelsea Hotel sería interminable. Pero como fue la novia —y representante— de un músico la chica que apareció muerta en la habitación número cien de la casa tal día como hoy, centrémonos en los músicos que se hospedaron aquí antes de tan triste fecha. Hablamos de gente como Jimi Hendrix, Patti Smith o Nico. Leonard Cohen dedicó una canción al establecimiento, Chelsea Hotel, en cuyos versos habla de la historia que vivió en sus habitaciones con Janis Joplin. Y Bob Dylan, el mismísimo Bob Dylan, compuso en una de sus alcobas la hermosísima Sad Eyed Lady of the Lowlands, esa maravilla del Blonde on Blonde (1966), el primer doble álbum de la historia del rock.
Dados los antecedentes, cualquiera diría que Nancy ha sido asesinada en todo un cenáculo del ritmo del diablo. Los que se escandalizan con los punkies, y no carentes de acierto sostienen que siempre van drogados, dicen que el crimen se veía venir.
Las primeras noticias de Nancy nos hablan de ella como de una chica problemática, que amenazaba de muerte a sus padres y fue expulsada de algún que otro colegio. Abandonó el hogar paterno en el 75 para instalarse en Nueva York. Al punto se hizo groupie de Aerosmith, de The New York Dolls y de The Ramones, estos últimos ya inmersos en la revolución punk. Pero viajó al Reino Unido siguiendo a The Heartbreakers. Cuando telonearon a los Pistols durante un concierto londinense, conoció a Sid Vicious, todo parece indicar que su asesino; todo parece indicar que su gran amor. Lo que surgió de la unión de dos personas tan autodestructivas como lo fueron Syd y Nancy independientemente, fue una autodestrucción aún mayor. Con lo primero que acabaron fue con los Sex Pistols, disueltos en enero del 78.
Nunca llegó a saberse si el bajista fue el asesino de su novia. Se especuló con que la chica podía haber sido víctima de uno de los camellos que les suministraban la heroína y el resto de las drogas que consumían a diario. En libertad condicional tras su detención, a Sid no le dio tiempo a ser juzgado. Cuatro meses después también moría a consecuencia de una sobredosis en una fiesta que le organizó su madre para celebrar su excarcelación.
Pese a los crímenes, las muertes por los excesos y todos los pintoresquismos, la revolución punk fue un momento estelar del rock porque supuso esa catarsis que precisaba y, muy dulcificada con la nueva ola que la sucedió, dio un nuevo brío a aquel fulgor juvenil que conmovió a varias generaciones. Así se escribe la historia.
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