Hay algo en el cine de Dario Argento —y señalarlo no significa que desdeñe a este realizador italiano; antes al contrario— que se asemeja a cierto momento de todos los suplicios. Es aquel en que los torturadores sacan en volandas al infeliz sobre el que se están aplicando —a quien han dejado literalmente para el arrastre— del sótano del martirio. Su objeto es llevarle a la celda en que lo tienen encerrado y que sus compañeros vean cómo está. Ya sean camaradas de una causa —la tortura es una de las más execrables muestras de la violencia política, practicada con igual sadismo por los revolucionarios y por la reacción— o cómplices de un delito —el tormento es, también, la forma más antigua y expedita para obtener confesiones—, a los compañeros de detención, a menudo, les cuesta reconocer a los torturados al verlos pasar en ese impasse ante la celda donde aguardan la misma suerte. Sus torturadores —a quienes sólo les ha detenido que la víctima haya perdido el conocimiento y, por lo tanto, haya dejado de sentir y padecer— les han desfigurado —también literalmente— el rostro a trallazos.
Cuentan que cuando la paliza —si sólo es eso— se prolonga durante varias horas, se ansía dormir. Dormir y despertar con la noción del tiempo perdida. Podría poner ejemplos mucho más cercanos y verídicos, referidos por gente que sufrió estos martirios. Pero, como hablamos de cine, traeré a colación al Felix Lepercq (Paul Crauchet), de El ejército de las sombras (1969), la obra maestra del gran Jean-Pierre Melville. Miembro de la resistencia francesa, un antiguo compañero de armas, Jean-François Jardie (Jean-Pierre Cassel), quien tras la rendición del ejército francés también ingresó en el maquis, se denuncia a sí mismo a la Gestapo —les manda un anónimo— a la espera de ser encerrado junto a su camarada.
En efecto, tras la paliza de rigor en el primer interrogatorio, ya malherido, Jardie es encerrado en la misma mazmorra a la que, tras su última sesión, arrojan sus torturadores a Lepercq. Y es entonces cuando Jardie, para acortar el sufrimiento de su camarada, le entrega su propia cápsula de cianuro. Eran tan habituales estas atrocidades —es de suponer que ya no lo son— que quienes se sabían expuestos a ellas llevaban venenos para atajarlas.
Está claro que si los torturadores no ocultan a los otros detenidos el estado en que dejan a quienes llevan en volandas es para que sus futuras víctimas se vayan preparando. A esa mirada en concreto, a la visión que ofrece el mártir ensangrentado, descoyuntado, medio hecho pedazos, con frecuencia ya en trance de muerte, es a la que voy. Las víctimas de los asesinos de las películas de Dario Argento a veces lo parecen de estos suplicios, perpetrados por los servicios de inteligencia de… —ponga el lector el adjetivo que quiera—.
Lo que ya no está tan claro es el éxito del slasher —esa pantalla que se regodea en la carne acuchillada— del actual cine de terror. A veces se me antoja que obedece a algo tan turbador como aquello que lleva a los torturadores a llevar a sus víctimas en volandas por todo el centro de detención. Es todo un alivio pensar que, en el cine, el miedo, a diferencia de en la vida real, gusta tanto porque no augura peligro alguno. Antes al contrario, lo malo siempre le pasa a otro, al protagonista, a ese —casi siempre esa en las cintas de Argento— que parece haber sufrido una de esas sesiones con los agentes soviéticos que dejaban sin uñas a la gente de Smiley —el jefe del Circo, la agencia del MI6 británico en el extranjero imaginada por John le Carré—.
Aunque las comparaciones son odiosas, supongo que el slasher gusta —o empezó a gustar— por lo mismo que el hardcore: muestra lo que anteriormente no se solía ver. Pero ya digo, no hay ni punto de comparación entre los cuerpos gloriosos, entregados a la concupiscencia desatada, y los cuerpos lacerados, mutilados por el suplicio. Si se me permite, el slasher, el gore y todas esas barbaridades que imperan en la pantalla de nuestro infausto tiempo, están más cerca de la escatología del bueno de Pier Paolo Pasolini, tan recordado en este año —centenario de su nacimiento—, por sus múltiples talentos y por el brutal asesinato que puso fin a todos ellos.
En lo que a mí respecta, me magnetiza ese miedo —sin peligro, como todos en el cine— que me procura el terror clásico, el que nos muestra al condenado subiendo al cadalso y, en el siguiente plano, la silueta del verdugo levantando el hacha con que lo va a decapitar. Por eso precisamente tengo el convencimiento de que, si llegué a interesarme por el cine de Dario Argento —uno de los precursores del slasher, como el Hitchcock de Psicosis (1960)—, no fue por esa mirada a las víctimas de sus asesinos, que parecen recién salidas del martirio del torturador, sino por el atractivo que siempre han ejercido sobre mí dos de las protagonistas de su Trilogía animal: la Catherine Spaak de El gato de las nueve colas y la Mimsy Farmer de 4 moscas sobre terciopelo gris, ambas del 71, ambas piezas fundamentales del pórtico a su filmografía.
