Un territorio en llamas
Apenas unos meses después de la invasión rusa de Ucrania el pasado 24 de febrero una imagen daba la vuelta al mundo virtual: la ventana del estudio del escritor ucraniano Lev Shevchenko en Kiev en el octavo día de guerra. Aquella ventana aparecía protegida por una trinchera de libros. Junto a esa foto, las otras decenas de miles de imágenes explícitas donde se ha ido mostrando la carne sin edad de los muertos, y la resistencia desesperada y feroz de los vivos, a lo que hay que sumar las horas de telediario y los vídeos y fotografías en redes sociales, han terminado atiborrando al espectador de imágenes e información, haciendo que el conflicto se mire inevitablemente de otra manera.
Evocando aquella trinchera, proponemos al lector un breve viaje por algunos de los autores de la Literatura Universal cuya cuna fue, precisamente, ese país en llamas: la férrea y todavía desconocida Ucrania.
La historia de la literatura ucraniana, como la de su propio pueblo, es una historia de resistencia y desafíos, marcada por una libertad de expresión casi siempre ligada a la supervivencia, de ahí la destreza de sus autores a la hora de desarrollar herramientas clásicas narrativas para decir la verdad, como el humor y las metáforas. De hecho, en los albores del siglo diecinueve, los editores rusos solo aceptaban la literatura ucraniana si era cómica o apolítica, hasta que finalmente se terminó elaborando un corpus legal (leyes de 1863 y 1876) que implicó la prohibición efectiva de todas las obras en lengua ucraniana. En las primeras décadas del S.XX, el Holodomor, las sucesivas purgas de Stalin y el asesinato de los escritores ucranianos en el Renacimiento Ejecutado, cambiaron para siempre el panorama de las letras modernas del país.
La Eneida ucraniana
“Una sonrisa es la mejor de las máscaras”, decía uno de los inolvidables personajes de Joseph Conrad, escritor ucraniano. Pero antes de él, la literatura de este territorio emboscada en el talento del humor, fue deudora de otro autor menos conocido: Iván Kotliarevski, veterano de la Guerra ruso-turca, escritor, poeta, y dramaturgo es considerado, junto al poeta Tarás Shevchenko, uno de los pioneros de la literatura ucraniana moderna.
En 1798, escribió su famosa Eneida, un poema heroico-burlesco, que es la primera obra literaria publicada en su totalidad en ucraniano, la lengua usada cotidianamente por millones de personas en Ucrania, pero cuyo uso en la literatura estaba prohibido en la zona controlada por la Rusia Imperial.
Esta Eneida ucraniana estaba escrita, inevitablemente, en clave de parodia de la Eneida de Virgilio, y en ella Kotliarevski transformaba a los héroes aqueos en cosacos, inspirándose en un importante hecho histórico: la destrucción de Zaporozhia por orden de Catalina la Grande.
Tal fue el éxito de la obra que fue traducida al ruso en varias ediciones y hasta el mismísimo gran duque Mykola Pavlovich, el futuro zar Nicolás I, pidió dos copias. Por supuesto, también había un ejemplar de esta Eneida en la biblioteca de Lenin y otro en la de Napoleón.
A principios del siglo XIX se creó en la ciudad del escritor, Poltava, una «Pequeña Sociedad Rusa» secreta. Kotlyarevskyi fue uno de sus miembros y coautor de los documentos del programa. Después del Levantamiento Decembrista, se llevó a cabo una investigación, pero finalmente nada ocurrió. Con el tiempo se encontró una carta en uno de los archivos de Siberia que contenía la siguiente línea: «Kotlyarevsky fue salvado de trabajos forzados por una mujer que lo amaba».
Aquella mujer posiblemente fuese Varvara Repnina esposa del gobernador general Mykola Repnin. Ambos vivieron en Poltava durante 17 años y eran íntimos amigos del escritor, quien poseía en su casa un retrato de la mujer.
Iván Kotlyarevsky no dejó descendientes directos y antes de su muerte liberó a los siervos legando su hermosa casa de la montaña de Poltava a su ama de llaves, viuda de un suboficial.
El humor de Gógol
A pesar de que muchos lo consideran ruso, pocos emplearon mejor el humor para reafirmar la identidad ucraniana que Nikolái Gógol. Durante las celebraciones del segundo centenario del nacimiento del escritor (Soróchintsi, Ucrania 1809-Moscú 1848) tuvo lugar una agria discusión sobre el origen del autor de Taras Bulba, o al menos sobre la necesidad de destacar su papel en la construcción de la imagen de Ucrania. De hecho, se generó una dura polémica con una de las traducciones del ruso original al ucraniano de esta novela de cosacos en la que se eliminaron referencias tanto a «Rusia» como a la «patria rusa».
