Portada: La actriz Irene Escolar junto a Annie Ernaux. Foto: José María Plaza.
No imaginé que le concedieran el Premio Nobel a Annie Ernaux. Nunca hubiera apostado por ello. Y eso que Annie Ernaux es uno de mis autores —autores— más admirados y queridos, de quien me he leído casi toda su obra. De hecho me precio de ser uno de sus primeros descubridores y de los escasos lectores que en su tiempo —1993— compró Pura pasión, que pasó tan desapercibido que la editorial Tusquets tardó seis largos años en recuperar otro de sus libros; en este caso La vergüenza, que se inicia así: «Mi padre intentó matar a mi madre un domingo de junio. Fue a primera hora de la tarde. Yo había ido como de costumbre a misa de doce…» Un impactante y atrevido primer párrafo, dado que, como todos sus lectores ya saben, Ernaux da vueltas a la memoria y a los recuerdos y habla siempre de su vida. La literatura como análisis y exorcismo. No en vano, la cita que encabeza la novela —de Paul Auster— dice: «El lenguaje no es la verdad. Es nuestra forma de existir en el universo».
Quizás el jurado del Nobel lo tuvo en cuenta, y según el acta se premió «la valentía y la precisión clínica con la que desvela las raíces, los extrañamientos y las trabas colectivas a la memoria personal», aunque es posible que el ser mujer, feminista y de izquierdas también la haya empujado un poco, y así se ha comentado. El presidente Macron, que se sentirá orgulloso porque Francia es el país con más Nobels de Literatura dijo, al respecto, sobre Annie Ernaux: «Escribe desde hace 50 años la novela colectiva e íntima de nuestro país. Su voz es la de la libertad de las mujeres y de los olvidados».
Pero Francia, que cuenta ya con 15 galardonados, tenía dos autores relativamente cercanos en el tiempo: Jean-Marie Le Clézio (2008) y Patrick Modiano (2014), y este último es quien constituía el verdadero obstáculo para no conceder el premio a Ernaux, ya que ambos autores trabajan sobre los recuerdos y las palabras. Uno mira hacia afuera. La otra, hacia dentro. Y los dos son unos maestros en hacer alta literatura de la vida, de su propia biografía y sus circunstancias. A Modiano, por cierto, le dieron el Nobel por el arte de la memoria con el que evoca los destinos humanos.
Se podría afirmar que las obras de Modiano y Ernaux son primas hermanas. No queremos insinuar que se parezcan —en apariencia es todo lo contrario—, pero al igual que esos primos que, al verlos, nadie diría que son familia por su físico y su carácter, de alguna manera llevan diluida la misma sangre. Aunque los dos autores franceses utilizan los mismos elementos, los resultados son muy distintos, porque la mirada de Modiano es sutil, oblicua, teñida de melancolía, y la de Ernaux es directa, frontal, resuelta, impúdica. Uno respira; la otra, ejecuta.
Si hiciésemos una especie de juego de espejos diríamos que una buena parte de los libros de Modiano abstraen lo concreto, mientras que todos los de Ernaux concretizan lo abstracto: los temores, el miedo, la vergüenza… Es como una especie de forense que con el escalpelo de la escritura disecciona, escarba en el alma y sin remilgos ni adornos nos lo muestra. En cambio, las novelas de Modiano, al menos las que nos gustan, desprenden un aroma, y eso es lo que se te queda una vez cerrado el libro al paso de los años. No en vano su novela Villa Triste se llevó al cine con el título de El perfume de Ivonne.
Y una vez explicado por qué nunca hubiéramos apostado por el Nobel para Annie Ernaux, vayamos a la memoria personal —a nuestro enamoramiento de la autora— y a relatar lo que promete el título de la crónica: las dos horas esperando su firma. Antes, hemos de confesar que a veces los lectores, como los malos amantes, somos egoístas y posesivos, y quizás nos apene compartir nuestros descubrimientos con todo el mundo. En un principio considerábamos que Annie Ernaux era algo íntimo, un autora de culto en la que nos habíamos fijado unos pocos iluminados (al menos, en España), y la teníamos como un asunto privado del que sentirse orgulloso. Un tesoro. Al concederla el premio Nobel, la escritora se ha hecho de repente popular, universal, pertenece a la humanidad entera, y ahora sólo se oye hablar de Annie Ernaux.
Sin embargo, tan encerrados estábamos en esta egocéntrica suposición, que no supimos ver que en España había surgido una nueva generación y había jóvenes lectores a los que sí les interesaba la autora de Los años, e incluso sentían por ella una especie de devoción no menor a lo que uno mismo sintió hace tres décadas. Lo comprobamos —y fue todo un impacto, una cura de humildad, pero también una alegría— la pasada primavera. Concretamente, el jueves 21 del pasado abril, cuando fuimos a su encuentro como un lector común más.
