«Escribir Maurice era lo más estimulante y aterrador que había hecho nunca. Esconderlo del mundo fue lo más vergonzoso. Mi pena más grande es no haber vivido para entender el impacto que tuvo entre sus lectores. Si hubiera tenido la más mínima idea de que necesitabais leerlo tanto como yo necesité escribirlo, puede que hubiera sido más valiente».
Ese es, precisamente, el viaje que lleva a cabo su protagonista, Maurice Hall, que atraviesa un complejo proceso de autoconocimiento a lo largo de las diferentes experiencias que atesora desde que lo conocemos en los últimos años de su infancia hasta que comienza a descubrir su propia identidad junto a Clive Durham, uno de los dos hombres que marcan su vida y que forman parte del trío protagonista de la novela. Tres personajes masculinos —Maurice, Clive y Alec— a quienes aguarda un desenlace que no depende, en esta ocasión, de la caprichosa voluntad de un destino trágico, ni de una decisión forzosamente moralista, ni tan siquiera de la imposibilidad de vivir libremente su orientación sexual en la Inglaterra victoriana. La grandeza de Maurice reside justo en lo que llevó a Forster a no publicarla en vida: el final de sus protagonistas constituye el triunfo de la ficción sobre la realidad —la literatura se impone así sobre los límites de la propia vida— y no es más que la consecuencia de sus decisiones y del modo en que se rebelan (o no) contra esas leyes injustas que les impiden ser quienes de verdad son. Por eso, porque no hay castigo final, su autor consideró que era demasiado peligroso publicar este libro escrito entre 1912 y 1914, y que, sin embargo, no vio la luz hasta que se publicó póstumamente en 1971.
Tal y como afirma Forster, «el final feliz era imperativo (…) Estaba decidido a que por lo menos en una obra de ficción dos hombres se enamorasen y permaneciesen unidos en ese para siempre que la ficción permite». Y en esa felicidad radica la fuerza de su relato y su naturaleza verdaderamente revolucionaria, pues no solo es una bellísima novela en cuanto al modo en que construye la psicología y las relaciones de sus personajes, sino que logra convencernos, a través de la emoción con que nos enamora de su universo narrativo, de que esa alegría —dure lo que dure— sí es posible, porque no podemos saber qué ocurrirá cuando, como hace Maurice, rompamos los límites impuestos, pero sí podemos contar con la certeza de que ese viaje, dure lo que dure, habrá merecido la pena.
Su autor asegura que, en su cabeza, «Maurice y Alec aún vagan por los montes» y, sin duda, también lo hacen en el corazón de quienes encontramos en su novela un primer espejo donde podíamos vernos con una luz a la que, educados por ficciones donde nuestro destino era inevitablemente trágico, no estábamos acostumbrados: la de la esperanza. Aún recuerdo la fascinación que me produjo esta historia cuando, a mis quince, me topé con ella en la versión cinematográfica de James Ivory y que, para aquel adolescente que fui, se convirtió en la primera historia donde el amor entre dos hombres no solo se contaba como una realidad posible, sino celebrable. En mi caso, el camino hacia la novela nació a través de los fotogramas en los que James Wilby, Hugh Grant y Rupert Graves se convertían en Maurice, Clive y Alec, y aquellas imágenes me condujeron hasta una de las lecturas que más iba a marcarme como lector, como escritor y, en definitiva, como persona. A pesar de los hallazgos de la película, necesité llegar hasta la prosa de Forster para poder reconciliarme con mis propios fantasmas gracias a la precisión con que describe los de Maurice y, con ellos, los de todo un colectivo que ha tenido que aprender a construir su propio relato emocional desde los márgenes de una Historia que aún reclamamos como propia y donde novelas como esta se convierten en un referente más que necesario.
Aún recuerdo el estremecimiento al reconocerme en los sueños de Maurice, descritos en la primera parte de una novela prodigiosa en el retrato del mundo interior de sus personajes, y en los que el protagonista, abocado a su inminente despertar sexual, lucha no por no reconocerse. O la tristeza cómplice al asomarme a los momentos en que Clive y Maurice hablan del autocontrol, de la represión de sus emociones y, sin mencionarla de manera explícita, de esa homofobia interiorizada que les hace creer que pueden rechazar quienes de verdad son para empezar a ser quienes les imponen que sean. «Me he hecho normal… como los otros hombres», le asegura Clive a Maurice en un momento de intimidad en el que Forster hace resonar en un solo adjetivo todo el peso de las vidas robadas, mutiladas e invisibles que, a través de la ficción, él decidió volver posibles en estas páginas.
No en vano Maurice se abre con una dedicatoria que es toda una declaración de intenciones: «Dedicada a tiempos mejores». De momento, esos tiempos mejores —aunque nos parezcan mucho más cercanos— aún están por llegar. Porque la historia con final feliz de Maurice y Alec sigue siendo ilegal en los setenta países donde aún se criminaliza a las personas LGTBIQ+ (sí, ese donde este año se celebra el mundial de fútbol también es uno de los que no respeta los Derechos Humanos) y ni siquiera se ha alcanzado la igualdad real en muchos entornos sociales, laborales y familiares de otros países como el nuestro donde, pese a que las leyes sí hayan avanzado lo suficiente, la violencia y la exclusión homotransfóbica siguen existiendo (y, por desgracia, la memoria de nombres como el de Samuel Luiz no deja de recordárnoslo).
Por eso, porque nos queda mucho por avanzar y necesitamos que la ficción nos ofrezca caminos posibles para que la realidad aprenda el modo en el que imitarlos, es tan celebrable que Maurice vuelva a las librerías de manos de Navona. Y que lo haga, además, gracias a una traducción impecable que renuncia a los dejes arqueológicos desde los que conocimos esta historia por primera vez. Esta nueva edición, que respeta en todo momento la prosa exigente y gozosamente lírica de Forster, también sabe dotarla del tono vívido que reclaman las voces sus protagonistas. El trabajo de José Manuel Álvarez Flórez y Ángela Pérez Gómez permite que sus diálogos nos lleguen con la misma fuerza con que su autor debió de imaginarlos, haciéndonos partícipes de sus desafíos y renuncias en escenas donde, por mucho que hayamos pasado antes, volvemos a emocionarnos otra vez.
«Señor, yo sé… yo sé», le susurra Alec a Maurice nada más colarse en su habitación, solo un instante antes de empezar a acariciarlo y de que culmine así, con una elipsis que es toda una oda al erotismo, la tercera parte de la novela. A Forster le basta con que su personaje conjugue un solo verbo para construir un mundo, un universo privado entre Alec y Maurice que se erige desde un reconocimiento mutuo que, en esta escena, importa tanto o más que el deseo. Su amor no solo nace del sexo que aprenderán a disfrutar, sino también del júbilo de haberse encontrado —y visibilizado— en medio del mar de vidas donde podrían no haberse descubierto nunca. Y ese hallazgo de su yo en la mirada cómplice del otro, ese impulso de ser gracias a verse reflejados en el abrazo de su amante, obra un prodigio similar al que sintió el adolescente que fui al verse a sí mismo en tantos pasajes de una novela que hablaba de un tiempo que no era el mío y que, sin embargo, sentí muy pronto que me abrazaba con la misma fuerza con que pertenecía. Quizá eso es lo que hace que Maurice sea, a fecha de hoy, uno de los títulos esenciales no solo para la comunidad LGTBIQ+ sino para cualquiera que alguna vez haya tenido miedo a ser, no solo porque nos permitió soñarnos vagando por los bosques que pretendían negarnos, sino porque nos ofreció las palabras necesarias para poder hacerlo.
—————————————
Autor: E.M. Foster. Traductores: Ángela Pérez Gómez y José María Álvarez Flórez. Título: Maurice. Editorial: Navona. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: