Otro diecinueve de octubre, el de 1943, hace hoy setenta y nueve años, muere una de las internas más antiguas del manicomio de Montdevergues, en las inmediaciones de Aviñón. Respondía al nombre de Camille Claudel. Aunque en los últimos treinta años solo la llamaron las monjas que hacen de celadoras en la casa, los médicos que han seguido su tratamiento y alguna que otra alienada, que, junto a Camille, quien ya no estaba loca, se sentía mejor. Acaso entre todos ellos haya alguien que repare en que la finada no va a volver a llorar su suerte desesperada en el jardín.
Antes de perder la razón —que recuperó, según el psiquiatra de entonces, en 1915, aunque su familia prefirió dejarla languidecer hasta la muerte, interna en Montdevergues— fue una de las grandes escultoras de su tiempo. Pero para ella el tiempo se paró treinta años antes de su muerte, cuando su familia la ingresó en la casa de salud. Incluso antes, cuando, ya delirante, ella misma se encerró en su pequeño estudio parisino a finales de 1905, tras su última gran exposición. Vivió a partir de entonces en la soledad y en la miseria más absolutas. Destruía con saña sus trabajos, aullando para mayor escándalo de sus vecinos. Esas piezas de entonces siempre reproducían niños, el hijo que no tuvo con su mentor y amante Auguste Rodin. Un centenar o poco más. Ese es el montante total que arroja en nuestros días el conjunto de su producción. No podría decirse si es poca o mucha. Desde luego, no se corresponde con la inmensidad de su vocación. Ante la fuerza de creaciones como La perra hambrienta (1893), La implorante (1899), El gran Vals (1903) o Sakountala (1905), se diría que su aliento era más largo que lo que dio de sí.
Tampoco será hoy cuando ascienda a la gloria. Al menos no a la que proporciona la crónica de la humanidad. Es más, ni siquiera se tomará la nota debida del lugar donde será inhumada. De modo que, ya en 1955, cuando muera su hermano, el último de los hombres que la condenaron, el escritor Paul Claudel —algo así como el director espiritual de los autores católicos en la lengua del blasfemo Baudelaire— y los descendientes de ambos intenten recuperar los restos de Camille para honrar como merece su memoria, los responsables de Montdevergues les comunicarán que arramblaron con todos los cadáveres de los internos, que en su momento no reclamó nadie, tiempo atrás, con motivo de unas obras de ampliación del centro que requirieron el espacio de la fosa común.
Será la posteridad, será en lo venidero cuando Camille Claudel ascienda a la gloria de la humanidad. Y lo hará tanto por el reconocimiento de su obra como por el ejemplo que su entrega a tal faena será para uno de los grandes humanismos de la historia: el feminismo en su primera concepción. El feminismo sin contaminar aún por cierta ideología que puso en marcha un genocidio de clase exhortando al exterminio de los burgueses, anegando de sangre el siglo XX con la misma perversión que sus enemigos. El feminismo incontestable, impulsado por mujeres de la talla de Simone Weil, muerta un par de meses antes, en agosto de ese mismo año 43. Pero la historia, inmersa en una de sus grandes matanzas, no detiene su curso ante el óbito de un par de mujeres. El curso del tiempo siempre lo encaja todo y tanto una como otra habrán de esperar días más luminosos que estos como el de hoy, y el resto de los que trae la Segunda Guerra Mundial.
Su propia familia, empezando por su madre, Louise Athanaïse Cécile Claude —de soltera Cerveaux—, quien la odió desde que la alumbró en lugar del niño que a ella le hubiera gustado tener, fue la primera en condenar a Camille Claudel. Su hermana menor, Louise Jeanne, igual. Ni una ni otra fueron a visitarla en los treinta años que estuvo recluida, cuando Camille no soportaba los gritos desesperados de esas criaturas, compañeras en la casa de salud.
Paradójicamente fue su padre, el burgués Louis Prosper Claudel, quien siempre apoyó la vocación de su hija. Su hermano pequeño, el futuro escritor, fue su primer modelo junto con su criada, Eugénie Plé, la mujer en la que encontró todo el cariño que su madre siempre le negó. De ahí que, en el caso de esta artista, a la que condenaron por el simple hecho de ser una mujer, pueda decirse que fue víctima de una sociedad misógina antes que patriarcal.
