“Claro que hay una lucha de clases, pero es mi clase, la clase de los ricos, la que está librando esta guerra. Y la estamos ganando”.
Warren Buffett, The New York Times, 26 de noviembre de 2006
“Puede parecer un idiota y actuar como un idiota, pero no se deje engañar: es realmente un idiota”.
Groucho Marx
“La economía es el método; el objetivo es cambiar el corazón y el alma”.
Margaret Thatcher, Sunday Times, 3 de mayo de 1981
Pecado de omisión. Recuerdo un cuento de Ana María Matute titulado “Pecado de omisión”. En él, un muchacho que acaba de perder a sus padres es acogido por su tío, un campesino rico, que lo pondrá a trabajar de pastor en las montañas, mientras envía a su hijo a estudiar a la ciudad. Al cabo de unos años, el muchacho, convertido en un hombre rudo e ignorante, se reencuentra con su primo, que acaba de regresar de la ciudad transformado en un hombre culto y educado. Y en el momento en que éste le ofrece un cigarrillo, y él lo coge de su cigarrera dorada, con sus manos callosas, comprende lo que ha sucedido. Coge, entonces, una piedra, se gira hacia su tío, allí presente, y lo mata de un golpe en la cabeza.
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Los libros. Preocupado por el estado futuro de mi cabeza, hace tiempo que empecé a escuchar las numerosas voces que osan expresar su descontento con el estado de dejación educativa en el que nos hallamos. El azar de mis lecturas (esclerotizado quizá en el destino de mi algoritmo) me ha llevado a leer con gran interés a gente como Andreu Navarra, Gregorio Luri, Marina Garcés, Catherine L’Ecuyer, Pascual Gil Gutiérrez o Carlos Javier González Serrano. Y la verdad es que no me han parecido reaccionarios pedagógicos que quieran desempolvar el látigo u obligar a los niños a estudiarse el listín telefónico, sino gente muy cuerda que, desde diferentes puntos del espectro político, convergen en su interés por hacer de la educación una herramienta de ilustración, en el mejor sentido de la palabra.
Por falta de espacio, me voy a centrar en dos libros: Scholag delenda est?, de Pascual Gil Gutiérrez (Apostroph, 2022) y Prohibido aprender, de Andreu Navarra (Anagrama, 2021). El primero de estos títulos es una variación sobre el Carthago delenda est, esto es, “Cartago debe ser destruida”, que Catón podría haber pronunciado en uno de sus beligerantes discursos ante el Senado romano. Según Gil Gutiérrez, desde el mundo de la empresa, los think tanks y las instituciones políticas existe la firme voluntad de desmantelar la educación, con el objetivo de eliminar uno de los últimos bastiones de resistencia frente al sistema neoliberal, al que no le interesan ciudadanos críticos, informados y conscientes de sus derechos, sino empleados ignorantes, sumisos y habituados a la precariedad. (Eso si es que no se los está ya preparando para el tipo de alienación que necesita la ultraderecha). Lo cual no es conspiranoia, sino el resultado de preguntarse, como nos enseñó a hacer Nietzsche, cui bono? Esto es, ¿a quién beneficia todo esto?
Con el objetivo de organizar un poco mi exposición, responderé a algunas de las perplejas preguntas que he oído formular a muchos padres con fragmentos de los libros de Pascual Gil Gutiérrez y Andreu Navarra.
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¿Por qué parece que mi hijo no aprenda nada en algunas asignaturas? Porque en algunas asignaturas no aprende nada. Y no aprende nada porque ya no se lleva aprender, sino sólo aprender a aprender (lo cual quizás exija, como en las aporías de Zenón, aprender a aprender a aprender…). Según algunos pedagogos, manejar contenidos es algo obsoleto. Ahora basta con manejar continentes. A esto se le llama “formación competencial”, y consiste, según Gil Gutiérrez, en “sustituir el aprendizaje real por el mantra de ‘aprender a aprender’, vaciado de todo contenido metacognitivo”. Me imagino que en breve los cocineros aprenderán a cocinar con cacerolas vacías.
Pero ni Gil Gutiérrez ni Navarra consideran que las competencias sean “una chorrada” o “un timo”. Muy al contrario, las consideran fundamentales en el proceso de enseñanza. Sus críticas a la formación competencial son más concretas y justificadas. En primer lugar, consideran que las competencias no pueden definirse ni enseñarse más que en relación con los contenidos concretos de cada asignatura, pues, como señala Gil Gutiérrez, “el conocimiento es el que arrastra a la motivación y a la emoción, y no a la inversa”; de modo que “sólo motiva el que enseña algo”, y “solo se motiva el que aprende”.
