Foto de portada: José María Plaza.
En las novelas de Joël Dicker suele haber una escena en la que uno de sus personajes se pregunta —o le preguntan— cuál es su drama. Ese latido de fondo es lo que le empuja a hacer lo que hace y muchas veces marca su vida. En su último título, El caso Alaska Sanders, que puede calificarse como la novela del verano, creo recordar que Harry Quebert se lo pregunta, casi al final, a Marcus Goldman, el joven escritor que es, en realidad, el protagonista de la trilogía y un vago alter ego de Dicker.
A un tipo admirado, envidiado, querido y con una vida a favor de la corriente es extraño plantearle cuál es su drama, y casi parece una provocación. Sin embargo, esa pregunta no le es ajena y también le acecha en su interior. Así que cuando se la hicimos, en su última visita a Madrid, no se extrañó, y contestó lo que adelanta el título de esta crónica: «Mi drama es que la vida es muy corta». La frase no se quedó ahí y la enriqueció con un añadido que incluiremos más adelante, junto al insignificante dato de cuál era la música que escuchó al empezar a escribir su última novela.
Esta crónica debería ser, en realidad, una entrevista medianamente puntual, pero dado que hemos dejado pasar demasiado tiempo desde que se realizó, era preferible reconvertir el texto en lo que podría considerarse como el recuerdo de una entrevista, algo muy actual dada la tendencia al mestizaje y a los géneros fronterizos. Y hemos de empezar diciendo que si Jöel Dicker hubiese triunfado en la música (tocaba la batería, como Ringo), es muy posible que los lectores nos hubiéramos quedado sin sus novelas, sin esas largas y enrevesadas historias de crímenes y búsquedas que remueven el pasado para aclarar el presente, y que siempre están dando saltos en el tiempo. Por suerte para esos millones de fieles lectores de 40 países, Dicker no tuvo éxito en la música, a pesar de las muchas formaciones por las que pasó, y ni siquiera se pueden encontrar sus canciones en Spotify.
Nos quedamos sin un batería, acaso mediocre, pero ganamos un escritor brillante que enamora a su público y que, a pesar de las cientos de páginas de sus novelas, tiene tiempo de hacer giras, de sonreír, de firmar los ejemplares con pausa y de seguir los comentarios de sus lectores, cuyas opiniones considera y aprecia.
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—Me parecen importante las críticas razonadas, tanto si ha interesado o no la novela, y me gusta saber el por qué. Normalmente, los lectores ven el libro desde otra perspectiva, y su opinión me puede ayudar a a reflexionar sobre lo que escribo y a aprender. Soy un escritor joven. Aún tengo mucho camino por recorrer.
—He echado un vistazo a decenas de comentarios sobre sus novelas en Internet, y casi, casi, se podría hacer una clasificación de sus títulos, en donde La verdad sobre el caso Harry Quebert estaría en la cabeza y quizás, cerrando la lista, Los últimos días de nuestros padres.
—No estoy de acuerdo con esa clasificación. Es cierto que los lectores tienen un vículo especial con Harry Quebert, porque fue el descubrimiento y el encuentro con un autor, y hubo lectores que pensarían que mi siguiente novela en salir —que se había publicado antes— sería algo parecido, y quizás por ello se desencantaron. Tenían otras expectativas.
—Seguro que no esperaban una novela de espionaje en la Francia ocupada durante la Segunda Guerra Mundial.
—Nuestros padres es otro género y otro estilo. Una novela distinta. Los lectores venían de leer Harry Quebert, y no era lo que esperaban. Fue tan tan enorme el éxito de La verdad sobre el caso Harry Quebert, que me di cuenta de que no podía escribir la continuación, el segundo libro de la trilogía, que ya lo tenía pensado. No lo hice porque los lectores iban a pensar que estaba tomando el camino fácil, como hacen algunos escritores o los guionistas de Hollywood con sus secuelas.
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Para situarnos, diremos que Los últimos días de nuestros padres fue la primera novela que publicó Joël Dicker (El tigre es un cuento largo), pero pasó totalmente desapercibida. Los editores la recuperaron después del bombazo de Harry Quebert.
Aunque sus fieles lectores ya conocen el orden natural de las tres novelas que forman la ‘Trilogía de Marcus Goldman’, título más exacto que la ‘Trilogía de Harry Quebert’, conviene recordar al neófito que esa trilogía se inicia con La verdad sobre el caso Harry Quebert, publicado en el 2012, y concluye con El libro de los Baltimore, del 2015. El caso Alaska Sanders es el título intermedio de la trilogía, aunque sea el último en publicarse. Al final de esta novela Marcus Goldman busca su propia reparación: es el momento en que va al encuentro de su familia y de su verdadero amor; o sea, la antesala de Los Baltimore.
—Me llama la atención (seguimos recordando la entrevista) que sus novelas estén salpicadas de consejos literarios, sobre todo Harry Quebert y El enigma de la habitación 622. ¿No ha pensado en hacer un libro sobre cómo escribir una novela?
—No, no se me había ocurrido. Es curioso, porque en estas novelas que tú citas hay consejos y al mismo tiempo pienso que no hay consejos. Al menos, no pretendo darlos de una forma directa, consciente. Creo que cada autor debe encontrar su fórmula, su propio estilo de escribir.
—Ya, pero ahora abundan las escuelas de creación.
