Fotografías de portada y del artículo: C. Linares
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Todos hablan de Abelardo Linares, editor, el padre de Renacimiento, con la misma veneración y cariño que se siente por el primer maestro de la infancia. Por sus manos han pasado gran parte de los nombres principales de la poesía contemporánea de este país, ha rescatado el preciosísimo legado de los españoles del exilio y —solo hay que mirar la treintena de colecciones y los sellos que ha impulsado— posee una sensibilidad especial para el viejo oficio de hacer libros. Como si la palabra escrita fuese el único cimiento de la humanidad.
[/ttt_dropcaps]Pareciera que en su cabeza no hay espacio para aquello que no sea hojas y tinta. O que este librero destinado a cambiar el panorama editorial de nuestra época necesita de los volúmenes del mismo modo que el colibrí las flores. Para libar el alimento de lo verdadero, de lo importante, de aquello que ilumina e impulsa. Para vivir, al cabo; para seguir existiendo.
Nació en Sevilla en 1952. En esa misma ciudad, a orillas del Guadalquivir, ha construido un mito, el de una editorial y librería que los bibliófilos admiran con la convicción de estar ante algo grande, inmenso. No se equivocan: la empresa de Linares ya es historia. Y una jugosa, con capítulos novelescos y momentos líricos, episodios imposibles, pero ciertos. Amor, amor, amor. A la escritura, al poder que las letras tienen, que amplían universos, derriban paredes de ignorancia y son acicate para explorarse a uno mismo.
Pero en la figura de este andaluz hay además una voz ‘oculta’ que lleva la poesía muy adentro. Porque Abelardo no es solo aquel hombre que empezó vendiendo novelas en el Rastro. En él reside el espectro silente de un poeta. Ha publicado media docena de títulos que ahora, paradoja, están revoloteando por las estanterías de comercios de lance del país. Contienen versos celebratorios, en los que la vida sucede a borbotones quietos. Hay oficio, hay lecturas y, sobre todo, existe en su lírica un modo concreto de mirar a través de la tradición; una forma de belleza exacta, cuidadosa y tangible, para contar el mundo.
He visto la antorcha dorada de la Estatua de la
Libertad desde un helicóptero a setenta y dos
dólares el viaje,
los relucientes entorchados de general en traje de gala
de los conserjes del Carlton y del Hilton, que
gobiernan sobre los grandes taxis amarillos con
sólo un gesto severo de su brazo extendido,
las otoñales ramas doradas de los árboles que crecen
en Central Park junto a la pista de hielo sobre la
que fugitivas muchachas trazan extensos signos
misteriosos,
las doradas cúpulas de los rascacielos bajo un cielo que
alguien ha pintado todo de color de rosa,
las grandes letras doradas de los bancos apretujándose
unos junto a otros, rebaño de vidrio y acero, en
la estrecha y vociferante Wall Street,
rubias auténticamente rubias con trajes de Christian
Dior y zapatillas deportivas reflejándose
fantasmalmente en los escaparates de la 5ª
Avenida,
Manhattan, gran manzana dorada,
Nueva York, gigantesca píldora de oro con la que a
diario comulgan turistas de mil
lenguas.
Nueva York, GOLD, GOLD, GOLD.
Mira a ese chico buscando tu apellido en viejos estantes
Álvarez, el novísimo, confía ciegamente en el talento de Linares. Él, que le ha dado al sevillano sus últimos trabajos, fue quien calificó al andaluz como escritor. Lo recuerdo así: el cognac y los vasos de té se confundían en la mesa pequeña. Los papeles de los últimos inéditos sobre cualquier sitio, un ramillete de acólitos en torno. Y un nombre, el de Abelardo, que hizo olvidar todo lo demás aquella tarde. «Buscad sus libros, conoced al poeta».
Entonces, los locales de segunda mano, los estantes de poesía donde un barullo de firmas luchan por llamar la atención de alguien. Algún tesoro —ese Otoño de las rosas, ese Sublime solarium, la valiosísima edición de Vallejo…— que viajó a una nueva casa. Y la búsqueda pacífica con el deseo de que, algún día, 15 símbolos concretos aparecieran en un lomo: ABELARDO LINARES.
Fue en Madrid: uno de aquellos tipos habituales en las antologías se había deshecho de algunos de los ejemplares de su biblioteca. Casi un centenar. Entre ellos, un minúsculo cuaderno, una revelación inesperada… Cinco euros por una docena de poemas.
