Incluso entre las sombras hay miradas capaces de atisbar un ápice de luz. Por un procedimiento semejante, hay a quien, entre sus alucinaciones, le es dada la lucidez. Partiendo de esta premisa, he llegado a comprender por qué la pintura surrealista, pese a lo surreal —valga la redundancia— de las escenas que nos muestran sus telas, es la más figurativa de todas las vanguardias. En una primera apreciación, la alteración de la realidad de su propuesta se imagina más cerca de la abstracción. Sin embargo, aunque la escena mostrada es alucinada, los sujetos y los objetos que la integran están pintados con una técnica tan figurativa como pueda serlo el academicismo. Verbigracia, los relojes derretidos de La persistencia de la memoria (1931), el conocido óleo de Salvador Dalí. En la realidad, los relojes no se derriten, como los mostrados en dicha tela. Pero su representación allí es tan figurativa que bien podrían ser fotografías coloreadas con aerógrafo. Más aún: si no integrasen un paisaje surreal por su extraña desolación, perfectamente podrían ser elementos de una pintura hiperrealista.
A excepción de Alicia en el país de las maravillas (2010). El primero de los remakes a imagen real de sus antiguos éxitos animados que confió a Burton la Disney, a mi juicio falló porque esa lucidez, que emerge en el delirio de la alucinación, llevó a nuestro cineasta a buscar un sentido a lo que no lo tiene. En fin, que somos muchos los que sostenemos que el díptico que Lewis Carroll dedicó a Alicia Liddell —Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas (1860), A través del espejo y lo que Alicia encontró allí (1871)— son lecturas para auténticos alucinados, que no infantiles, y Burton, a mí me da, no acabó de encontrar su público. Por no hablar de lo dudosos que fueron los afectos que el escritor sintió por la muchacha.
Tendente a la reinterpretación del cine pretérito desde que se le recuerda —las cintas favoritas de su infancia—, hay que reconocer que, en buena medida, Burton fue el artífice del redescubrimiento de Frankenstein desde las nuevas perspectivas que trajeron los años 90. Valiéndose de otro mad doctor, y sin caer en la simplicidad de tantos de sus colegas, nos propuso una revisión, en verdad entrañable, del moderno Prometeo —que también llamó la gran Mary Shelley a su criatura— en Eduardo Manostijeras (1990). Fue el de Burton un monstruo poético, pleno de esa dignidad del marginado que está por encima del vulgo y de la integración en la grey, siempre gris. Eduardo (Johnny Deep) está incapacitado para casi todo por las cuchillas de sus manos, empezando por el amor que siente por la bella Kim (Winona Ryder). Uno de los mejores títulos del mejor director de imagen real que haya pasado por la Disney. Pese a lo peliagudo de sus adaptaciones de Carroll.
Ya en el nuevo siglo, nuestro alucinado lúcido se atreverá con El planeta de los simios (2001) —¡que ya es decir!— y logrará un remake digno del mayor de los aplausos. Con mucho acierto, lejos de copiar las imágenes de Franklin J. Schaffner en el original de 1968, trasladará a las suyas propias el texto de Pierre Boulle. Así las cosas, llevará a cabo la adaptación ideal, que no consiste en la trascripción al pie de la letra, sino en la reinterpretación de las ideas del modelo.
Suele decirse que con Tim Burton (Burbank, California, 1958) el punk entró en la Disney. En efecto, el futuro autor de algunos de los mejores títulos del cine fantástico de los últimos años era un joven punkie cuando, luego de seguir unos cursos en el Instituto de Artes de California —un centro de enseñanza de la animación auspiciado por la Disney—, se empleó en la casa de Mickey Mouse. Pero ello no ha de llevarnos a pensar que con Burton entraron las crestas naranjas, las chupas de cuero y la música de los Sex Pistols en el estudio.
Llegado a la Disney en esos años en que la casa aún se encontraba sumida en una experiencia errática, falta de éxitos, iniciada en El abismo negro (Gary Nelson, 1979) y prolongada en Tron (1982), el punkie que ya empezaba a dejar de serlo aportó una estética consistente en una nueva visión de la monstruosidad, comprensiva y afectuosa, totalmente ajena a la provocación punk. En cualquier caso, aunque los responsables de la Disney se quedaron impresionados con el talento de Burton, y algunos de ellos incluso financiaron a título personal los primeros cortometrajes del incipiente realizador, el estudio acabó por desdeñar todos los trabajos de tan brillante alucinado.