En el psiquiátrico, no llegó más allá de dibujar formas abigarradas —a las que nunca dio la tercera dimensión— en las cuartillas de aquellas cartas que tardaba semanas en escribir y raramente sus destinatarios se dignaban a leer. Los primeros en rechazar a un loco son sus allegados y, para los de Camille, la escultora nunca recuperó la razón. El manicomio no era malo, para lo que podían serlo hace más de cien años. Pero ella sólo alcanzó a modelar levemente algún puñado de barro cogido de los charcos del jardín.
Al principio, su padre lo organizó todo para que se formase en la Escuela de Bellas Artes de Paul Dubois. Y, al final, ya con la escultora alienada en su propio estudio, su padre nunca consintió que la llevasen al manicomio. Apenas había transcurrido una semana de la muerte de su progenitor, cuando, el diez de marzo de 1913, su madre y sus hermanos encerraron a Camille Claudel en el hospital psiquiátrico de Ville-Évrard.
Hoy, que al fin se ha hecho justicia, las piezas de Paul Dubois se guardan y admiran en un museo que lleva el nombre de Camille y está organizado en torno a su obra. Sí señor, la condenaron a la reclusión y al ostracismo por el simple hecho de ser mujer. Y para colmo vino el amor que sintió por Auguste Rodin. Origen de su manía persecutoria, parece ser que en el manicomio le dejaban hacerse la comida porque estaba convencida de que su antiguo amante la quería envenenar. Se conocieron en el París de 1883. El año siguiente ya era su discípula, colaboradora y modelo.
Aunque las primeras biografías del escultor sólo se refieren a Camille en estos empleos, empezaron a ser amantes en el 85. Ella tenía diecinueve años; él, cuarenta y tres y la suficiente experiencia en amoríos como para escribir cartas arrebatadoras. Ya seducida, Rodin nunca le ocultó su amor por Rose Beuret Mignon, ni el placer que buscaba en el resto de las mujeres con las que siempre se pavoneó delante de ella. Partieron finalmente en 1893. Durante algunos años, Rodin siguió protegiendo a Camille Claudel. Hasta que se cansó y empezó a recomendar a los encargados de adquirir obras para el estado francés que ignorasen las de su antigua amante. Para entonces la escultora, que llegó a merecer los más distinguidos elogios en el Salón de la pintura y escultura del París de 1888, ya estaba al otro lado de la razón.
Con todo, puede que el más dañino de cuantos hombres condenaron a Camille fuera su propio hermano. El futuro abanderado de la literatura católica francesa descubrió su vocación literaria cuando su hermana le inició en la lectura del impío Jean Arthur Rimbaud. Cuando ella se derrumbó, Paul Claudel —que condenaba las vocaciones artísticas, como el común de los burgueses— resolvió que el desequilibrio de Camille obedecía a dos delirios, el de grandeza —la creación artística— y el terror —la manía persecutoria con Rodin— y, desde luego, ambos, los había mandado Dios.
Fue a Paul Claudel a quien, en 1915, los responsables de su tratamiento, le dijeron que su hermana estaba curada. Mas no fue hasta después de la muerte del escritor en 1955 cuando algunos parientes, que sabían del drama de la escultora, empezaron con su rehabilitación. Con todo sería más de treinta años después, cuando la actriz Isabelle Adjani produjo e interpretó La pasión de Camille Claudel (Bruno Nuytten, 1988) cuando la mujer sobre la que trataba aquella película se convirtió en un icono del feminismo. Así se escribe la historia.
A mí quien me enseñó a amar y respetar a las mujeres fue mi madre, antes de que lo hiciera mi mujer y mis hijas. No porque me soltara rollos sobre feminismo, sino porque me amó, y amándomr me enseñó a amar, cuyo efecto siempre es el respeto. Podría contar su vida, virtudes y milagros (que los hizo, ya lo creo que los hizo), pero el respeto me obliga a no hacerla ‘visible’, es decir, a no convertirla en un espectáculo.