Panorama es una pequeña selección publicada en 1995 en la colección Hotel Internacional, de la Galería Nacional de Praga, dirigida por el cacereño Julián Rodríguez. Un invento fugaz en el que los textos de Abelardo, como armonías entusiastas, entonan la canción del que espera, vislumbra el regreso de Heráclito o se empeñan en afirmar que EL AMOR SE LO MERECE:
Exageremos, el amor se lo merece.
¿Cómo contentarnos con menos que la eternidad?
Amarnos más allá de cualquier límite,
incluso el de velocidad máxima permitida,
aprovechando apenas que el amor tiene alas.
Amarnos en las nubes y aun más arriba de las nubes,
a diez mil metros, con la complicidad de ángeles o azafatas.
Amarnos en el agua, mar adentro, en su fondo abisal,
conteniendo la respiración hasta no saber
si es una granada a punto de estallar
o un corazón lo que tenemos dentro del pecho.
Amarnos vertiginosamente
como si cada beso nos transportase a un acelerador de electrones.
Amarnos a muerte, con el estremecimiento
de tocar tibias y calaveras a cada abrazo y a cada caricia.
Lancemos una carcajada de treinta mil kilómetros.
Te ofrezco un amor sumiso a todas las leyes
excepto a la ley de la gravedad.
En ese breve tomo pude leer los algunos poemas de Abelardo Linares. Y descubrí un ritmo musical, en ‘borgiana’ repetición de imágenes, deseoso de ampliar los límites del surrealismo y la contemplación, ambos combinados en composiciones que, casi siempre, se ofrecen al amor. Porque ese sentimiento, elevado a la sinceridad más íntima, es el que logra que el editor firme sus metáforas más certeras, sus biografías más puras: «Quizás porque el amor, luna de marzo, / te tuvo entre unas sábanas deshechas, / tu luz iluminando un cuerpo hermoso, / prestándole tu luz, luna de marzo, / para que ardiese siempre en la memoria».
Después de hallar Panorama, una promesa. Como un signo inútil de homenaje secreto: encontrar toda su obra, por azar y aventura, en aquellos mapas imposibles de anaqueles. Como esos piratas que tanto debe amar —y a los que dedica su colección Isla de la Tortuga–, en busca de una joya tan pequeña, tan preciada como la de su escritura. Y así hasta hoy, ese chico, un hombre joven ya, que entra en una y en otra y en otra librería, que selecciona algunos poemarios y que espera, de pronto, ver su nombre.
Dame una palabra
Mitos, Sombras, Espejos y Y ningún otro cielo. Estos son los libros que componen el canon de la poesía de Linares. Aparece el primero en 1979, en el suplemento número tres de Calle del Aire, de Gráficas del Sur. Desde este al siguiente, nueve años: Sombras, que acumula una serie de estampas y experiencias que el poeta ampliará en 1991 con Espejos, que se destacó con el Premio de la Crítica. Tras ello, silencio hasta el 2010, año en el que se presenta su última obra publicada. Algunos cuadernillos más y pliegos sueltos (Panorama, por ejemplo) surgen, aquí y allá, cuando se busca su trabajo, pero no serán más de un centenar las composiciones que el sevillano ha dado a la imprenta.
Todos los títulos tienen el matiz de lo incierto. Elige, para ellos, palabras que bosquejan la duda, como si no quisiera refrendar los versos —«Yo a mí mismo no me intereso como alguien que ha escrito (muy poco), porque lo que me interesa es defender a otros autores, y defender aquello que publico», le ha dicho a Antonio Rivero Taravillo en una vieja entrevista—. No se trata de una pose que busca algún tipo de reafirmación de la crítica y los lectores: la verdadera obra literaria de Abelardo es su editorial, la apuesta por los escritores, noveles y consagrados, vivos y muertos, conocidos y anónimos, que ensanchan los márgenes del pensamiento desde el espacio callado de las páginas de Renacimiento. Él mismo lo ha explicado, de algún modo, en el pórtico de Sombras.
¿Cómo hablar de mí mismo, cómo presentar
mi verdad sin que algo me traicione?
¿Cómo atender la voz que en mi interior me habla
cuando la vida afuera ensordece mi oído?
¿Cómo huir de las grandes palabras
sin que me huya todo lo grande que hay en ellas?
