Raramente se escribe sobre los desórdenes mentales que padeció Vivien Leigh. Sin embargo, la agobiaron durante toda su vida adulta. Murió prematuramente —cincuenta y tres años— de una tuberculosis crónica. Pero de su trastorno bipolar —que ella intentó exorcizar en la creación de todos sus personajes, y al buen observador de su trabajo se le descubre sin mayor problema—, se ha estado omitiendo casi todo en la mayoría de las noticias biográficas de la actriz publicadas desde su óbito. Sólo en épocas aún recientes se ha empezado a hablar del asunto.
Igual que en el entusiasmo que aún despierta Scarlett O’Hara se soslaya la visión romántica de uno de los mayores crímenes cometidos por la humanidad que nos propone su universo —la esclavitud— y se ensalza, además, al único país que fue a la guerra por defenderla y luchó por ella, literalmente, hasta el último hombre —los Estados Confederados de América—, con las mismas se injuria a quienes la sufrieron, o se obvia que en la tierra de Tara los suspiros de las damas, por las partidas nocturnas de los “caballeros del Sur”, son la apología de una organización terrorista —el Ku Klux Klan— que, impunemente, quemó vivos, linchó, castró e impidió que los niños afrodescendientes fueran a la escuela hasta los años 60 del siglo XX.
Ahora bien, nada cabe objetar a lo argumentado anteriormente: la creación artística y literaria es libre. Además, no debemos juzgar las obras pretéritas desde las perspectivas de nuestro tiempo, aunque a los amantes de Lo que el viento se llevó les molesta incluso que se recuerden todas esas obviedades de su película favorita y se pida una de esas notas previas a la proyección, donde se advierte que lo que se va a ver a continuación puede herir la sensibilidad de algunos espectadores, como se hacía con la pornografía en sus primeras proyecciones en salas comerciales. O, mejor aún, para que la comparación no ofenda a los amantes de la historia de Scarlett, como reza una nota al comienzo de las nuevas copias de Una cabaña en el cielo (Vincente Minnelli, 1943), La canción del Sur (Harve Foster y Wilfred Jackson, 1946) y tantos otros títulos del cine clásico estadounidense en el que la injuria y el escarnio de los afrodescendientes fueron una constante desde El nacimiento de una nación (1916), el pórtico a aquella pantalla, la obra maestra, que a la par fue la apología del Ku Klux Klan de Griffith, hasta El cantor de jazz (Alan Crosland, 1927), que pasa por ser la primera cinta parlante y el supuesto intérprete de jazz es un blanco con el rostro tiznado de negro. Sí señor, desde Camino de Santa Fe (Michael Curtiz, 1940), donde se presenta como un despiadado salteador de caminos a John Brown, quien dio la vida por la libertad de los esclavos, todo un héroe de la Unión, inspirador de uno de sus más célebres himnos; hasta Manderlay (2005), en la que el racista Lars von Trier volvió al tema cuando ya nadie lo hacía —precisamente, por delicado—, incidiendo en las mismas injurias del Hollywood clásico.
Mas para entonces la cosa ya había cambiado. Así, por mucho que para el común de los comentaristas aún siga suponiendo un verdadero esfuerzo dejar de llamar “negros” a los afrodescendientes, el bueno de Lars von Trier fue expulsado de Cannes por sus ofensas a los hebreos. Ese mismo espíritu, transversal a la mayor parte de la sociedad occidental de nuestro tiempo, ya no obvia todas las ignominias manifiestas en el universo de Scarlett O’Hara y en su personaje. La peana sobre la que se alzó el mito comienza a resquebrajarse, por no hablar sobre lo que la cinta de marras indigna al neofeminismo.
Vivien Leigh no es ni sombra de lo que fue, eso está claro. Salvo Ingrid Bergman, ninguna de las actrices de los 40 merece hoy el culto que se las tributó en su tiempo. Más aún, en una época tan atenta a los desórdenes mentales como la nuestra, tal vez sea este de ahora el mejor momento para hablar del trastorno bipolar que padeció esta actriz británica.
