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El deseo interminable, de José Antonio Marina

El deseo interminable, de José Antonio Marina

El nuevo libro de José Antonio Marina habla de la convicción de que la historia humana puede comprenderse si descubrimos las esperanzas y los miedos que la impulsaron. A partir del estudio de las pasiones según la psicología, y en consonancia con el pensamiento filosófico y antropológico, el autor crea una nueva forma de aproximarnos a lo que somos: la psicohistoria.

Los deseos impulsan la acción, pero la satisfacción de los mismos no agota nuestra capacidad para anhelar: somos un deseo interminable que solo podría ser saciado con la felicidad. Por eso, incluso los acontecimientos históricos más terribles son parte de una larga y tortuosa búsqueda de ese sentimiento. Esta obra nos revela el papel que juegan las emociones a la hora de entender nuestros orígenes y el desarrollo de las sociedades. Un viaje entretenido y revelador, un regalo para el intelecto.

Zenda adelanta un extracto de El deseo interminable.

***

Tal vez el objetivo de este libro sea convencerme a mí, y al lector, de que no estoy loco o, para ser más preciso, de que no estoy en poder de la bris, la soberbia enviada por los dioses a los héroes griegos. Desde que comencé a trabajar en El Panóptico, tengo la convicción de que la Historia me permite descifrar muchos de los enigmas de la especie humana. Conocer es importante, pero aún lo es más comprender lo conocido. Puedo disponer de miles de datos, incluso sin entender lo que significan; para conseguirlo, necesito integrarlos dentro de un modelo o de una teoría. Un conjunto de palabras adquiere su sentido cuando las unifico en una frase a la que dan y de la que reciben su significado. Con los actos humanos sucede lo mismo. No comprendemos el comportamiento de una persona por muy bien que conozcamos todas sus peripecias hasta que no averiguamos cuáles son sus intenciones, sus motivos, sus sueños, sus miedos. T. S. Eliot expresó en un verso la experiencia de la incomprensión: «I can connect / no thing with nothing», que no hace más que reformular el poema de John Donne: «‘Tis all in pieces, all coherence gone». No puedo unir nada. Todo son piezas sueltas. La coherencia se ha escapado. En lenguaje más actual podríamos decir que «todo son datos» y no sé qué hacer con ellos. El ser humano no soporta esta situación, porque tiene que saber a qué atenerse. El sinsentido, el absurdo, la disonancia son difíciles de vivir, de ahí que los humanos intentemos salir de ellos y lo hagamos, con trágica frecuencia, de forma precipitada, como el náufrago que se aferra a un salvavidas sin pensar en quién se lo ha lanzado. La gente adopta fanáticamente aquello que le proporciona una clave para comprender lo que le pasa. Esto nos alerta de un espejismo: podemos pensar que hemos comprendido algo cuando, en realidad, hemos embarcado en una nave con rumbo equivocado.

Y ¿qué me interesa comprender, ahora que ya he pasado el tiempo que estadísticamente me tocaba vivir? Pues a mí y a mi circunstancia, pero esto no es posible si no conozco la historia de ambos. Acepto sin reservas la afirmación del gran genetista Theodosius Dobzhansky: «La realidad viva solo se puede conocer evolutivamente». Para comprender el presente tenemos que conocer el proceso que nos ha traído hasta aquí.

Esta idea es la que me ha acercado a la historia, aunque no sea historiador.

Pero ¿es posible comprender la historia? Ha habido muchos intentos de introducir la inabarcable secuencia de hechos humanos en los rígidos moldes de un modelo histórico, desde san Agustín hasta Marx, pasando por Joaquín de Fiore, Auguste Comte o Hegel. Espero no caer en esas desmesuras. Mi propuesta es muy sencilla: la historia es la agregación de acciones humanas y, para comprender las acciones humanas, el modelo más útil es conocer sus motivaciones, sus incentivos, sus fines. He estudiado, desde la psicología actual, este dinamismo en dos libros sin preocupaciones históricas: El misterio de la voluntad perdida y Los secretos de la motivación. Ambos intentaban explicar la raíz del comportamiento humano. ¿No sería sensato aplicar esos conocimientos al estudio de la historia? Estoy seguro de ello. Y no solo yo. En los últimos años se ha producido un «giro afectivo» en las disciplinas humanísticas. Se ha despertado un inusitado interés por los fenómenos emocionales, que era inexistente cuando escribí El laberinto sentimental y el Diccionario de los sentimientos.