Contra el tópico de que “saber historia no significa saber enseñar historia”, Navarra sostiene que “cualquier docente experimentado diría que la cosa es exactamente al revés: la mejor prueba de que algo que uno creía saber no lo sabe en realidad es que fracasa al enseñarlo.” (A mí de pequeño me decían: “Si no lo sabes explicar es que no lo sabes”).
Segundo, la formación por competencias amaga con transformar la educación en una especie de servicio militar profesional, en el que lo principal no es adquirir conocimientos, sino, como diría Margaret Thatcher, “cambiar el alma”. Según estudia Marina Garcés, en Escuela de aprendices (2020), el aprendizaje se está viendo reducido al proceso de adquisición de una mera flexibilidad adaptativa. ¿O no es cierto, como señala Navarra, que “las competencias básicas han consolidado en nuestro país una educación precaria para una sociedad precaria”? Si no, ¿de qué los empresarios y los economistas iban a interesarse tanto por la educación? La cuestión es que han visto que la nueva educación puede proporcionarles empleados obedientes y baratos, programados, como Eichmann, para cumplir ciegamente con todos los objetivos que se les marquen. El mismo gobierno de la Unión Europea definió las competencias como “objetivos estratégicos” para construir “una economía basada en el conocimiento, competitiva y dinámica, capaz de tener un crecimiento económico sostenible”. Todo lo cual no deja de ser pura jerga neoliberal maquillada de socialdemocracia.
Tercero, la formación competencial ha servido para degradar la figura del profesor. De ser el depositario de un conocimiento apreciado, se ha transformado en un mero animador o facilitador de aula, cosa que puede hacer cualquiera. Por si esto no fuese suficiente, añade Navarra, hace ya muchos años que “el profesorado está sometido a demasiada vigilancia moral, demasiada presión acusatoria”, que suele adoptar la forma de evaluaciones y autoevaluaciones constantes, así como la de un humillante tiovivo de cursos, mantras y demás “rondas de lavado de cerebro pseudoeducativas.”
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¿Por qué mi hijo siempre está haciendo trabajos en grupo, y quejándose de que no aprende nada? Te refieres, seguramente, al Aprendizaje Basado en Proyectos, o ABP, que ha sido presentado como “la metodología definitiva”. Sin embargo, este método, que parece sacado directamente del Método Grönholm, no busca más que acostumbrarnos, o mitridizarnos, a los altos niveles de inseguridad vital y laboral que el neoliberalismo nos tiene reservados. Según Gil Gutiérrez, para los defensores del ABP, el saber no importa más que como marco del proyecto, porque lo realmente importante no es “saber y reflexionar sobre un conocimiento verdadero, sino usar algunos contenidos específicos y rudimentarios”, que sirven como excusa para “planificar y desarrollar dicho proyecto, de tal forma que su resultado tenga un impacto productivo demostrable.”
El Aprendizaje Basado en Proyectos es, pues, la paideia neoliberal, en virtud de la cual la futura mano de obra barata incorpora las actitudes y aptitudes que necesita el mercado, y no aquellas que puedan servirle para ser más libre o más justo. Tal y como nos informa Pascual Gil, en España, los jesuitas se han erigido en los pioneros de esta nueva escuela-empresa, al acogerse al plan Horizonte 2020, financiado por la Comisión Europea, con el objetivo de ayudar a “los centros de enseñanza a desarrollar nuevos modelos empresariales y educativos”. (Comunicado de la comisión Europea del 25 de septiembre de 2013) Amen.