Sea como fuere, la risa permaneció intacta en la obra de Gógol quizá inspirado por su padre, que creó piezas teatrales populares de un humor inocente y que calentaron el ánimo creativo del joven autor, quien empezó su carrera escribiendo ligeras comedias costumbristas. Las escribía en ruso porque quería ser leído en San Petersburgo y Moscú, pero en sus libros dejaba guiños a modo de rastros humorísticos que solo un ucraniano era capaz de detectar.
Ese inteligente y en ocasiones macabro sentido del humor, su precisión y perspicacia a la hora de describir a la clase media de la Rusia pre-revolucionaria o su capacidad de caricaturizar sin excesos el perfil de sus personajes encadenando escena hilarante tras escena hilarante, hizo de Gógol un escritor tremendamente popular, sobre todo tras la publicación en 1836 de su comedia El inspector, que lo convirtió en alguien muy reconocido. Si bien su relevancia y popularidad fueron quedando relegadas, tal vez oscurecidas, por la inmensidad de Tolstói, Dostoyevski y Chéjov, es justo señalar que Gógol fue junto a Pushkin, quien inició el movimiento de ruptura con el Romanticismo y de acercamiento al Realismo literario. A su muerte en 1852 Iván Turgénev, uno de los grandes novelistas rusos de finales del S. XIX, escribió el más bello epitafio político: “¡Gógol ha muerto! ¿Qué alma rusa no se dolerá de esas palabras?”
Conrad y su escritorio heredado
“Habían pasado veintitrés años desde que vi ponerse el sol en aquellas tierras, y seguimos avanzando en plena oscuridad, la oscuridad que se iba cerrando a buen paso en aquella lívida extensión de nieve hasta que, de la desolación de una tierra blanquecina y uncida al cielo estrellado, se lanzaron unos negros perfiles, las arboledas que circundaban una aldea enclavada en medio de la llanura ucraniana”.
Mucho tiempo había transcurrido desde la última vez que dejara atrás su tierra natal cuando Józef Teodor Konrad Korzeniowski decidió volver. Atrapado en mitad de dos mundos, como sus personajes, la vida de marino se le iba agotando, pero aún era pronto para saber la importancia que tendría en los años siguientes el oficio de escribir.
La Investigadora Magdalena López nos recuerda que, durante un período en tierra firme en el invierno de 1891, Conrad visitó a su tío y mentor Tadeusz Bobroswki en Ucrania. Fue un regreso que le removió demasiadas sensaciones. La primera vez que estuvo en casa del tío Tadeusz era apenas un niño. En aquella ocasión, las autoridades rusas le habían concedido a su madre una licencia de tres meses para interrumpir su exilio en Siberia y acudir a su encuentro que ella sabía el último, pues estaba gravemente enferma de tuberculosis.
Rondando la treintena, el lobo de mar volvía a recordar aquella escena allí, frente a la fría mañana ucraniana, los codos apoyados en un escritorio de madera; un viejo pero sólido mueble que destilaba cierta extraña calidez. “Tal vez pudiese escribir sobre esta madera suave algunas de las muchas historias que había imaginado en la soledad interminable del mar”, le confesó a su tío. Éste asintió, silencioso, aspirando el humo de su pipa. “Es tu herencia”, le dijo. “Ese escritorio es tuyo por derecho, pues tu madre acostumbraba escribir cartas ahí mismo y ella, a su vez, lo había recibido como obsequio del tío abuelo Nicolás Bobrowski, miembro de las legiones polacas de Napoleón”.
Mas tarde Conrad confesaría: “Recuerdo que estaba absolutamente tranquilo, ni siquiera estaba seguro de que desease escribir, ni tampoco que me hubiese propuesto escribir, ni que tuviese algo que escribir.”
En esa suerte de ocio atento, —nos recuerda Magdalena López— Conrad comienza parte de La locura de Almayer y tiene sentido, pues cuando uno lee la novela comprende que mientras la iba construyendo, el autor se sabía arropado por una atmósfera distante y familiar a la vez, esa que ya venía presintiendo de camino al pueblo del tío Tadeusz, a su literario, imprescindible paisaje ucraniano, patria de ninguno de los Conrad que Conrad fue.
Imagen perfecta, onírica quizàs, la mejor trinchera para enfrentarse a la barbarie, a la injusticia, sea una trinchera de libros. Cerrazón, barbarie y analfabetismo de esos falsos líderes que llenan sus tristes vidas solamente con sus ansias de poder. Y Conrad demuestra que siempre hay algo sobre lo cual escribir y hasta sea necesario escribir aunque sea de nada. Quizás Conrad y quizàs los autores mencionados son el ejemplo de la importancia de la persona, construida con los mimbres de nuestras lecturas, de nuestro navegar por la vida, por encima de nacionalismos excluyentes.