No pretendo contar una historia nueva, sino la misma de los historiadores, pero con otra luz. Utilizaré para explicarlo una metáfora tomada de la astronomía. Los astrónomos pueden ver el universo iluminado con luz visible; de esta manera, perciben la armonía de las esferas celestes y la oronda perfección de los planetas. Pero pueden verlo también iluminándolo con rayos gamma, y entonces lo que perciben es un turbión de energías, de fuerzas en acción. Pues bien, lo que pretendo contar es la historia de la humanidad iluminada con rayos gamma. Lean una historia del Derecho y verán una sucesión de leyes, códigos, instituciones, textos venerables. Pero el gran historiador Rudolf von Ihering ya nos advirtió de que ese enfoque tranquilizador olvidaba el esfuerzo individual del que emergen las leyes: «El sudor y la sangre de los hombres que cimientan el origen del Derecho quedan ocultos por el nimbo divino que a este circunda».  Cada artículo de un código es el resultado de fuerzas e intereses encontrados. Paul Valéry proponía aplicar a la enseñanza de algo tan pacífico como la poesía una gran lección de la Historia: «El conocimiento de las fuerzas que engendran los actos y las formas».

Siempre se ha sabido que las pasiones mueven a la humanidad. Dante terminó su gran obra mencionando «l’amor che move il sole e l’altre stelle» (Paraíso, XXXIII, v. 145). Pero otras pasiones son menos benévolas. Así, por ejemplo, Heródoto afirmaba que la historia es una sucesión de venganzas. Tucídides vio en el miedo la causa de la guerra del Peloponeso: «Lo que hizo inevitable la guerra fue el crecimiento del poder ateniense y el miedo que esto provocó en Esparta». Thomas Hobbes, que tradujo a Tucídides y que observó la Guerra Civil inglesa, estaba de acuerdo: «De esta desconfianza recíproca no tiene el hombre manera más razonable de asegurarse que mediante la anticipación, es decir, por la fuerza, o la astucia, para dominar la voluntad de todos los hombres que pueda, hasta que no vea ningún otro poder tan grande como para que constituya un peligro para él». Refiriéndose a la Segunda Guerra Mundial, Bertrand de Jouvenel escribe: «Ni una participación tan general ni una destrucción tan bárbara hubieran sido posibles sin la transformación de los hombres por pasiones violentas y unánimes que han permitido la perversión integral de sus actividades naturales. La excitación y el mantenimiento de estas pasiones han sido obra de una máquina de guerra que condiciona el empleo de todas las demás: la propaganda. Ella ha sostenido la atrocidad de los hechos con la atrocidad de los sentimientos».

Si las pasiones individuales o colectivas mueven la historia, es evidente que necesitamos aplicar los conocimientos de la psicología al estudio de los acontecimientos, elaborar una psicohistoria; pero la dificultad de hacerlo con el suficiente rigor científico ha ido demorando la tarea. El conocido historiador norteamericano Lloyd deMause se escandalizaba al comprobar que, en los tres gruesos tomos de la Historia de las Cruzadas, de Runciman, solo había una página donde se dijera algo sobre los motivos que indujeron a los cruzados a ir a unas guerras que habrían de durar varios siglos. Aun así, sin estos motivos, nos quedamos en la superficialidad de los hechos. ¿Puede alguien, por ejemplo, entender la Guerra Civil española sin conocer el enfrentamiento emocional, las creencias, los miedos, los odios, los sufrimientos y las esperanzas de los españoles de ese momento? «La revolución militar —dijo Azaña— se ha incubado al calor del miedo.»

No obstante, en sentido inverso, el estudio de la evolución de las pasiones nos permitirá elaborar una nueva psicología evolutiva. La historia, como dice Thomas Piketty, es «un vasto experimento colectivo» del que debemos aprender.

Mi primera intención fue estudiar la historia bajo rayos gamma, es decir, atendiendo a las fuerzas que provocan la emergencia de los hechos: pulsiones, deseos, emociones, pasiones, expectativas. Pero, después de tanteos previos, llegué a una conclusión que me resultó incómoda: todas esas motivaciones estaban movidas por un dinamismo común, un vector convergente en el infinito: la aspiración, tal vez no consciente, a la felicidad. Todas se dirigían a ella como flechas al blanco, por usar la metáfora aristotélica. Era el punto de fuga de todas las perspectivas. Era el hilo de oro que engarzaba todas nuestras acciones. La incomodidad se debía a que se trata de un concepto tan vago y manoseado que prefería no utilizarlo, pero al final tuve que aceptar que sintetizaba bien lo que quería hacer. Solo tenía que deconstruirlo y reconstruirlo con un significado claro. La felicidad se convertía así en clave de comprensión de la historia, en un marco hermenéutico impreciso para una evolución también imprecisa. Estaba decidido: contaría la historia humana como una constante, confusa e incierta búsqueda de la felicidad. No estaba solo. «La tarea del historiador —escribe Delumeau— queda gravemente incompleta si no se incluye el discurso de la felicidad de nuestros predecesores y las imágenes con que lo nutrieron.» Delumeau lo hizo escribiendo una historia del paraíso. Emanuele Felice considera que la historia cambia cuando cambia la idea de felicidad, y escribió una Historia económica de la felicidad. Yo he decidido describir la evolución de los deseos humanos y de sus creaciones, todas las cuales pueden considerarse un anticipo más o menos acertado de la felicidad, una especie de felicidad comprada a plazos y a veces fraudulenta.

«Los sueños de los hombres constituyen una parte de su historia y explican muchos de sus actos», comenta Marjorie Reeves hablando de Joaquín de Fiore y de los movimientos milenaristas. Tiene razón. La marquesa de Châtelet, en su famoso Discurso sobre la felicidad, señalaba que para ser feliz «es preciso ser sensible a las ilusiones, porque es a las ilusiones a las que les debemos la mayoría de nuestros placeres». La historia de la felicidad se convierte así en historia de los deseos y de las ilusiones humanas. Es la crónica de creaciones y destrucciones de una especie lanzada al mar embravecido de la existencia sin cartas de navegación. Al interpretar la historia como la realización de un proyecto no concluido —ser feliz—, descubrí que tenía que aprovechar las conclusiones de mi Teoría de la inteligencia creadora y de La lucha por la dignidad. Es como si siempre hubiera estado trabajando para la presente obra sin ser consciente de ello.

Este no es un libro de historia. De eso se encargan los historiadores. Mi propósito es comprenderla e intentar aprender de ella. Maquiavelo pensó que era tarea del político buscar en el conocimiento de la Historia la utilidad para el buen gobierno, y así lo dice en el proemio al libro primero de sus discursos; creo que ese objetivo lo desborda. De cumplirlo debe ocuparse la Ciencia de la Evolución de las Culturas, en la que trabajo desde hace tiempo y a la que este libro es un acercamiento más. Espero que nos permita ver cómo, de esa evolución, va destilándose un sistema completo de filosofía y un interesante y nuevo enfoque de la psicología.

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Autor: José Antonio Marina. Título: El deseo interminable: Las claves emocionales de la historia. Editorial: Ariel. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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Ricarrob
Ricarrob
2 años hace

Psicohistoria. Sugerente. Interesante. Revelador. Va a ser imprescindible leer este libro que seguramente es excelente, como todos los suyos, preocupado especialmente por la incoherencia de esta decadente sociedad y por la interpretación de la historia. En una sociedad en la que nos sería imprescindible, a todos, escuchar las palabras, los razonamientos de nuestros intelectuales, de los intelectuales de verdad, no de los intelectualoides victormanuelistas que solo repiten tópicos ya desnortados. Y José Antonio Marina es uno de nuestros grandes intelectuales actuales.

Me recuerda usted, don Antonio, cada vez más y en muchos aspectos, al malogrado Michel Foucault. Quizás sean desvaríos seniles.

Saludos.