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¿Por qué algunas clases parecen un curso de autoayuda? Porque algunas clases son un curso de autoayuda. Según explica Gil Gutiérrez, el nuevo paradigma educativo busca cambiar la esencia misma de la escuela, que dejaría de ocuparse del saber para centrarse en el ser, como efecto de la “extendida y peligrosa creencia –que no certeza- en que el ser de un individuo se puede enseñar, o, peor aún, moldear, dando vueltas metafísicas sobre sí mismo, sobre el yo, y no mediante la comprensión de la realidad cultural y material que nos rodea, de la physis.” El efecto de esa promesa casi mesiánica de redención mediante el trabajo sobre el propio ser ha sido la convicción de que los conocimientos y los contenidos son accesorios o prescindibles, y deben ser sustituidos por cursos y teorías sobre el equilibrio emocional. El problema, continúa Gil Gutiérrez, es que, “para ser realmente, primero hay que pagar el peaje del saber”, porque, sin un conocimiento cabal del mundo, sin una memoria bien nutrida, sin unos hábitos racionales de observación y reflexión, y sin un lenguaje poderoso, “el alumno sólo podrá armarse como sujeto recurriendo a su mismidad, a lo que quiere, a lo que desea, a su más primaria voluntad.” De ahí unas identidades débiles, fundadas sobre la falla narcisista del que se busca permanentemente a sí mismo, y nunca se acuerda del mundo, ni para conocerlo, ni para cambiarlo. En opinión de Gil Gutiérrez, ése sería también el origen de “los escasos umbrales de frustración, esfuerzo o concentración”.
A la obsesión por el ser se le añade el discurso de la motivación, que se ha erigido en la mejor estrategia para culpabilizar al profesorado, al sugerirse que el principal problema educativo es que los docentes no saben motivar a los alumnos. Esta obsesión ha dado lugar a toda una serie de innovaciones educativas, que ni motivan, ni entretienen, ni enseñan, ya que, como recuerda Gil Gutiérrez de su época de estudiante, “a la mayoría de nosotros estas metodologías nos despertaban más bien indiferencia, desidia, pesadez, una potente y patente sensación de perder el tiempo”.
Por si esto no bastase, durante las últimas décadas se han incorporado al discurso educativo toda una serie de teorías pseudo-científicas, que no hacen más que confundir o agobiar a los profesores. Tal es el caso de la teoría de las inteligencias múltiples, de Howard Gardner, según la cual existen varios tipos de inteligencias autónomas. La cuestión es que esta propuesta, que en palabras de Gil Gutiérrez es acientífica, tautológica y confusa, hasta el punto de que su mismo creador la abandonó, sigue gozando de buena salud en el ámbito educativo, llegando a crear “un imperio industrial y mediático con ganancias anuales millonarias dedicado a convencernos de lo buenos, luminosos, listos y especiales que somos todos, con sus respectivas y lucrativas ramificaciones en forma de coaching, autoayuda, psicologismo barato, psicología positiva, mindfulness, etc”. Tal es el caso también de Carl Rogers, padre de la llamada “psicología humanista”, que ha popularizado mantras como el de “aprendizaje no directivo”, “enfoque centrado en el alumno” o “el profesor debe ser un facilitador en el aula, no un director”. Añadamos también la psicología positiva de Martin Seligman, que tiene importantes sesgos ideológicos. O el auge del mindfulness o el neoestoicismo.
Este interés por lo emocional y lo positivo estaría relacionado con lo que Eva Illouz y Edgar Cabanas han dado en llamar “happycracia”, Remedios Zafra, “entusiasmo”, Byung Chul Han, “exceso de positividad”, y otros “positivismo tóxico”. Y que representaría una nueva forma de alienación producida por el tardocapitalismo, consistente en despolitizar, individualizar y culpabilizar todo malestar, con el objetivo de que los individuos no critiquen, no se organicen, y estén dispuestos a aguantar neoestoicamente la precariedad y la sumisión, por miedo a parecer negativos, infelices o fracasados.
Según Navarra, “cuando el Estado ya no puede proporcionar bienestar, nos ofrece un simulacro comercializado de felicidad”, aunque sólo sea mediante “el maquillaje entusiasta de la desinversión progresiva en educación.” Al fin y al cabo, todos esos cursos que siguen el formato de la autoayuda, no sólo son más baratos que formar en contenidos al profesorado, sino que también sirven para confundirlo, humillarlo y desmotivarlo.
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¿Por qué esta obsesión por innovación? Uno de los rasgos fundamentales del pedagogismo actual es la obsesión por la novedad, conocida también como “novolatría”. Este entusiasmo por lo nuevo, que suele monopolizar las jornadas de puertas abiertas de los colegios, participa a la vez del pensamiento mágico, del solucionismo y del lavado de cara.
