Todo drama trae consigo una música, pero hay dramas que generan constelaciones y éstas fraguan universos en expansión. Lo ocurrido durante la esclavitud y las centurias posteriores al viaje que se vieron forzados a emprender los negros de África hacia las Américas (y a Europa, no lo olvidemos) supone una de las más importantes migraciones culturales de los últimos siglos. Hacia los lugares de destino estas gentes, convertidas en mano de obra baratísima, fueron forzados a dejar atrás sus tierras y sus familias, o a enterrar sus costumbres y sus conocimientos, en definitiva, la vida como la conocieron antes de que el hombre blanco entrara en sus dominios para cambiarlas de arriba abajo.
Pero es sabido que todo cambio provoca movimientos sísmicos directamente proporcionales a la intensidad con la que fueron forzados. Así, lo acontecido en el este americano germinó a finales del siglo XVIII en forma de música, para dar cabida a lo que iba a conocerse más adelante con el nombre de tres géneros musicales emparentados desde entonces: el Blues, el Jazz y el Soul. El orden sí altera el producto, en este caso, pues no puede entenderse la mezcolanza genérica y el trasvase genético de estas músicas si no nos ceñimos a una estricta cronología que va desde el desembarco en las costas caribeñas hasta el regreso de esas músicas enriquecidas de nuevo al continente africano, para reinventar la tradición de la que partieron estas vivencias convertidas en notas musicales y letras de esencia sustancialmente poética, igual que el sonido trae en su propia naturaleza viaje, dispersión, movimiento y transformación. Puede que fuera una onda expansiva que se iniciara en Nueva Orleans, para pasar luego a las tierras frías de Chicago y luego se expandiera por el mundo, ya sin remisión ni solución de continuidad. En esa onda expansiva viaja también la frustración, los duelos y quebrantos de un pueblo sojuzgado que sacó oro de la angustia —la música gitana tiene la misma raigambre— y del trabajo forzado en los campos de algodón, más tarde dentro del sistema de sharecropping o aparcería, que no dejaba de ser un esclavismo encubierto, como el que hoy todavía puede percibirse en nuestras ciudades, solo que ahora el látigo se sustituye por el móvil y somos nosotros los autoexplotados en pos de una fecundación monetaria que se va tan pronto llega.
Señala Terry Berne en la introducción a este nuevo volumen de textos reunidos y traducidos por Alberto Manzano, quien antes ya había hecho las delicias del aficionado al Rock con un libro de hechuras semejantes en su Antología poética del Rock, donde ofrecía, junto a los textos originales, la traducción de doscientas doce composiciones, desde “Goodnight, Irene” de Gussie Davis, en 1886 a “Call Me the Breeze” de Beth Orton, fechada en 2012 (Hiperión, 2015), que “la voz del blues es también la voz de la lucha continua, de la superación y de la tenacidad” que va desde los himnos religiosos, pasando por las canciones de trabajo, creciendo en la ironía y festividad de las voces del jazz y acabando por iluminar todo el firmamento de la música popular desde que despegara con el soul tras la Segunda Guerra Mundial. Aquí son más de ciento cincuenta las composiciones que trazan sus conexiones e influencias para solaz del aficionado y el placer del melómano: un recorrido proteico y nutriente que va desde el “Amazing Grace” de John Newton en 1779 a “Stumble On My Way” de Norah Jones en 2020, o lo que es lo mismo, desde los versos de “la tierra como nieve se deshará / cuando el sol ya no tiemble” hasta “besaré el alba / de un nuevo día”; esto es, más de doscientos cincuenta años de historia ininterrumpida sobre la que conjurar el dolor y la pena de un pueblo que conoce los resortes para seguir adelante a pesar de todo. Ése es su sonido, un sonido más resistente que la tristeza, porque el asunto no va de eso, sino de haber resistido a través del sufrimiento. Hay quien llama a eso resiliencia, un término hoy muy de moda entre mindfulnessistas, pero Buddy Guy diría simplemente que es el sonido que produce el alma indómita de un pueblo que ha forjado su destino en la lucha y en la superación orgullosa del dolor producido por otros. De ahí pasó al jazz, y de ahí al soul. Lo demás es silencio, o ruido mezcla de todo lo anterior, como se quiera ver.
A poner el foco en todo ello socorren los índices onomásticos presentes en el volumen, una suerte de terreno abonado para fanáticos y curiosos, que hacen del libro montado por Alberto Manzano un maravilloso compendio de la mejor música que puede ser escuchada (y leída) cuando alguien imagine que la vida tal vez deje de tener sentido. Inmediatamente, ideas de tal guisa deberán ser apartadas ante la evidencia del milagro que supone estar vivo y asistir a la maravilla del testimonio festivo de tanta poesía microsurcada, esperando el momento de ser pinchada en el fonógrafo, ya por fin vertida con rigor literario por un amante furtivo de los versos musicados. Aquí, como en la canción de Jerome Kern, “siempre brilla el sol. / Sólo se trata de hacer que brille para ti”. Manzano ha hecho que brille para nosotros. Muy agradecidos.
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Autor: VV.AA. Traducción: Alberto Manzano. Título: Festival poético: Blues, Jazz y Soul. Editorial: Hiperión. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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