Por un procedimiento semejante —es decir, ajeno a esas desmesuradas efusiones de sangre que acompañan a las muertes en el cine de Argento— descubrí el giallo de este realizador. Al ser las suyas —al igual que el resto de las propuestas de este relato criminal italiano— cintas de presupuesto limitado, prácticamente carecían de ambientación. Así pues, se rodaba lo que ofrecía el decorado, ya fuera interior o exterior.
Medio siglo después, dichas filmaciones, al margen de sus argumentos, de su miedo, de su exceso de sangre y hasta de casquería, ofrecen un valor testimonial de primerísimo orden. Son como un regreso a la vida cotidiana de los años 70. Y no sólo por las similitudes que siempre han existido, a todos los niveles, entre Italia y España. Aunque Argento no emplazó su cámara entre nosotros hasta su versión de Drácula en 3D, una producción de Enrique Cerezo fechada en 2012, un tanto por ciento muy elevado de los giallos —no sólo los producidos por José Frade— se filmaban en nuestro país por lo de siempre: a los italianos les resultaba más barato rodar los exteriores en nuestras calles que en las suyas. Sí señor, antes que por el decadentismo de su fantastique, que llegó después, con la Trilogía de las madres —Suspiria (1977), Inferno (1980), La madre del mal (2007)— con la que su cine terminó por ganarme sin ambages, Dario Argento me cautivó porque sus cintas de ambientación contemporánea a su filmación me devuelven a las estampas de un tiempo que conocí: el de mi adolescencia en los años 70, el de mi juventud en la década posterior.
Acaso fuera esta apreciación mía la que, ya adentrándome en su filmografía, me permitió percibir el estigma que obra en el italiano, tanto por la bizarría de su inspiración —salvo en Sitges, donde en efecto se le ha distinguido, raramente se premian películas con imágenes como las suyas, alucinadas de puro impactantes— como por la difícil taxonomía de su obra. Del slasher fue un relativo precursor, pero sus verdaderos cultivadores fueron el Tobe Hooper de La matanza de Texas (1974), el Bob Clark de Navidades negras (1974), el John Carpenter de La noche de Halloween (1978), el Sean S. Cunningham de Viernes 13, por supuesto.
En cuanto al Argento de las madres —esto es, el Argento del fantastique— en líneas generales suele hablarse de su fagocitación de las enseñanzas de Mario Bava, el gran maestro del fantástico italiano —y el creador del giallo en La muchacha que sabía demasiado (1963)— sin olvidar a Riccardo Freda, el otro gran maestro del gótico trasalpino. Ahora bien, a Dario Argento nunca se le ha podido clasificar de un modo categórico.
El autor que habría de llamar la atención del mismísimo Hitchcock con su Trilogía animal nació en Roma en 1940. Descendiente de fotógrafos y cineastas —y padre de Asia Argento, una de esas chicas malas de la pantalla actual que tanto bien procuran a quien las sabe admirar—, el futuro realizador descubrió el atractivo del miedo en el preciso instante en que el fantasma del padre de Hamlet entró en escena en una representación del drama de Shakespeare a la que llevaron sus progenitores cuando sólo contaba cuatro años de edad.
Ya era un consumado cinéfilo cuando se empleó como guionista a comienzos de los años 60. Llegó a serlo del gran Sergio Leone en Hasta que llegó su hora (1968), en cuya redacción coincidió con Bernardo Bertolucci. Corrían los años 70: mientras este último se convertía en uno de los directores más aplaudidos del cine de aquel tiempo, Argento también era celebrado, pero, habida cuenta de su bizarría, en una pantalla mucho menos popular.
Tras Rojo oscuro (1975), uno de los grandes giallos y su primera obra maestra —protagonizada, como tantas de sus películas, por Daria Nicolodi, su esposa de entonces—, el nuevo jalón de su filmografía fue su encuentro con George A. Romero, el reinventor del cine de zombis en La noche de los muertos vivientes (1968). Zombie: El regreso de los muertos vivientes (1978), marcó el comienzo de la colaboración entre ambos cineastas. El italiano se empleó como músico, montador y productor del norteamericano.
Mejor recuerdo merece Suspiria, que además de abrir el tríptico de la maternidad demoniaca, inaugura una suerte de subgénero de la inquietud fílmica que se podría reunir bajo el epígrafe de «terror femenino». En él cabría incluir Innocence (2004) y Earwig (2021), dos cintas de la francesa Lucille Hadzihalilovic. Entre medias podría consignarse Lívido (2011), cinta en verdad inquietante de Alexandre Bustillo y Julien Maury, ambientada, como Suspiria, en una academia de ballet y próxima al nuevo extremismo francés —los nuevos bárbaros del cine del país vecino—. Cómo olvidar, en fin, el espléndido remake de la propia Suspiria estrenado por Luca Guadagnino en 2018, que fue a brindarle a Dakota Johnson el que, a decir de muchos, es el más brillante papel de su aún incipiente filmografía.
Esta estela, que el cine de Dario Argento proyecta sobre alguna de las propuestas más interesantes de la pantalla de miedo actual, viene a confirmar el lugar que Dario Argento ocupa en ese espanto que tanto gusta experimentar.
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