Escribió Tagore que la vida es la constante sorpresa de saber que existimos. Desde ese posicionamiento edifica el malagueño José Sarria Tiempo de espera, un poemario aquilatado, de discernimiento sereno y reflexivo, propio de alguien que busca el sentido de vivir y que, al cabo, ha terminado por encontrarlo en las cosas pequeñas que son las que ponen en alboroto la vida, parafraseando a Fray Luis de León.
Lo constatamos desde la primera parte, que implica una reflexión, organizada en nueve composiciones, sobre el sentido de la vida entendida como viaje hacia lo más hondo de uno mismo, hacia la búsqueda de la espiritualidad medular que nos libera de cualquier atadura material/corpórea: “Pero, ¿te he dicho alguna vez mi nombre? Mi nombre es aquella vieja aventura por conquistar los / silencios cuando aspiraba a comprender a los hombres, / el asombro de las horas, la ceniza del tiempo, más allá del / reloj y sus agujas” (p. 13). Me interesa igualmente destacar “Las Ítacas” porque nos sumerge en la idea de Cavafis de lo que conlleva la indagación en el yo y, en particular, la comprensión de lo que es la llegada, ese final de la peregrinación intelectiva: “Ítaca es pobre, pero puede ofrecerte la riqueza del / camino y una rama de olivo en la tarde: este es su tesoro. / Tras el viaje pude descansar serenamente, en el mismo / lugar donde van a morir las mariposas.” (p. 16). Efectivamente y, como aclara al hilo de un verso de Mariluz Escribano, Sarria escribe el color del recuerdo. La dimensión exacta de los momentos atesorados es lo que ya permite discriminar entre primordial y accesorio: “Soy todo aquello, pequeño y diminuto, que atesora mi memoria: / el tiempo sumergido entre los laberintos de la / ceniza como el olor a ternura de mi abuela o la entrañable / mirada de mi madre” apunta en “El color de la memoria”, (p. 19). Aquí queda rotundamente patente el sincretismo cultural (en lo más puro de su esencia) al que se aludía al inicio:
“Soy el canto de un derviche alcanzando el rostro de Dios, el sabor del té con piñones en / alguna de las terrazas de Sidi Bou Said o las palabras del viento en los pozos vacíos de / Tamerza. / Mi corazón es ataurique y estuco, blanco estandarte de los omeyas, habitáculo de / la geométrica caligrafía que engalana Madinat al-Zahra o la desmesura de las bóvedas de la mezquita Azul. / Soy pradera para las gacelas de Ibn Arabí y cada una de las horas extraviadas / en el laberinto de colores de la medina de Fez el-Bali. Soy toda Sefarad y su gastado castellano que pervive en las / plazas de Salónica o el dulce aroma del hachís, que pierde, / en Chaouen, el agrio sabor de lo prohibido” (pp. 19-20).
Reproduzco este extenso fragmento porque resulta primordial para entender la voluntad argumental que atraviesa Tiempo de espera.
Después, en la segunda parte, nominada ‘La tarde’, el poeta se apoya “en el báculo azul de la memoria” (p. 38) para recorrer esa “empinada cuesta por donde la indecisa luz derrama el aroma remansado de otro tiempo: tránsito de cenizas que surcan hasta mi frente las aves blancas de la infancia, en el borde del olvido, desde un lugar donde ya nadie nos recuerda” (p. 39). Pero esto no implica desolación angustiada: el sujeto poemático se conforta al sentirse en armonía con la naturaleza aprehendida a través de lo sensorial, siempre desde la plenitud serena de quien no ha perdido la capacidad de sorpresa y emoción para seguir interpretando el mundo con los ojos de la infancia (véanse ‘La oscuridad’, ‘Ahora’ o el titulado ‘Infancia’, por ejemplo). Se cierra con “Yo soy el Oriente”, a mi juicio, eje axial de Tiempo de espera, donde dice: “Yo soy el Oriente y mi patria es el lugar en el que florecen los blancos arrayanes, un recóndito reino donde alcanzas a comprender los misterios a través del olor de la canela, […] En mi patria se extienden las arterias sin asfalto que alcanzan los confines del alma. En su universo no existen templos, altares o banderas y el tronar de los himnos ha sido sustituido por el suave gorjeo de las alondras” (p. 48). Es la clave del periplo interior, de búsqueda de las esencias trascendentes que construyen la identidad, ajena a nombres, patrias o símbolos. Porque la identidad es el yo desnudo de todo ropaje capaz de volar libre.
Luego, a continuación, llegan siempre las dudas sobre el paso del tiempo, la muerte, el olvido, los silencios y las palabras que son la basamenta de ‘Las incertidumbres’, conformada por cuatro poemas de contundentes preguntas abiertas (al modo de Neruda) que son golpes en la frente buscando despertar a una sociedad incapaz de cuestionarse nada porque tiene miedo de hallar las respuestas. Y el cierre, con el único y brevísimo ‘Final’, supone abrazarse a las pocas verdades inmutables que sólo la meditación bien dirigida alcanza a vislumbrar: “todo lo vivido podría contenerse en una diminuta gavilla de palabras: pasión, duda, existencia, espejo, silencio o luz” (p. 58). Y precisamente esto, las palabras que iluminan y determinan cada paso de una trayectoria vital que abarca desde la infancia a la madurez intelectual más plena son las que quedan sobrevolando cuando concluimos la lectura de este afortunado Tiempo de espera.
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Autor: José Sarria. Título: Tiempo de espera. Editorial: Valparaíso. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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