Este pasado noviembre falleció Phillippe Corentin, uno de los grandes autores de álbumes infantiles de las últimas décadas. Junto con otros ilustradores como su propio hermano, Alain Le Saux, o como Grégoire Solotareff, Corentin formó parte de la “nueva ola” de autores franceses que en el contexto de la editorial L’école des loisirs renovó el arte de hacer libros para la infancia en el último cuarto del siglo XX.
Su obra llegó a España a finales de los años 90, con títulos donde se evidenciaron los dominios de su imaginación: un gusto por la inversión de las expectativas del lector (el suspense cómico), un uso artístico de las posibilidades materiales del libro (aprovechamiento de los formatos), un manejo privilegiado del dibujo (con puntos de vista que conducen la mirada o enfocan a los personajes en busca de efectos ambiguos), un desajuste intencionado entre el texto y la imagen (territorio fecundo para el humor), un aprovechamiento paródico de las posibilidades del cuento tradicional (inolvidables, sus lobos), una capacidad para “saturar” la página consiguiendo espacios concentrados, universos plenos… Todo ello ofrecía la imagen unitaria de una broma aguda, solicitaba lectores atentos, imantados a la osadía cómica de Corentin.
Los niños se sorprendían ante una Caperucita Roja desatada (Señorita Sálvense quien pueda), reían con un lobo hambriento y despistado (¡Cataplum!), veían subir y bajar a los animales por el pozo profundo en que se había convertido su libro (¡Chaf!), descubrían las posibilidades de pasar a uno y otro lado de la realidad (¡Papá!) —en Corentin siempre está presente un espacio dual, la incertidumbre de paso entre dos lugares de vida, de ahí que sus obras ofrezcan una risa inquietante, una risa que agudiza la sospecha—.
Una de sus obras maestras, donde quizás mejor se muestra todo lo dicho, es El ogro, el lobo, la niña y el pastel. Concebida como un librito minúsculo, de formato apaisado, y sobre el bastidor de un cuento tradicional con aire de razonamiento lógico (cómo conseguir cruzar un río en una barca sin que ninguno de los viajeros quede en la otra orilla con un par antagónico —que la niña no se coma el pastel, que la niña no sea devorada por el lobo—), el ir y venir de la barca a lo largo del espacio panorámico pautaba un ritmo humorístico reforzado por el artificio maestro de una medio página intermedia, que a modo de falsa pestaña permitía modificar el escenario y hacer partícipe del movimiento al lector. A todo ello se sumaba la paradójica condición del héroe (un ogro disfrazado de cazador de safari), la destreza para crear “segundos planos” (los gestos de los personajes, liberados de la línea del texto) y la presencia de unos actores secundarios (cocodrilos e hipopótamos del río) que subían la temperatura humorística de la obra. El final, como siempre en Corentin, jugaba con la angustia y con la risa liberadora.
Descanse en paz.
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