El cine de género de terror o fantástico, muchas veces se han erigido como un laboratorio de experimentación formal y narrativo, buscando introducir nuevas puestas en escena, formas de narrar heterogéneas y disruptivas para con lo establecido, personajes carismáticos por su extravagancia y bizarrismo pero no exentos de complejidad al metaforizar miedos atávicos de los espectadores… Asimismo, junto con esta persecución de innovación, el cine de género ha buscado llevar la experiencia de sus seguidores hasta el límite de sus posibilidades, intentado medrar en los asideros sobre los que se estructura, y, de este modo, erosionar las certezas del espectador y conducirlo a un horizonte de perplejidad, desorientación y angustia. Sobran los ejemplos a lo largo de la historia del cine para observar este hecho.
Sin embargo, no sólo es antisistema por lo que hace referencia a cuestiones infraestructurales. Otro elemento que lo sitúa en este terreno es el hecho que Damien Leone, su director, no sólo encajó con mayor o menor indiferencia las críticas hacia la primera entrega, a la que se le acusaba de falta de profundidad, de ser una trama sin historia… sino que Leone, nada más ponerse a trabajar en la segunda parte de Terrifier, comenzó con leer con atención las críticas y realizar esbozos de guion teniéndolas en todo momento en cuenta. Es decir, dejando de lado cuestiones egocéntricas o narcisistas, Leone fue a los vacíos y socavones narrativos de la primera entrega, para construir capas argumentales de una mayor consistencia y densidad a la narrativa, sin dejar de lado la escatología o las múltiples referencias a otras obras (El Padrino, Saw, Pesadilla en Elm Street, La matanza de Texas, It, Joker…).
Antisistema, además, porque emplea el CGI lo mínimo (su uso es casi infinitesimal). La mayor parte de la puesta en escena es fruto de la elaboración de su director así como de los diferentes responsables de maquillaje, efectos especiales… Todo artesanal, protésico, escultural, construido pacientemente –fue de las películas afectadas por la COVID: su rodaje se inició en 2019 pero por cuestiones de confinamiento no pudo acabarse de rodar y montarse hasta 2021– y buscando en todo momento la complicidad de los fanáticos de la saga (en el proceso de producción se iban compartiendo imágenes y comentarios sobre el desarrollo del mismo en redes sociales). Imposible de concebir lo artesanal y dicha complicidad en una producción de estudio, sea grande o pequeño.
Sin embargo, su carácter absolutamente disruptivo para con el sistema de la industria cinematográfica nos lo encontramos, además, en el carácter violento, macabro, sádico y escatológico de muchas de sus escenas. No admite prejuicios ni represión. Las escenas, construidas entre Damien Leone y el protagonista del film, el actor David Howard Thornton, son extremadamente gore, duras, donde lo sórdido y macabro tiñen cada rincón de la escena. Sin embargo, lo que se está produciendo aquí es un reto. Leone reta a un espectador del siglo XXI, autosuficiente, ahíto de escenas de lo más transgresoras que día a día circulan por su pantalla de móvil, ordenador, Tablet o televisión. Leone problematiza la mirada del espectador y la sitúa en un contexto escalofriante, dado el realismo, así como la crueldad de las escenas.
Ahora bien, retando a su mirada, reta también a su cuerpo, sensibilidad, capacidad receptiva para con lo que tiene ante sí. Si la mirada es retada por una imagen escabrosa, el cuerpo es llevado a un espacio oscuro, claustrofóbico, sin asideros. Todos hemos visto imágenes más o menos crueles, sin embargo, lo que introduce Leone en su obra es la dimensión de lo grotesco desde el realismo más crudo. Pese a que por momentos los efectos manuales son insuficientes, dada la precariedad de la producción, precisamente esa insuficiencia juega a su favor para demostrar más vivamente si cabe el realismo ya que la realidad, si se la piensa correctamente, está atravesada de fracturas, fallas e imposibilidades. Sus escenas son realistas precisamente porque nos demuestran una realidad (la nuestra) en constante quiebra, en la que los puntos de agarre se han dilapidado hace tiempo, y todo se sustenta en una autopropulsión errática e imperfecta, que deforma constantemente el lugar del que parte así como al que se dirige.
