Foto de portada: Foto: Iván Giménez
La autora que mejor encarna la idea de que toda literatura contiene en su génesis una manualidad es, sin ningún género de dudas, Rosa Ribas, una mujer para quien el acto de escribir no se realiza únicamente con la cabeza, sino que requiere de la participación del cuerpo entero. Pocas narradoras hay en nuestro panorama editorial que saquen tanto partido a sus manos como esta catalana que, desde antes incluso de publicar sus primeros libros, concibe el arte de escribir como un proceso idéntico al que realizaban aquellos artesanos que hoy, cuando todos trabajamos con unos ordenadores cuyo funcionamiento interno ni siquiera comprendemos, tanto echamos de menos.
Rosa Ribas escribe a mano. Siembre con lápiz HB, que tiene trazo grueso pero a la vez blando, y en libreta A5, que cabe en el bolso y hasta en según qué bolsillos. Cuando vivía en Frankfurt, a donde partió hace treinta años y de donde regresó hace apenas uno, salía de casa a las 07,30 AM, caminaba hasta la cafetería del barrio y ocupaba la mesa de la esquina. Los camareros ya conocían a esa clienta que, tan pronto como se sentaba, abría un estuche, sacaba un lápiz y se reclinaba sobre su cuaderno, y tanto respeto sentían hacia aquel ritual que le servían el desayuno tratando de no interrumpirla. Pero lo que nunca supieron ni ellos ni los otros clientes es que aquella escritora tocada con un mechón blanco padece misofonía, una enfermedad auditiva que hace que determinados ruidos, no se puede anticipar cuáles, resulten insoportables. Es cierto que las cafeterías alemanas no son ni de lejos tan ruidosas como la españolas, pero no por ello pueden ser calificadas de silenciosa, lo cual nos lleva a hacernos la siguiente pregunta: ¿por qué no se quedaba esa mujer en casa, donde el silencio era absoluto? La respuesta es sencilla: porque Rosa Ribas escribe a lápiz y, mientras trabaja, sólo escucha el raspado de la mina contra el papel.
Y es que escribir a mano es un tipo de solipsismo. Sólo hay que observar a un niño componiendo una redacción bajo la atenta mirada del profesor: la espalda encorvada sobre el pupitre, la lengua apretada entre los dientes, la nariz prácticamente oliendo el papel, los ojos siguiendo la frase que crece, una oreja rozando la punta del lápiz… El cuerpo de ese chiquillo parece una campana de aislamiento, el mundo exterior desaparece para él por completo. Ahora es como una roca depositada sobre la mesa. Una roca que solo se mueve para usar el sacapuntas y la goma, para dejar el folio lleno de virutas y de alguna migaja.
Rosa Ribas ya no va a las cafeterías porque en España fueron sustituidas mucho tiempo atrás por los bares y porque resulta imposible concentrarse con el barullo que todos armamos ahí dentro. Ahora escribe en casa, sobre una mesa de cocina que convirtió en escritorio, con el cuerpo igual de volcado que antes pero ahora también descalzo. Cuando termina la jornada laboral, siempre tiene que lavarse las manos porque, al ser zurda, su meñique se ensucia con el carboncillo que el lápiz desprende a medida que avanza la frase, y después transcribe en el ordenador el texto algo emborronado que quedó en la libreta. Y así avanzan sus ficciones, saltando del cuaderno a la pantalla un día tras otro, hasta que llega un momento, normalmente cuando la autora alcanza el centenar de páginas, en el que siente el impulso de leer lo ya escrito e imprime el documento, alinea las hojas y encuaderna el manuscrito. Coloca dos piezas de madera a modo de tapas, las prensa con dos sargentos y embadurna el lomo con cola blanca. Luego se va a dormir y, a la mañana siguiente, tiene un fragmento de su nueva novela convertido en libro.
La creadora de la comisaria Cornelia Weber-Tejedor y de otros investigadores de diverso pelaje encuaderna sus manuscritos porque prefiere hacer la corrección de estilo a mano. No quiere arreglar el texto en pantalla porque, según ha comprobado, cuando trabaja en el ordenador sólo cambia palabras sueltas, pero, cuando lo hace sobre el papel, aprovecha los márgenes y el reverso de las páginas para construir nuevas frases, imaginar escenas y mejorar las ideas que quiere que su texto desprenda. Es como si, en un folio, todo fuera susceptible de ser mejorado, mientras que, en el documento de Word, parece que incluso el primer borrador merece ser publicado. Y no, por supuesto que no lo merece.
Hay algo maravillosamente infantil en la forma de trabajar de Rosa Ribas. Se diría que, en vez de una escritora adulta, sigue siendo una niña que se agarra ansiosa al pupitre cuando llega la hora de manualidades: escribe a mano y en lápiz, lleva un plumier en el bolso, encuaderna sus propios manuscritos con cola elástica y a veces incluso con aguja e hilo, fabrica pendientes con las espirales de madera que el sacapuntas expulsa… Incluso ha construido un ‘asilo de los lápices’, que no es otra cosa que un cuadro con varios paspartús en los que va colocando los útiles de escritura que dieron sus minas para que ella pudiera seguir creando. Una artesana, en fin, de las de antes.
—————————
La última novela de Rosa Ribas es Lejos (Tusquets, 2022).
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: