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Como cualquiera de nosotros

Como cualquiera de nosotros

Berberechos y mejillones

El personaje histórico más representativo de Dublín no existió nunca. A Molly Malone se la inventó James Yorkston en 1880, cuando compuso la balada que lleva su nombre, y ni siquiera se esforzó en otorgarle unos rasgos o una biografía singulares: era una simple pescadera que voceaba su mercancía por la calle —«¡Berberechos y mejillones vivos!»— y que habría muerto en plena juventud, a causa de unas fiebres, mientras recorría la ciudad intentando ganarse el pan de cada día. Nadie acudió en su auxilio cuando se desplomó en plena calle, y una leyenda sostiene que, desde entonces, su espectro repite día tras día el mismo recorrido que hacía en vida, siempre empujando el carro en el que exponía los peces y los mariscos que ofrecía a los transeúntes. En tiempos tan sobreactuados como los que ahora vivimos, en los que se exageran viejas hazañas o se inventan otras que nunca existieron para avivar el fuego de las calderas patrióticas, consuela y reconforta dar con una heroína carente de la menor épica. La pobre Molly era tan normal que hasta los dublineses que comenzaron a vociferar su canción en fiestas y corrillos se apresuraron a fabricarle un pasado turbulento que, cuando menos, justificase su posteridad: unos le atribuían relaciones clandestinas y otros sostenían que se dedicaba a vender pescados por la mañana y a alquilar su cuerpo por las noches; de esa rumorología —o de otras irrupciones de las que ni ella ni su creador fueron responsables: un vagabundo borracho tarareaba la melodía al comienzo de La naranja mecánica, y la silbaban dos profanadores de tumbas en otra película, El entierro prematuro, cuyo protagonista llegaba a sentir un pánico irracional cuando escuchaba su melodía—  tuvo que emerger el apodo, dicen que cariñoso, con el que se la apodó durante un tiempo, the tart with the cart, que vendría a significar algo parecido a «la golfa del carro». No tuvo la culpa el pobre Yorkston, que probablemente ni llegó a soñar con la repercusión que llegaría a obtener su criatura, ni desde luego la pobre Molly, a la que ni siquiera la inmortalidad liberó de su vagar errabundo: hasta hace unos pocos años, la estatua que la recuerda, o la imagina, se encontraba en el arranque de Grafton Street, pero la ampliación de las líneas de tranvía obligaron a reubicarla a la placita de la iglesia de San Andrés, mucho más coqueta pero también menos transitada, para que continúe ofreciendo sus mejillones y sus berberechos vivos a quienes nos detenemos a contemplar esta efigie que rinde un discreto homenaje a una mujer que debe su popularidad al hecho de haber vivido y haber muerto, exactamente igual que cualquiera de nosotros.

Vida de un ganso

"Quizá al ganso lo salvara su don de gentes: parece ser que le cogieron cariño los vendedores que trajinaban allí cada mañana"

Me encuentro la escultura a primera hora de la mañana, cuando aún no se han diluido del todo las brumas de la noche y los contornos de Belfast parecen adscribirse más al sueño que a la realidad, y me detengo a observarla unas cuantas horas después, cuando de regreso a mi hotel paso de nuevo junto a ella —ahora sí brilla el sol, aunque sea un sol frío y atenazado por unas nubes preñadas de premoniciones lluviosas— y le dedico la atención que no pude brindarle en mi caminar apresurado hacia los barrios del este. Se encuentra a las puertas del mercado de Saint George, un edificio del siglo XIX que conserva el sabor de los tiempos en los que ésta comenzó a ser una ciudad pujante, y representa a lo que en un primer vistazo identifico como una oca y a una niña cuya pose es tan ambigua que, según cómo se mire, puede parecer que la acaricia o que está a punto de estrangularla. Tan pintoresco resulta el conjunto que no puedo menos que preguntarme qué significa la enigmática placa que, a sus pies, indica que el animal en cuestión no es una oca, sino un ganso en cuya corta vida, que se extendió desde 1923 a 1929, recibió el nombre de Alec. Parece ser que el animal era propiedad de un comerciante de aves de corral que tenía puesto en el propio mercado y, por la razón que fuese, decidió adoptar a Alec como mascota en vez de depararle la misma triste suerte que aguardaba a sus congéneres. Quizá al ganso lo salvara su don de gentes: parece ser que le cogieron cariño los vendedores que trajinaban allí cada mañana y que gustaba de hacer compañía a los niños que, al llegar el amanecer, se dirigían a la escuela. Para su desgracia, esa caballerosidad que lo salvó de acabar con sus carnes gratinándose en un horno fue la que le terminó costando la vida de la manera más inesperada: un camión lo atropelló, no se sabe si a la ida o a la vuelta de alguno de sus trayectos junto a los escolares. Me pregunto qué habría escogido él si le hubiesen dado la oportunidad de elegir, si tienen los gansos alguna noción de algo asemejado a la vanidad o si le habría dado exactamente igual un final que otro. Leo que la estatua que lo inmortaliza causó cierta polémica en su día: alguien acusó a las autoridades correspondientes de gastar tiempo y dinero en urdir este homenaje en vez de articular proyectos que redundaran en la mejora social y ambiental del mercado y su entorno. Quizá el Alec también hubiese preferido que, en vez de ponerle una estatua, los humanos nos preocupásemos de hacer más digna la vida que puedan tener los de su especie.

Swift en su cenotafio

"El epitafio que ahora leo en este muro de la catedral de San Patricio lo redactó en latín él mismo y resume bien el tono sarcástico que quiso imprimir a su vida"

Entro en la catedral de San Patricio sólo para visitar la tumba de Jonathan Swift. El edificio es hermoso, aunque no llega a ser impresionante, y demoro el paseo por sus tres naves antes de dar, en el muro del evangelio, con la última morada de quien quizá sea uno de los escritores peor interpretados por la posteridad, al menos fuera de su tierra natal. A Swift se lo recuerda lejos de su país, principalmente, por Gulliver’s Travels, y se interpreta esta obra como un simple cuento para niños cuando esconde, en realidad, una arremetida contundente contra el género humano y una parodia de los libros de viajes que tanto abundaban en su tiempo, que fue el de las décadas que mediaron entre los siglos XVII y XVIII, un poco al estilo de lo que hizo Cervantes en El Quijote con las novelas de caballerías. Que un tipo que no tuvo el menor reparo en alardear de su misantropía llegara nada menos que a deán de la catedral, pese a que unos años antes la reina Ana considerara blasfemo su célebre cuento del tonel, no es poco mérito. Tampoco que inventara el humor negro en un texto que presentó como un ensayo de economía política y que, bajo el título de A modest proposal, ofrecía una solución al problema de los campesinos irlandeses, incapaces de mantener a sus hijos debido a las altas rentas que les cobraban los terratenientes: puesto que no podían mantener a sus vástagos, lo idóneo era vendérselos a sus amos como alimento. Los amantes de la literalidad habrán de saber que él no predicó con el ejemplo. Poco antes de su muerte dejó escritas unas palabras desasosegantes —«Ha llegado para mí el momento de romper con este mundo: voy a morir rabioso, como una rata envenenada en su agujero»—, pero dispuso que se legara la mayor parte de su fortuna a los pobres y a la construcción de un manicomio. El epitafio que ahora leo en este muro de la catedral de San Patricio lo redactó en latín él mismo y resume bien el tono sarcástico que quiso imprimir a su vida: «Aquí yace el cuerpo de Jonathan Swift, doctor en Sacrosanta Teología, deán de esta iglesia catedralicia, donde la feroz cólera ya no puede romperle el corazón. Sigue adelante, viajero, e imítalo si puedes, ya que fue un hombre que por encima de todo defendió la libertad.»

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