Participa del pensamiento mágico, porque se busca en la voluntarista repetición de algún mantra vistoso una seguridad que siempre se revela etérea y decepcionante. Lo cual ha provocado una especie de huida hacia delante, más parecida a un tío vivo de feria, que a un progreso real: aprendizaje basado en proyectos, gamificación, learning by doing, flipped-classroom, Montessori, Regio-Emilia, changemaker, Amari Berri, Doman, Kumon, visual thinking, critical thinking, design thinking, aprendizaje-servicio, role-playing, educación dialogante… Para Gil Gutiérez, “la proliferación de tanto método que presume de eficacia demostrada indica todo lo contrario”; esto es, que estamos ante un bazar persa al que llegan nuevos productos cada día, y quien triunfa es el que tiene un mejor marketing o influyentes padrinos”. Eso sin contar que, como la magia se remonta por lo menos a Babilonia, “la mayoría de estas supuestas innovaciones arrastran al menos un siglo de vida y que muchas han sido seriamente consideradas por la ciencia”.
La novolatría participa también del solucionismo, que Navarra define como “la idea o la sensación de que una medida radical o rompedora podría regenerar o recomponer el sistema”, en este caso “el sistema educativo”. El problema es, como dice Borges, en “La Biblioteca de Babel”, que a una esperanza desaforada siempre le sigue, como es natural, una depresión excesiva. Así que buena parte del nihilismo educativo en el que nos dormimos, como los soldados de Napoleón sobre los nevados caminos de Rusia, es resultado de la decepción permanente a la que el solucionismo nos tiene acostumbrados. Necesitamos, pues, una nueva vivencia del tiempo, no más resignada, sino más realista. Ya que siempre será más efectivo un plan modesto que se cumple, que un plan maravilloso que se queda en nada. Coincido con Navarra en que es necesario recuperar la idea de que “a la escuela y al instituto hay que ir a aprender y a enseñar, sin perder más tiempo, sin sofisterías fraudulentas y sin pseudorrevoluciones burocratizadas”. ¡Contra la ignorancia, ni un minuto de descanso!
Pero la novolatría también participa del lavado de cara, porque el principal efecto, si no la principal intención, de todas estas novedades es crear falsas polémicas que eclipsan el verdadero debate, social y económico, que suele ser más incómodo para las diferentes instancias del poder educativo y político. Según Navarra, las diferentes reformas han servido para “maquillar los pésimos datos educativos con medidas nunca destinadas a la mejora de la calidad educativa, sino al ocultamiento de su mediocridad endémica”.
Tal sería el caso de toda una serie de mitos impracticables, como el de la “atención a la diversidad”, que fue el concepto estrella de la LOGSE, de 1990, que no recibió el apoyo presupuestario necesario; el de las “competencias básicas” de la LOE, de 2006; o el del “aprendizaje basado en proyectos”, de la LOMLOE, de 2020. En palabras de Navarra, todos ellos son “conceptos que traen aparejada una gran presión burocrática, pero que nacieron como eslóganes publicitarios, es decir, como propaganda política y autopromoción ministerial”.
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¿Por qué algunos profesores parecen estar cansados o desanimados? Porque muchos profesores están cansados y desanimados. Para empezar, en las últimas décadas ha aumentado de manera exponencial la cantidad de burocracia que estos deben realizar. Y ese exceso de burocracia consume cantidades ingentes de energía que podrían dedicar a la preparación de las clases o a la organización de actividades culturales o científicas complementarias. La burocracia no sólo causa fatiga y enfado, sino que también aumenta el sentimiento de impotencia, que, como diría Spinoza, es el objetivo último del poder. Además, la burocracia tiene un carácter fundamentalmente fiscalizador, que humilla al profesor, y amenaza su libertad de cátedra, al convertirlo en el sospechoso habitual de todo el sistema educativo. Así, el profesor es sospechoso de no saber motivar al alumnado, es sospechoso de enseñar conocimientos obsoletos, es sospechoso de causar traumas indelebles en sus alumnos, es sospechoso de no pensar más que en las vacaciones… Según Navarra, el despropósito burocrático no es sólo absurdo o ridículo, sino pernicioso, porque el sistema educativo ha quedado “herido por unos esfuerzos burocráticos”, que acaban traduciéndose “en escepticismo general, desapego, desmovilización, fatiga y sensación de haber sido estafados”.
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¿Por qué mi hijo está siempre delante de una pantalla? Porque nuestro sistema educativo ha “comprado” el pack completo de la educación digital, en la cual ha depositado esperanzas prácticamente mesiánicas, que persisten a pesar de la abundancia de pruebas, científicas y domésticas, acerca del daño que el exceso de pantallas ejerce en la memoria, la concentración y la autoestima. No importa la posición anti-TIC de muchos de los fundadores y CEOs de las grandes multinacionales de la informática, ni el interés de libros como Educar en la realidad, de Catherine L’Écuyer o documentales como El dilema de las redes, ni que existan programas de desintoxicación digital, ni que nosotros mismos experimentemos niveles de ansiedad y desconcentración inauditos… Como en el chiste del hombre que caía desde un sexto piso: “Hasta aquí todo va bien”.
Según Gil Gutiérrez, el mito de la “natividad digital” suele reducirse “a cuatro rudimentos de acceso a plataformas Web de ocio, a un contacto temprano con la pornografía que ofrece una educación sexual aberrante, y, sobre todo y ante todo, a una evidente adicción a las redes sociales, las cuales rara vez nos aportan algo más que la construcción de unas identidades vacías y superficiales, presas fáciles de la inseguridad y la frustración.” Por todo ello, concluye, “pensar y actuar como si nuestros alumnos fueran expertos digitales equivale a afirmar que un borracho es experto en vinos”.
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¿En los colegios privados también hacen estas tonterías? Sí, pero menos. Lo cierto es que muchas de estas utopías de despacho, tan fantásticas como infrafinanciadas, se aplican fundamentalmente, como los medicamentos de El jardinero infiel, a los niños de la escuela pública. Según Pascual Gil, las elites suelen reservar para sus hijos una educación más tradicional. Tal sería el caso Boris Johnson, quien estudió, como otros diecinueve primeros ministros británicos y otros muchos líderes de las finanzas y la cultura, en el Eton College, donde, además de trabajar la memoria, realizar exámenes y cultivar la disciplina, se estudia griego y latín. Me imagino que cuando las masas accedieron a la educación libre obligatoria, las elites debieron quedar bastante preocupados, pues una repartición equitativa de la educación siempre conlleva una repartición equitativa del poder. Por eso la minoría privilegiada ha debido ver como agua de mayo todas esas ocurrencias pedagógicas, que, unidas a la domesticación ideológica, a la infrafinanciación y a la violencia burocrática, les han permitido recuperar su identidad educativa. Así, frente a los que aprenden a aprender sin aprender nada, ven atrofiada su memoria, equivocada su autoestima y debilitada su fuerza de voluntad, los elegidos tienen la oportunidad, no siempre aprovechada, de aprender a hablar con propiedad, de conocer el mundo, de esforzarse y de esperar grandes cosas de la vida. La banca siempre gana.
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¿Por qué parece que los jóvenes se creen el centro de todo? Porque les han dicho que son el centro de todo. Les han dicho que el profesor no tiene nada que enseñarles, y que su papel debe limitarse a admirar cómo su ser se expresa libremente, y a luchar por que nadie impida el despliegue de su propia espontaneidad. Según Gil Gutiérrez, la presunción rousseauniana “de que el joven en formación es un dechado de virtudes, capacidades y bondades que ya están presentes en él”, mientras que es “la acción de la sociedad la que lo corrompe”, ha llevado a erigir al alumno en “el protagonista de su propio aprendizaje”. Lo cual es cierto en un sentido trivial, mas no en el sentido ingenuo que muchos pedagogos reivindican, y que ha servido para marginar todavía más la figura, también protagonista, del profesor.
Los textos de María Montessori que Gil Gutiérrez reproduce en su ensayo son para ponerle los pelos de punta al más original de todos los padres. En Educación y paz, afirma que hizo la firme promesa de que “me convertiría en una fiel seguidora del niño, mi maestro”, llegando a decir que ve “la figura de un niño erguido frente a nosotros, con los brazos bien abiertos, haciendo un llamado a toda la humanidad para que lo siga.” Y en La mente absorbente del niño, llega afirmar que: “Nosotros, educadores, sólo podemos ayudar a la obra ya realizada, como los siervos ayudan al señor. Entonces daremos testimonio del desarrollo del espíritu humano; del nacimiento del Hombre Nuevo.” Aquellos a los que eso del “Hombre Nuevo” les huela a comunismo, se relajarán quizá al leer el siguiente párrafo: “¿No sabemos por nuestra santa fe que el niño, una vez alcanzada la edad de la razón, está capacitado y hasta estimulado por la influencia sobrenatural de Dios sobre la inteligencia para pensar según el pensamiento divino y para querer según la sabiduría divina?” Que se cierra con el siguiente orgasmo pedagógico: “Tened la paciencia de María, la madre del divino niño, que humildemente supo esperar los milagros de su Hijo.”