Nunca hemos esperado ni 30 segundos para conseguir una dedicatoria. Esta vez hicimos una excepción por una cuestión de amistad, ya que desde el otro lado del Atlántico nos pidieron —rogaron— un libro firmado por Annie Ernaux, aprovechando su paso por Madrid. Así que tranquilamente nos encaminamos hacia la librería Rafael Alberti, donde Cabaret Voltaire, su nueva editorial —su editorial—, le había organizado una firma de libros. Pensábamos que estaríamos casi solos, que aquello sería algo así como llegar y besar el santo, y mentalmente dimos vueltas a las cosas que íbamos a preguntarle dada su imaginada ociosidad. Sin embargo nos llevamos una sorpresa mayúscula, y tuvimos que frotarnos los ojos de asombro al doblar la esquina de la calle Princesa y contemplar una larguísima cola, que salía de la librería y se extendía a lo largo de varios edificios. ¿Qué está pasando?’ No nos podíamos creer que todos aquellos lectores fuesen admiradores de Annie Ernaux.
Y eran algo más: eran fans. Nuestro primer impulso fue dar media vuelta, pero ya nos habíamos comprometido al autógrafo, así que decidimos hacer un ejercicio de paciencia con el móvil en la mano. No fue necesario mitigar el tiempo con tecnologías, porque a todos los que estábamos allí nos encantaba Annie Ernaux. Se notaba. Se notaba un cierto temblor y regocijo. El entusiasmo se nos salía por los ojos y así, en un estado de gracia y complicidad, pasamos el tiempo hablando y hablando —casi dos horas— de Annie Ernaux, de sus libros, de su estilo, de sus hallazgos, de cómo la descubrimos, mientras la fila avanzaba lentamente. La conversación iba por grupos de cuatro o cinco que el azar había distribuido. Tuvimos suerte. En el nuestro estaba la actriz Irene Escolar —a la que luego se unió su madre—, un colombiano que tuvo que irse cuando ya faltaba muy poco porque perdía el avión, la escritora Elena Medel y un joven anónimo que era tan entusiasta como el resto de las obras de Ernaux.
Finalmente llegamos hasta la escritora, a la que vimos envejecida (nació en 1940) y muy cansada, pero de vez en cuando sacaba fuerzas para sonreír suavemente y preguntar con esos ojos claros que acariciaban. Parecía un mueble más en el estrecho pasillo en el que estaba sentada; pero se puso en pie cuando Elena Medel le obsequió su novela Las maravillas, traducida al francés; entonces ‘la mujer fría’ volvió a mirarla con sorpresa y le agradeció ese regalo en una escena que nos produjo envidia y resignación.
He de confesar que siempre quise que Annie Ernaux tuviese en sus manos mi primera novela de adultos, La espera, publicada en el 2004, porque ese libro no hubiera sido posible sin ella y sin su Pura pasión. De hecho fue el descubrimiento de este título, y el estremecimiento y lucidez que me proporcionó, lo que me empujó a escribirla: «A partir del mes de septiembre del año pasado, lo único que hice fue esperar a un hombre: que me llamara y que viniera a verme…» Esta frase con la que se inicia el segundo capitulito fue la semilla de esa novela, que titulé precisamente, y como no podía ser de otro modo, La espera. En sus páginas, una voz femenina contaba en primera persona una historia no tan distinta a la de Ernaux, en un tiempo en el que aún no existían —en la novela— los teléfonos móviles. No en vano «todas las grandes pasiones son la misma pasión». Incluso las portadas de su novela y la mía tenían la misma atmósfera: una mujer, recluida en casa, esperando. Esperando. Diciéndose, como se dice la protagonista de Pura pasión: «Sentía que el tiempo no me llevaba a ninguna parte; únicamente me envejecía».
Esta crónica, como se aprecia, no es un texto sobre la obra de Annie Ernaux, sino una breve memoria personal de todo lo que la autora francesa ha significado para mí; ella fue la que me abrió los ojos y las vísceras, y me hizo escritor de adultos tras una larga andadura en la literatura infantil y juvenil. Y esas dos horas que pasamos en la cola, igual que si fuese una peregrinación, las recuerdo como uno de los más bellos pasajes literarios.
Gracias a la editorial Cabaret Voltaire, que fue quien organizó el acto, se publicarán en español, en traducción de Lydia Vázquez, todos sus libros, incluidos los cuatro títulos de Tusquets, que antes leímos solo unos pocos, aunque éstos a partir del 2027 por una cuestión de derechos. El último en salir —y pronto nos adentraremos en sus páginas— es La ocupación. Como curiosidad periodística diremos que el título más vendido de esta editorial oscila entre La mujer helada y Los años, que algunos consideran su mejor libro, aunque nosotros preferimos Pura pasión y lo que es su complemento, o cara B de una misma historia, Perderse: «No quiero explicar mi pasión, sino sencillamente exponerla». Algo que ha hecho Annie Ernaux en todos sus libros.
Pero exponiendo —exponiéndose— nos ilumina.
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