Choca que incluso en nuestro 2022, cuando estos desequilibrios parecen humanizar y acercar a nuestros días a esas mujeres del miriñaque, las innumerables enaguas y el carnet de baile, aquellas que encandilaban a los esclavistas tomando el ponche, Vivien Leigh no sea reivindicada por su psicosis maniaco-depresiva, que se llamaba entonces. Reír mientras se llora, esa es la ilustración con la que suele explicársenos a los profanos en qué consiste este padecimiento. Y bien es cierto que Scarlett O’Hara era muy dada a reír en medio del llanto por todo lo que se había llevado el viento.
Naturalmente yo me quedo con la Vivien Leigh de la segunda versión de El puente de Waterloo (Mervyn Leroy, 1940), donde incorpora a una prostituta, Myra, que se enamora de un héroe a quien conoce en el citado puente londinense, Roy Cronin (Robert Taylor), un oficial al que la guerra no tardará en llevarse al campo del honor, allí donde mueren los héroes. Experiencia que el militar ya había vivido en la Guerra del 14, en circunstancias muy similares, aunque sin dejar la vida en ello, como en esa segunda ocasión será el caso.
Y me quedo también con la Vivien Leigh que dio vida a lady Hamilton —la amante de lord Nelson— en Lady Hamilton (Alexander Korda, 1941). Y la Ana Karenina de la espléndida versión de la novela de Tolstoi que Julien Duvivier estrenó en el 48: la mejor de todas, a fe mía. No obstante, si hay una cinta de hondura psicológica entre el resto de su filmografía, ésa es Un tranvía llamado deseo (Elia Kazan, 1951). En sus secuencias, nuestra actriz, en su Blanche Dubois, sintetiza dos de los grandes temores femeninos: la soledad y el envejecimiento.
Nacida en Darjeeling (India) en 1913 con el nombre de Viviane —cambiar la “a” por una “e” y la adopción del apellido de su primer marido fueron las licencias que se tomó para su nombre artístico—, la futura intérprete de Shakespeare —el repertorio del Bardo junto a Olivier fue su fuerte en las tablas—, fueron sus padres unos adinerados colonos ingleses que proporcionaron a la pequeña Viviane una infancia tan dichosa como pudo haberlo sido la de Scarlett en Tara. Formada en las mejores escuelas de interpretación y dotada con una belleza que se hacía notar en cualquier parte, aún estaba casada con su primer marido, Herbert Leigh, cuando quedo subyugada por Laurence Olivier. Que él también estuviera casado no fue óbice para que iniciasen un romance público, notorio y todo lo apasionado que pueden serlo entre dos flemáticos ingleses. Fue a Hollywood tras él, cuando Laurence acudió a la llamada de David O. Selznick. La vieron junto a su amante y le confiaron el personaje de su vida.
Ya casados, interpretando a Shakespeare hicieron giras por Australia y estrenaron muy a menudo en Estados Unidos. Mismamente, en la temporada de 1952 fueron las estrellas del legendario teatro Ziegfeld de Nueva York. Todo iba como la seda, el ánimo de Vivien Leigh rebosaba euforia. Hasta que un comentarista, Kenneth Tynan, publicó una mala crítica sobre el trabajo de la actriz, acusándola además de lastrar el de Olivier, y Vivien Leigh se derrumbó. Apenas volvió a levantarse.
A partir de entonces se volvió una mujer imposible. En los rodajes empezó a ser insoportable. Sus compañeros se negaban a trabajar con ella. En Por la senda de los elefantes (William Dieterle, 1954), rodada en los paisajes de su infancia bengalí, tuvo que ser sustituida por Elizabeth Taylor. Miss Taylor acabaría siendo la actriz que habría de desplazarla. Volvió a Londres asegurando a Olivier que había tenido un romance con Peter Finch, el protagonista de Dieterle. Pero nadie la creyó, todo el mundo la daba por loca.
Pareció encontrar la paz en nuevas giras junto a Olivier, del que no se separó hasta 1960. Sus exmaridos la apoyaron siempre en sus delirios. Seguro que significa algo. Ya desvencijada, con la belleza marchita pero intacto el talento interpretativo —los desórdenes mentales enriquecen a los actores— protagonizó un nuevo Tennessee Williams: La primavera romana de la señora Stone (1961), para el panameño José Quintero. Después llegó El barco de los locos (Stanley Kramer, 1965). Vivien Leigh murió en 1967.
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