Lo cierto es que la idealización y la demonización no constituyen los mejores modos de relacionarse con la realidad, pues en ambos casos la deformamos. Como nos enseñó Todorov en La conquista de América, amar al otro sin conocerlo es una forma de amar insuficiente, que suele acabar revelándose, además, perniciosa. Ni los tópicos idealizadores (alegre espontaneidad, inocente sinceridad, capacidad infinita para la sorpresa, curiosidad metafísica…), ni los demonizadores (egoísmo, sadismo, indiferencia, narcisismo…), nos ofrecen una visión verdadera, y por lo tanto útil, de la infancia. A menos que nuestra idea de utilidad sea la sumisión, la mercantilización o la desatención del otro.
La realidad siempre es más compleja, y me imagino que ningún verso capta mejor la naturaleza de niños y adultos como aquel en el que Nicanor Parra define al ser humano como “un embutido de ángel y bestia”. Gil Gutiérrez coincide, por su parte, con la visión, más realista, de Concepción Arenal, quien, en La instrucción del pueblo, de 1878, afirmó que: “La ignorancia hay que combatirla todos los días, porque renace con cada niño que ve la luz.” Frente a los tópicos que hablan de la curiosidad espontánea de los niños y los jóvenes, Gil Gutiérrez nos recuerda que “pocos alumnos leen en la adolescencia si no se les conmina a ello”, y “pocos alumnos mantienen un esfuerzo continuo si no se les induce a que lo hagan”, ya que “el saber no parece obligatorio sino al que sabe ya”, y, como dijo Chesterton: “No puede existir la educación libre, porque si dejáis a un niño libre no le educaréis”.
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¿Por qué educan a los niños como si fuesen a vivir en una comuna hippy cuando lo que le espera es la selva neoliberal? Precisamente porque la mejor forma de abrirle nuevos espacios a la selva neoliberal es dinamitar con máximas libertarias el sistema educativo. Lo cual es muy antisistema (educativo). Todo ello se basa en lo que Nietzsche llamaría una transvaloración de los valores, consistente en considerar toda transmisión de conocimientos como una imposición autoritaria.
Del mismo modo que, para Richard Sennett, la utopía libertaria de los años sesenta acabó transformándose en el infierno neoliberal de la flexibilidad, la autoexplotación y el positivismo tóxico, la vieja pedagogía libertaria se ha trocado, en palabras de Navarra, en el falso libertarismo de las reformas educativas, que no sólo contribuye a erosionar el sistema educativo mediante un discurso antiautoritario promulgado, sin pestañear siquiera, por las mismísimas autoridades competentes, sino que además permite que perdure la desigualdad social, porque, cuando, en la escuela, “para que no quede nadie atrás, quedará todo el mundo atrás”, lo que sucede es que “el acceso a la autonomía personal y a las carreras universitarias quedará restringido a la élite económica.”
Por eso, frente a la escuela anticultural y falsamente libertaria, resulta necesario que se recuperen los postulados de la ilustración y la izquierda, para los que la libertad pasaba por luchar contra el oscurantismo, entendido como la oposición sistemática a que se difunda el conocimiento entre el pueblo. Según Navarra, “la solución no puede consistir en abolir la cultura sin más y trabajar para la colocación de nuestra juventud en empleos de bajo perfil, o en residualizarla, lo que aún es peor, declarándola inútil e incapaz de pensar”, pues “sin un conocimiento profundo de las propias coordenadas histórico-filosóficas no es posible impulsar ningún tipo de proyecto democratizador.”
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¿Pero no es esta la educación para el futuro? Según Gil Gutiérrez, otro de los mantras del nuevo paradigma educativo es que la educación debe ser fundamentalmente una preparación laboral, y como ese mercado laboral cambia constantemente, la educación debe esforzarse por educar para ese futuro laboral que aún no existe. El argumento es el siguiente: como no se educa para saber, sino para trabajar, y como los trabajos de hoy ya no existirán mañana, la educación es un material fungible, y el saber, un lastre que soltar. Pero el futuro del que hablan los poderes económicos no es un destino inevitable, sino el futuro que ellos mismos construyen con la ayuda de esta misma educación para el futuro. De ahí que Gil Gutiérrez sospeche que “la educación para el futuro que nos exigen como única posible es la educación ideal y deseada para que dichos planes se cumplan a rajatabala.” Pero, dejando a un lado el hecho de que la educación no es una agencia de colocación laboral para un precariado sumiso, lo cierto es que “lo único que permanece sólido, estable y en mejoría ante tanto aparente cambio, son los contenidos científicos y académicos, aquellos que han pasado con nota el filtro de la historia y la razón, los más exigentes de todos los filtros, para engrosar el canon del conocimiento verdadero.” En resumen, la escuela no debe seguir, y aun menos adelantarse, a la sociedad, sino que la escuela debe contribuir a hacer la sociedad.
