Estos días, en el madrileño Teatro María Guerrero, hay un bufón de una obra de Ramón del Valle-Inclán que observa, jocoso, con una guitarrilla, lo siguiente: “En España, donde nadie come, es la cosa más difícil el ser gracioso. Solo en el Congreso hacen allí gracia las payasadas”. Este gracioso de una extranjera tierra imaginaria confía a un ventero, a un ciego, y al principito protagonista, el Príncipe Verdemar, estas cosas, aferrado al instrumento, y el público (el público de hoy, el público de 2022), como es natural, se ríe.
El bufón (interpretado por un excelente Juan Paños) prepara estos y otros ingenios, que son el ingenio corrosivo del esperpento. Estos días, en ese teatro de Madrid funciona una versión despendolada, juvenil y algo queer de la Farsa infantil de la cabeza de dragón, dirigida por Lucía Miranda. Esta obra, abundante en música en directo, liberada y esperpentosa, ha hecho bien en intitularse directamente La cabeza del dragón, en razón no ya sólo de la mejor brevedad, sino de la nueva naturaleza del divertido espectáculo, que de infantil tiene sólo el texto original.
La cabeza de dragón fue la única contribución de Valle al género, como se suele decir, de “los más pequeños”: formó esta obra parte de una iniciativa efímera de Jacinto Benavente, llamada, sin ambigüedades, Teatro de Niños. La pieza que estos días versiona Lucía Miranda con colorismos, morreos y guasas, se estrenó en 1910 en el Teatro de la Comedia de Madrid. Por La cabeza del dragón pasan, vista ésta en la distancia de más de un siglo, muchos Valles: de este sombrero taumatúrgico podrá sacar el mago intérprete (en este caso, la directora Miranda) conejos de muy varios colores. La cabeza del dragón, hoy en el María Guerrero, nos brinda una nueva oportunidad para pensar en la flexible naturaleza y en la historicidad de los clásicos.
Valle hablaba de los personajes de algunas de sus obras de la segunda mitad de su carrera como figurones y marionetas, como siluetas de un retablo: del retablo que nos ocupa, entre 1910 y 2022, se detecta tanto el sortilegio del sueño infantil como la oscura peligrosidad de los atavismos y, además, la burla, la sátira y los espejos cóncavos: todo al mismo tiempo. Estos son muchos Valles.
Por las palabras de La cabeza de dragón, una obra aparentemente intrascendente, corre la doctrina quietista y simbolista de La lámpara maravillosa, la épica y la tragedia de su modernismo rural y, por fin, la broma del bufón esperpéntico en la venta aquella sobre los congresistas de España. Repito: loa infantil de eternidad, por un lado, gloria y drama del pasado, por el otro, y, por último, sátira y guiñol, mofa y befa, escarnio del presente en el Callejón del Gato. Esto último, el esperpento, es lo que hace reír hoy a las gentes del patio de butacas y de los palcos. ¡Hace reír y despierta admiración! Parece mentira que el parlamento ese no cambie, suspiramos, ¡triste España nuestra!
Además, este Valle sátiro de La cabeza del dragón también carga contra las modas de su fin de siglo cuando, en una acotación que, decididamente, no estaba dirigida a los niños de 1910, habla de dos pájaros: “La actitud de las cigüeñas anuncia a los admiradores de Ricardo Wagner”. Miranda ha optado, felizmente, por hacer que se lean las acotaciones (labor a cargo del palabrón José Sacristán) y además ha colocado a dos de sus veinteañeros dicharacheros de la troupe a hacer de cigüeñas por los palcos que son, nuevamente, retablos donde salen actores-marioneta. El Valle del esperpento, seguramente el más conocido, ataca aquí a los degustadores de la música del teutón Wagner, a los congresistas del parlamento de España y, además, contra los militares. También en esta obra en origen para pitusos nos pone unas gotas ácidas en torno a la corte del primer rey de esta historia fantástica y al general heroico del segundo. Cuando el General Fierabrás habla con el Príncipe Verdemar se dice que al primero le gotea la nariz como una gárgola. El niño príncipe le dice que, dado su nombre, habrá cortado muchas cabezas, y éste dice que no: “Es nombre que me puso mi mujer, porque tenía mal genio en casa”. Esto muestra cómo Valle, a la manera de los guionistas de Pixar, escribe, a la vez, para adultos y para niños.