—Para mí la escritura sigue siendo algo misterioso.
—En esa relación de maestro y discípulo que existe al principio, Harry Quebert le dice a Marcus Goldman que la gran pregunta de todo autor es ¿para qué se escribe? ¿Por qué…? Y que cuando tenga la respuesta, el escritor puede encontrar su identidad. ¿Por qué escribe usted?
—Escribo porque me gusta leer, pero más allá de esta respuesta tan concreta, lo que hay que preguntarse es por el deseo, por las ganas de escribir. Esto es lo más importante. No sirve decir: tengo una idea muy buena para un libro, entonces escribo unas páginas y ya no me sale más y lo dejo. Una novela empieza verdaderamente con el deseo de escribir.
—Esa es la idea que le repite Marcus Goldman a Scarlett, la aprendiz de novelista, en El enigma de la habitación 622. Las ganas de escribir que usted dice, y defiende, yo las identificaría con la pasión.
—¡Oh, no! Son cosas distintas. La pasión sería como la gasolina del coche. Y el deseo de escribir, el motor que absorbe el combustible. La pasión viene luego, según se va comprobando. Es curioso que cuanto más escribes, más te apasionas con esa novela que estás escribiendo. Debe ser por eso (sonríe) por lo que yo hago libros tan gordos. Cuánto más me sumerjo en la historia y en los personajes, más ganas tengo de continuar. Esa es la pasión, que viene después. Nunca me digo: tengo tanta pasión que voy a escribir un libro de 600 páginas.
—Ahora entiendo por qué le gustan tanto esas largas novelas rusas de los clásicos del siglo XIX.
—Sí, pero una de las mejores novelas de Dostoyevski es Pobres gentes, un libro corto. A veces, menos es más.
—En su caso, lo dudaría. Aunque tiene una novela muy breve, en realidad un relato largo, que escribió antes de los 20 años, titulado El tigre, fruto o deudor de sus lecturas rusas. ¿De quién, en concreto?
—En realidad hay una influencia de todos los rusos, una mezcla de aquellas lecturas de juventud, sin saber determinar cuál pesó más: Dostoyevski, Pushkin, Tolstói, Gógol, Chéjov… Al final es difícil verse a sí mismo.
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Quizás sea difícil verse a sí mismo, como señala el escritor suizo, pero desde fuera la imagen que proyecta es —insistimos— la del hombre más feliz del mundo. A un tipo que tiene todo lo que le importa, ¿qué le puede faltar? Esa es el misterio de Jöel Dicker, un misterio que tiene una respuesta diáfana:
—Mi drama es que sólo tenemos una vida y dura poco —y lo remarca—. La vida es muy corta. Por eso escribo, por eso relleno mi tiempo de historias, de aventuras. Lo que hago es expandir mi vida. Sólo hay una vida y yo trato de multiplicarla con los libros.
La literatura como una prolongación de la vida, pero la literatura —no es necesario advertirlo— desde cualquiera de los dos lados: escritor y lector.
Tras esta puntual confesión, y ya como flecos, añadiremos apresuradamente que los saltos en el tiempo, tan frecuentes en su obra, le sirven a Dicker para perfilar mejor sus personajes. También nos aclara que no tiene intención de publicar sus primeras novelas, aquellas que le rechazaron en su primera juventud, ahora que es un autor reconocido. Esas obras cumplieron su función y ya está. «Lo que me interesa ahora es hacer cosas nuevas. Aquellas novelas me sirvieron para formarme como escritor, pero ahí las dejo».
Aquí dejamos también nosotros esta entrevista recordada, pero antes, como colofón, queremos volver al principio. Al principio de su éxito. Y en el principio fue La verdad sobre el caso Harry Quebert, una novela —y se lo decimos— donde los dos personajes más apasionantes, al menos para nosotros, son dos secundarios sobre los que se vertebra, en el fondo, la historia: la joven Nola y el chofer y pintor Luther, las dos víctimas pisoteadas por el destino. Porque La verdad sobre el caso… es una doble historia de amor, de intenso amor, de amor en carne viva: la de Nola por Harry Quebert, que desarrolla Dicker en su libro, y la de Luther por Nola, que está subterránea y se plasma en Los orígenes del mal, el título que hace famoso (en la ficción) a Harry Quebert, pero que los lectores no conocen dado que nunca se escribió (en la realidad) y Joël Dicker no tiene intención de hacerlo. Así que esa novela imposible funcionaría como una especie de trampantojo que podríamos intuir, pero nunca habitar.
(En una época en que, gracias a ese tesoro que es Spotify, los narradores suelen hacer una lista de las músicas que escuchaban mientras escribían el libro, y así se lo anuncian a sus lectores, era preceptivo interesarse por la banda sonora de Alaska Sanders, ya que —no lo olvidemos— Joël Dicker es escritor porque no triunfó en la música. El joven autor señala que comenzó a escribir la novela bajo el fondo de jazz del saxofonista Maceo Parker).
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—Una última pregunta: ¿Qué tiene Frédéric Beigbeder contra usted? —le decimos por la feroz crítica que el autor de El amor dura tres años publicó en Le Figaro contra El caso Alaska Sanders.
—Perdón por esta respuesta, que no es muy modesta, pero creo que me tiene envidia. Está celoso de mi éxito.
—A mí me gustan sus novelas.
La vida parece corta cuando crees el sinsentido de que acaba con la muerte.