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¡Si al menos viviésemos en Finlandia! No es nieve todo lo que es blanco. Según nos entera Gil Gutiérrez, Finlandia se erigió en el modelo educativo por excelencia desde que se publicaron los resultados del Informe PISA 2000, organizado por la OCDE (que es la institución económica que representa a los países ricos, y tiene como objetivos prioritarios el crecimiento económico ilimitado, la competitividad y la expansión de la economía de mercado a nivel internacional), y no por alguna institución educativa, que busque simplemente la formación de ciudadanos cultos y, por lo tanto, libres. Así que fueron políticos, banqueros y empresarios los que iniciaron la mitificación del sistema finlandés, que tradujeron en una serie de innovaciones delirantes como la abolición de los deberes, la eliminación los contenidos del currículo, el trabajo basado exclusivamente en proyectos, que los alumnos elijan qué hacer y cuándo, etc. Todo ello sin tener en cuenta que el éxito de dicho sistema radicaba en la autoridad y el respeto de los que gozaban de forma tradicional los profesores.
De este modo, continúa Gil Gutiérrez, “la potente escuela francesa republicana, modelo del ascensor social que una buena instrucción podía facilitar, se ha ido destartalando en los últimos cuarenta años, perdida en delirios pseudopedagógicos.” Como diría Orlando furioso: “¿Quién subirá por mí, señora, al cielo / a devolverme mi perdido ingenio?”
Quizás nuestro hechizo se rompa cuando nos enteremos de que la crisis de la autoridad de los profesores y el vaciamiento de los contenidos de su propia educación, provocados en parte por la fuerza de retroceso de su propio mito, capturado por la cultura tardocapitalista, ha provocado una crisis sin precedentes en el sistema educativo finlandés. Pero de eso no hablaremos tanto.
Como tampoco hablaremos, como señala Gil Gutiérrez, del hecho de que países como Corea y Japón, que encabezan el ranking del informe PISA (que tanto les importa), “no se plantean desterrar el libro de texto”, “trabajan la memoria, la caligrafía, la historia del país, la literatura, las lenguas”, y todo ello “bajo un estricto marco de disciplina y exigencia”.
Si bien dicho autor no desea regresar a la era Meiji ni entrar a participar en el Juego del calamar, sino, en todo caso, a un cierto unplugged educativo, en virtud del cual se le devuelva la autoridad al profesor, se fomente el dominio de la lectura y la escritura, se desarrolle la memoria, se estimule el amor por el trabajo bien hecho, se prohíba el uso de móviles en los centros y se fomente la cultura humanística y científica con un poco de seriedad.
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Pero ¿a quién beneficia todo este despropósito? Según Spinoza el dominio no se ejerce tanto mediante la violencia, que el poder reserva sólo para los casos excepcionales, como mediante la difusión de las pasiones tristes, esto es, mediante la difusión de la impotencia, que propicia la sumisión. Y no hay mayor impotencia que la ignorancia. En su ensayo, Gil Gutiérrez cita el siguiente pasaje de los Escritos pedagógicos de Hegel, que en mi opinión debería estar colgado en todas las salas de profesores de este país:
“Según la obsesión moderna, especialmente de la pedagogía, no se ha de instruir tanto en el contenido de la filosofía, cuanto se ha de procurar aprender a filosofar sin contenido; esto significa más o menos: se debe viajar y siempre viajar, sin llegar a conocer las ciudades, los ríos, los países, los hombres… (…) El modo triste de proceder, meramente formal, este buscar y divagar perennes, carentes de contenido, el razonar o especular asistemáticos tienen como consecuencia la vaciedad de contenido, la vaciedad intelectual de las mentes, el que ellas nada puedan.”