Y este reto imaginario y corporal siempre tiene un protagonista: Art the Clown. Su construcción y presentación, ya en su primera aparición en el cortometraje de 2008 The 9th Circle, así como en el corto Terrifier de 2011 (ambos, por cierto, aparecerían en la antología All Hallows’Eve de 2013) y, sobre todo, en los dos largos, Terrifier de 2016, y en esta nueva entrega, es excepcional. A medio camino entre lo humano y lo demoníaco, Art es sádico, cruel, divertido, carismático… El trabajo de expresividad corporal que realiza el actor David Howard Thornton es sencillamente increíble. Art no pronuncia ninguna palabra en todas sus intervenciones (lo que nos remite a una puesta en escena, en cada una de sus intervenciones, al cine presonoro) y solamente es capaz de simbolizar una, a través de la sangre de sus víctimas, ante un espejo: Art. Encarnación del mal absoluto, Art no tiene piedad ni remordimientos en el momento de jugar con sus víctimas y someterlas a las aberraciones más crudas que puedan concebirse. Pero cuidado, su maldad va in crescendo, como si el mal se retroalimentase de la maldad diseminada por el mundo. Este hecho puede verse en la escena del restaurante, en Terrifier 1, donde Art juega, a modo infantil y de coqueteo, con una de las dos chicas a la que termina regalándole un anillo de prometida de juguete. Tras verse sometido a la burla y sorna, su maldad se recrudece, su violencia aumenta y la locura se desborda, aún más si cabe.
Art, por consiguiente, configura el arquetipo del mal, que no admite retrocesos ni prerrogativas. Por ello la primera parte, Terrifier, es tan dura: el mal no tiene control alguno, ninguna entidad puede someterlo o aplacarlo salvo su propia inercia y efectividad. Terrifier es mucho más dura que la segunda parte (pese a los desmayos, vómitos, mareos, así como las quejas y denuncias maternas a la segunda entrega) no tanto por lo explícito de su violencia sino por el oscuro mensaje que encierra y el pesimismo atroz que trasmite: el mal no tiene amo y, por consiguiente, control. En cambio, en la segunda, pese a ser infinitamente más violenta y explícita, con la introducción del personaje de Sienna, ángel redentor, aplaca la crueldad del mensaje de la primera ya que ahora Art, es decir, el mal, ya tiene un contrapeso, alguien capaz de domesticarlo y vencerlo. Se introduce un maniqueísmo amortiguador y es, por ello, en el fondo, una película optimista, tocando puntos que a nosotros nos atraviesan de lleno: pese a que la maldad y el infortunio cada vez es más acuciante, intenso, doloroso y directo, al final podemos hacerle frente hasta vencerlo. Es decir, Terrifier 2 pone de nuevo la vieja fórmula de pasarlo mal para después obtener la recompensa final.
Y es que Terrifier, pese a la apariencia de ser un divertimento sin importancia que aúna como pocas el terror más escalofriante, crudo y explícito con la ironía y el humor negro, toca puntos cruciales en el espectador (de ahí su reacción visceral, corporal, afectiva, de rechazo o de entrega absoluta) y en la industria. Película antisistema, que sitúa al espectador y a la industria en una encrucijada difícilmente sostenible. Por todas estas circunstancias, y más allá de la calidad o no de su propuesta, empleando la única palabra que pone en circulación el payaso sádico, la saga Terrifier es Art.
Ayer tuve pereza de tirar la basura. Hoy no sé si tirarla o venderla como objeto de arte antisistema. Igual hay alguien que encuentra interesante meter sus manos para escrutar las mondas de patata y buscar nuevas sensaciones entre los pañales usados.