De hecho, sabemos que el objetivo primero de esta farsa eran los niños. Creo que Valle escribió seriamente para la infancia aquí. ¿Cómo entendemos este arrobo en torno al patio del castillo del Rey Mangucián o en el bosque del dragón, bosque viejo de mil años, o en la venta referida con los bandidos peligrosos, o en el jardín del Rey Micomicón? ¿Interpretamos al duende, encarnado por Carmen Escudero, como una broma pura y dura? ¿Qué hacemos con Espandián, que aquí interpreta un Carlos González con tacones y afectada vis cómica?
Yo me he reído y, ya digo, el público se ha reído, pero me admira la cantidad de registros que concede Valle al intérprete en una obra tan aparentemente modesta: el miedo, lo grotesco, lo extraño y lo ridículo son aquí posibles. Esto hace de Valle un autor de potencial virtualmente infinito: ninguna versión sería, así, definitiva. Miranda ha optado por el deleite de la risa pura y dura, y nadie la va a reprochar nada. ¿Nos vamos a quejar ahora de mondarnos al escuchar a González cantar “Como yo te amo”, de Rocío Jurado? Pues no. Esta obra se puede leer en varias posturas: me explico.
Tres modos de ver estéticamente
En una entrevista justamente famosa, un postrer Valle participó a Gregorio Martínez Sierra la siguiente consideración, que voy a citar en extenso, si el lector me lo permite. El 7 de diciembre de 1938 aparecieron en ABC estas palabras:
“Comenzaré por decirle a usted que hay tres modos de ver el mundo artística o estéticamente: de rodillas, en pie o levantado en el aire. Cuando se mira de rodillas, y ésta es la posición más antigua en literatura, se da a los personajes, a los héroes una condición superior a la humana […] Así, Homero atribuye a sus héroes condiciones que en modo alguno tienen los hombres. Hay una segunda manera, que es mirar a los protagonistas novelescos, como de nuestra propia naturaleza. Esta es, indudablemente, la manera más próspera. Esto es Shakespeare, todo Shakespeare […] Y hay otra tercera manera, que es mirar el mundo desde un plano superior y considerar a los personajes de la trama como seres inferiores al autor, con un punto de ironía. Los dioses se convierten en personajes de sainete. Esta es una manera muy española, manera de demiurgo, que no se cree en modo alguno hecho del mismo barro que sus muñecos. Quevedo tiene esa manera, Cervantes también […] y esta consideración es la que me movió a dar un cambio en mi literatura y a escribir los esperpentos”.
Yo creo que La cabeza del dragón ha sido leída en 2022 por Miranda desde esos aires elevados del demiurgo valleinclaniano. Así pues, sus descacharrantes muñecos-actores hacen el sainete, el esperpento, pero, en la línea de lo ya dicho, La cabeza del dragón puede ser leída muy bien de rodillas. ¿No es así como leen (no sé, digo yo) los niños?
Es curioso que sea el humor, que convierte a los personajes en muñecos sin pasado, en personajes que son puro presente, que son puro carácter, sea aquél en el que el tiempo (el presente satírico que nos hace reír juntos, en los patios de butacas) pesa más: depende de muchas cosas para no quedar viejo. Es decir, en el esperpento los personajes se confunden con marionetas: cuando, muy posteriormente a la redacción para el Teatro de Niños, Valle inscribe esta farsa dentro del llamado Tablado de marionetas para educación de príncipes igual nos induce a verla como un esperpento, y desde el aire contemplamos sus criaturas, sus militares descalabrados, sus bohemios, ministros y hasta reyes, con la cara de la risa.
Carácter y destino
Sin embargo, los personajes de destino (por usar la expresión de Rafael Sánchez Ferlosio en su discurso “Carácter y destino”), que son abismos en sí mismos, se mantienen alejados de su siglo y de su tiempo. Los personajes de destino son los personajes serios: no nos guiñan el ojo, como el bufón aquel de la venta que nos hablaba de los políticos de ayer y de hoy. ¿De qué nos hablan? Los personajes de destino nos hablan de lo esforzado hacerse individuo: por ellos tememos y con ellos nos identificamos; no nos tienen por qué hacer reír y no nos tienen que hablar del presente.