Aquella estética, que no acababa de encajar en la casa de La Sirenita, era la alumbrada por un artista cuya infancia se le había ido entre la escenificación paródica de asuntos macabros y la sacralización de las delicias de la Hammer, Ray Harryhaussen, Roger Corman y el resto de las referencias de cierto cine fantástico, el fantastique para quienes lo aman. Un limbo, en el caso de Burton, presidido por Vincent Price.
Tan buen cineasta como apasionado cinéfilo, el joven supo crear con sus mitos una nueva estética, que se caracteriza por la ternura que entraña lo que en apariencia es abominable. Materializada por primera vez en Bitelchús, un jovial acercamiento a las almas en pena. También aquí podemos registrar esas concomitancias con la figuración del surrealismo.
A diferencia de la Disney en un primer momento, el público sí entendió al nuevo cineasta que fue Tim Burton. Recibido por las audiencias con auténtico entusiasmo, un año después de los primeros aplausos, el aún joven realizador rodaba la que a nuestro juicio sigue siendo la mejor cinta de superhéroes, Batman (1989). Superando el infantilismo de Lucas, Spielberg y las cuatro entregas de Superman habidas hasta entonces, el Joker (Jack Nicholson) de Burton, siempre con la cara alegre, disfruta matando a personajes tan mezquinos como Max Eckhardt (William Hootkins). “Se te ha acabado el futuro”, le adelanta con la misma gracia que se anuncia a los habitantes de Gotham como “tu tío el payaso” o se lamenta de los muchos esfuerzos que requiere ese envenenamiento de los cosméticos, mediante el que pretende llevar la ruina a la ciudad: “he de hacer tanto en tan poco tiempo”.
El Joker de Burton, a diferencia de sus monstruos —La novia cadáver y Frankenweenie, de las cintas homónimas del 2005 y el 2012, respectivamente—, no es ni entrañable ni bueno; es un cínico, el mejor súpervillano que se recuerda. Sus afirmaciones más ocurrentes son las que le sugiere la sapiencia. Así, le oímos decir que “la pluma tiene más poder que la espada”. Con las mismas, unas secuencias después le veremos llegar al museo donde secuestrará a Vicki (Kim Basinger), llamando al orden a sus hombres porque, “entramos en el templo de la cultura”. Acto seguido, la cuadrilla comienza a destrozar cuanta obra de arte les sale al paso excepto una tela sombría, que se salva de la quema porque a Joker le gusta. A nuestro juicio, esa secuencia es uno de los grandes momentos de la carrera de Nicholson, si no el que más.
Desde Batman hasta Mars Attacks! (1996), la ciencia ficción fue el género más frecuentado por nuestro cineasta. En Eduardo Manostijeras se valió de ella para rendir un sentido homenaje a su admirado Price, a los doctores locos y a su infancia al calor de los amados monstruos. En su entrega posterior del Caballero de la noche —Batman vuelve (1992)— contribuyó de forma determinante a la gestación del boom de los superhéroes. Incluso en Ed Wood (1994), toda una exaltación de esas malas películas que a veces gustan tanto al cinéfilo —y una mirada tierna al que pasa por ser el peor realizador de la historia, a quien rehabilitó impulsando la nueva distribución de su filmografía—, se acercó a la fantaciencia de forma tangencial al ser éste el género más cultivado por Wood, el realizador aludido en el título.
El ya citado —y aplaudido con entusiasmo— remake de El planeta de los simios, el filme que más le impresionó en su infancia, completa su filmografía en lo que a la ciencia ficción respecta. El resto es la luminosa y cautivadora fantasía de Big Fish (2003), una de las mejores películas del Hollywood del agotamiento.
Hubo un tiempo en que creí que Sweeney Tood (2007) era una patada a esos grandes títulos ambientados en la Inglaterra victoriana. Hasta que vi la primera versión de la desasosegante historia del barbero que degollaba a sus clientes y despachaba los cadáveres a su tremenda vecina —Sweeney Todd: The Demon Barber of Fleet Street (George King, 1936)— y comprendí que, a diferencia de los innumerables realizadores de remakes, sagas, reboots y el resto de evidencias de agotamiento del Hollywood de nuestros días, Tim Burton suele dar en el clavo porque va a la idea del original —que no a los procedimientos de la versión anterior—, a la que aporta su propia impronta, esa triste lucidez en la alucinación, esa figuración que se distingue en el surrealismo, esa singularidad en definitiva.
Y luego está Eva Green, su maravillosa última musa, para completar la epifanía.
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