Edward Said nos mostró, en Orientalismo, de qué modo la ignorancia acerca de “Oriente” podía prestigiarse y sutilizarse, hasta adoptar la forma de una verdadera disciplina académica, con el objetivo de dominarlo. Como estudió D’Holbach, en su Ensayo sobre los prejuicios, la ignorancia no es sólo ausencia de conocimiento, sino también presencia de un falso conocimiento, que permite ocultar, demonizar o desactivar aquello que le interesa al poder. Borges hizo de la ignorancia humana la materia prima de su obra artística. Los poderosos hacen de la ignorancia que difunden la materia prima de su poder. Por eso, según Navarra, resulta sospechosa la coincidencia de las crisis económicas y las novedades educativas, que se le aparecen como una forma más de la “doctrina del shock”, teorizada por Naomi Klein.
Según afirman Pierre Dardot y Christian Laval, en La nueva razón del mundo, la debacle del sistema educativo es un experimento de ingeniería social, dirigido por la OCDE y la Unión Europea, con el objetivo de imponerle la doctrina neoliberal. Thatcher lo dijo bien claro en una tristemente célebre entrevista que el Sunday Times publicó el 3 de mayo de 1981: “La economía es el método; el objetivo es cambiar el corazón y el alma.” Y para eso se necesita la escuela, una escuela que se haya sometido al servicio de las empresas y la economía, con el objetivo de crear hombres flexibles, autónomos, obedientes y burocráticos, programados para trabajar en condiciones de precariedad, bajo la presión de los objetivos y los proyectos, y bajo la depresión del sinsentido y la impotencia.
Como la Contrarreforma barroca de Maravall, la Contrarreforma liberal, de la que forma parte toda esta Contrarreforma educativa, exige un gran despliegue de medios, que no han dudado en proporcionar bancos y fundaciones más relacionadas con el mundo de las finanzas que con el de la educación. Gil Gutiérrez cita, como ejemplos, la Fundación Botín, del Banco Santander, y sus boletines educativos, de títulos más bien sonrojantes (Más emociones, más creatividad, más inclusión, mayo 2019; Todo un curso resumido en una sonrisa, junio 2019; Cierra los ojos, sueña y crea, noviembre 2018); el proyecto “Aprendemos Juntos” del BBVA, con conferencias como Educar a los niños en el ‘yo puedo’; o la Varkey Gem, una multinacional disfrazada de fundación, que premia a profesores que difunden valores como la emotividad, adaptabilidad, vaciado de contenidos, etc.
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¿Qué podemos hacer? Podemos expresar a las autoridades institucionales y de centro que queremos una educación de verdad para nuestros hijos. Podemos animar a los profesores a que hagan uso de su libertad de cátedra, y no dejen de enseñar en serio contenidos y valores. Podemos recordarle a nuestros hijos la importancia del esfuerzo, la memoria, la voluntad y el autocontrol, siempre con miras de lograr su propia emancipación. Podemos volver a despertar nuestra pulsión por la verdad, ya que es contagiosa. Y también podemos informarnos, escuchar y leer libros como los de Gil Gutiérrez o Andreu Navarra, que son la prueba de que otra educación es posible.
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Autor: Pascual Gil Gutiérrez. Título: Schola delenda est? Editorial: Apostroph. Venta: Todostuslibros.
Autor: Andreu Navarra. Título: Prohibido aprender. Editorial: Anagrama. Venta: Todostuslibros.
Me interpretan. Llevo 25 años insistiendo en la importancia de la lectura y de la escritura.
Ahora me tengo que dedicar a hablar sobre la necesidad de la atención.
Estoy en clase con estudiantes que ni me miran. En la tensión entre ser profesor recracionista y terapeuta.
No quiero darle la razón a Harari, quien afirma que estamos formando «irrelevantes».
Claro que me preocupan los jóvenes y sus padres. Pero no creo sinceramente que la salida sea contemporizar. Condescender. Alberto Manguel en su Historia de la lectura sabe lo que dice, mil años nos demoramos en aprender a estudiar, a leer, a anotar con signos de puntuación. Y ahora van a cambiar esto por lecturas transversales de pantalla y jóvenes obnubilados, que tienen un lenguaje bien pobre y que todo se lo merecen.
Soy un exalumno de la escuela pública y con profesores muy de izquierdas que me enseñaban a luchar contra el oscurantismo. La libertad, por supuesto, era lo que ellos decían. La ilustración era lo que es: papel coloreado, sin nada debajo. Tanta palabrería, tanta mentira, tanta sinvergonzonería me hicieron convertirme en un facha, un peligro público. Al menos, eso decían. Pues viva España. Por cierto, he conocido pastores con la cabeza mejor amueblada que muchos doctores, escribas y fariseos. Pocos muebles, pero en su sitio.