Desde luego, el humor no ha quedado viejo en La cabeza del dragón (aunque hay más de un legítimo aderezo contemporáneo) y lo grave sigue estando: las aventuras del honesto Príncipe Verdemar, su liberación del duende, su huida del palacio paterno, su enfrentamiento al rufián en la venta y su enfrentamiento al dragón para conseguir la mano de la Infantina me conmueven. Esto que he llamado son las aventuras y una cosa más, lo más difícil de describir, la poesía: el enigma de esos jardines simbolistas maeterlinckianos y la atmósfera general no induce necesariamente a la risa crítica, en absoluto. ¿Adónde nos pretende transportar ese texto? Ciertamente, podrían contemplarse estas cosas (aventura y poesía) también de rodillas: no por tratarse de un cuentecillo ingenuo y aleccionador, sino por la encendida llama de la lámpara del misterio.
La cabeza del dragón es un texto donde cabe todo. Miranda ha decidido leerlo en una clave esperpéntica y liberada: en su versión suena también Nathy Peluso. Pero, finalmente, me resulta curioso que la directora cite en el prospecto y en la obra una cita de La lámpara maravillosa, de 1916. Aquí, también en el Teatro María Guerrero, se pueden encontrar estas palabras de este singular ensayo quietista:
“Cuando mires tu imagen en el espejo mágico, evoca tu sombra de niño. Quien sabe del pasado, sabe del porvenir”.
Un poco antes, en esa misma sección de La lámpara maravillosa (“El anillo de Giges”, parte VI), considera Valle unas sensaciones del pasado de la infancia: “Hasta entonces nunca había descubierto aquella intuición de eternidad que se me mostraba de pronto al evocar la infancia”.
Por tanto, hay en Valle un ejercicio espiritual de primer orden en toda regresión a lo infantil. Esta obra es un poco su Alicia en el país de las maravillas. En el primer Valle, el Valle del ciclo gallego y de las Sonatas, ya hay una indudable gnosis modernista que conecta al escritor con sus experiencias de niño, en su tierra nativa: lo grotesco de sus cuentos y dramas se mezcla, merced al lenguaje y al tremendo poder evocador de unas imágenes con otras, con historias de caballeros y cuentos mágicos. Pero, sin enredarnos con demasiado distingo, podríamos decir que el Valle grotesco, el Valle eterno-maravilloso y el Valle descacharrante con militarotes como gárgolas y reinas bobas se dan cita en esta obrita para niños. Yo creo que, aunque la directora de esta estimable y muy divertida obra tiene en cuenta el quietismo órfico-pitagórico-molinista de lo infantil en Valle, ha optado por el retablo de esperpentos para hacer reír a los mayores.
Otros, los adoradores del 1900, habrán querido oír más de la fuente decadentista, en lo hondo de esos jardines de palacios absurdos: hágase, pues, otra versión más. Aún seguimos investigando todos, espectadores y directores, actores y tramoyistas, las posibilidades grandes de la obra dramática de este escritor: admira que las obras de nuestro gran dramaturgo moderno llegaran tan tardíamente a los escenarios y que sean aún hoy, en otoño de 2022, tarea pendiente.
Todos (unos por los aires, otros de pie, otros de rodillas) tienen la razón: estar vivo, para un escritor, debe ser como yacer en el suelo como uno de esos cadáveres cuyas pertenencias se rifan los bandoleros, tras el asesinato, en las encrucijadas de los caminos. Esta adaptación de los textos clásicos a las diferentes épocas en las que se hacen presentes, es un “proceso”, que diría Gadamer en Verdad y método, “no sólo inconcluso, sino que probablemente no concluirá nunca”. La empresa continúa. El teatro continúa: la broma del bufón y la magia del misterio impactarán en el público; bien porque el mundo o España siguen igual en la superficie, bien porque, aunque los cambios hayan sacudido los gustos y los intereses de las gentes, permanece un fondo de gran literatura que resuena cuasi intacto en los oídos del siglo.
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