¿Cómo renunciar a lo que brilla en la belleza
si quisiera escribir con todos mis sentidos
y el halago del verbo no es distinto al del cuerpo?
¿Cómo buscar en mí lo que permanece
si el olvido es la llave de mi jardín perdido?
¿Cómo evitar que el verso condescienda al asombro
sin que así desfallezca su misteriosa llama?
¿Cómo lograr que todo lo que en mí tiembla ahora
tiemble en ti que me lees y al fin nazca el poema?
Pocos versos —aunque, para él, quizá demasiados— que lo confirman como un autor que, a su pesar, cabe en cualquier colección. Su poesía se lee con gusto, pasión incluso, por un ejército mínimo de vehementes que adoran aciertos líricos como: «Por ti valió la vida, por ti la vida fue / aquello que se aguarda y nunca llega, más allá de la / vida», «Diez mil millones de años ha necesitado el universo / para que existas tú», «Toda lentitud tiene algo de muerte. / Todo cuerpo en reposo ensaya una postura de cadáver».
Cambiar el mapa para seguir un sendero propio
«No creo que exista en el mundo de habla hispana otra figura como Abelardo, porque hablamos de alguien que revolucionó el negocio del libro viejo y descatalogado en español, que ha sido decisivo en la formación del canon de la poesía contemporánea en lengua española, que puso en valor a numerosos autores desleídos y olvidados, que ha perdido enormes sumas de dinero en las operaciones editoriales más rocambolescas y cuyo número de enemigos crece tras cada nueva antología de poesía que se le ocurre patrocinar». Esta descripción es de Andrés Trapiello.
El autor de El salón de los pasos perdidos no es una voz excepcional en lo que afirma. Son muchos los escritores, críticos y lectores que encienden una vela simbólica en el altar de Renacimiento. Pocas bibliotecas de poesía españolas pueden decirse tal sin que alguna de las pequeñas antologías de colores del sello sevillano destaque entre sus baldas. Apenas nadie será capaz de afirmar que el tiento del editor no le ha llevado, de la mano, a quienes después se han convertido en autores fetiche a lo largo de toda una vida. Y todo ello gracias al impulso inconsciente de este ser que, parapetado en volúmenes, ha viajado por medio planeta en busca de inéditos, de revistas que escondían un recorte mínimo de cronistas que hoy son imprescindibles.
El sello del arquero, imagen de la editorial, ha acogido algunos de los más brillantes acercamientos a la poesía de Paco Brines, Amalia Bautista, Julio Martínez Mesanza, Luis Alberto de Cuenca, Dionisia García o José Luis Parra, al que cita casi siempre. Pero también narraciones perdidas de aquellos que tuvieron que abandonar la península después de 1936, cuando el horror se impuso en las calles de España. Con Max Aub, Chávez Nogales, Luisa Carnés o Elena Fortún… se construye un testimonio real del pasado sin el que, para Abelardo, sería imposible generar un presente adecuado, consciente, responsable.
Es una misión suicida: ese rescate histórico, el dar oportunidad a noveles que han no han visto aún sus letras impresas, la edición de poesía desde la periferia, recordar una y otra vez el valor de las revistas literarias… todos son argumentos en contra hasta que se escucha a Abelardo decir que «los libros tienen que ver con la cultura» y únicamente con ella. El interés comercial, pese a ser una empresa, queda aparte.
Por eso el catálogo de Renacimiento es, sobre todo, el itinerario de un lector apasionado. Y en Abelardo Linares se reconoce a esa estirpe de hombres que han pasado cada minuto de su vida construyendo un mapa literario, el suyo, que ha entregado con generosidad a los demás.
La compra de la biblioteca millonaria de Eliseo Torres en Nueva York, que cruzó el Atlántico para engrosar el fondo del sevillano; el centenar de viajes a América Latina en busca de huellas olvidadas; cada uno de los títulos —dicen que uno cada dos días— que salen de la imprenta con el membrete de Renacimiento hacia las mesitas de noche de los lectores año a año, desde 1981; premios como el de la Feria del Libro de Sevilla, los pocos poemas publicados… Sobre todo ello, sobre todo este legado, está el Abelardo lector. Y en él, ese niño apasionado que, con apenas diez años, se colaba en la inmensa biblioteca de su padre y juntó unas monedas para comprar su primer libro. Y con él, su destino.
Exagera un poco. Con buena intención. Pero exagera.