Estamos en el hotel Palace de Madrid, bajo su mítica bóveda de acero y cristal que derrama una luz art Nouveau sobre los recuerdos. Con más de cien años de vida, el Palace ha sido testigo del devenir de la historia de España, lugar de encuentros, pasiones, soledades y literatura. De estas dos últimas, mucho tendría que contar el periodista, cronista, viajero, personaje singular, don Julio Camba, que pasó, sin dejar de escribir, los últimos trece años de su vida en este hotel.
Aquel lugar junto al calefactor era donde cada mañana se sentaba a ver pasar la vida ajena o a recordar la propia, siempre a la caza de material para sus artículos.
Veo a alguien ocupando su sillón… ese perfil, ese bastón y esa visera verde son inconfundibles
—Don Julio, precisamente pensaba en usted. Todos creíamos que estaba muerto.
—Y lo estoy, querida, pero quien aún me lee, puede verme y escucharme. “Lo normal y lo sensato es lo incongruente, por lo tanto, no hay ningún motivo de preocupación”.
—Hemos venido al Palace a celebrarle a usted entre sus objetos, fotografías y recuerdos que ahora se exponen aquí, en la que fuera su casa.
—Bueno, bueno, bueno. Mi casa ha sido el mundo, que me dio argumentos, y fue la columna diaria que me permitió vivir sin trabajar. No, no me mire usted así. Que yo lo que en realidad siempre he querido ser, cuando me he puesto a devanarme los sesos en eso de pensar, es “cura de pueblo” en Galicia o bien “hombre-sandwich” en Charing Cross. Pero para aquello, como para todo, hay que valer, y yo solo he valido para ser “Rana viajera”, comensal en “La Casa de Lúculo” y, si acaso, para pedir recado de escribir al botones del Palace.
—En este país se debe recuperar su memoria con la pompa que merece, don Julio.
—¡Quite, quite! Recuerdo esos magníficos escaparates de las funerarias en las calles del centro de Madrid. Quia! ¿No ve usted que esto no es Inglaterra y que en España toda pompa es siempre fúnebre?
—Pero es que es uno de los grandes columnistas que hemos tenido, usted ha escrito sobre casi todo…
—Para ser correctos, habría que decir que he escrito “sobre casi nada”. Además, siempre he creído que los columnistas son seres innecesarios, pero ¡ay, el periodismo! muchos olvidan que el columnismo español, aun el más ligero y el más superficial, tiene pleno derecho a entrar en la Historia de la Literatura, igual que la aguja que marca los segundos entra en el complejo mecanismo de un reloj. Por Lo demás, yo no sé si he tenido en mis manos el hacer periodismo, pues “lo que siempre he tenido es una ignorancia enciclopédica que revela un gran españolismo”. Pero dígame, ¿cómo está esa exposición de la que me habla? Cuénteme un poco qué es lo que han logrado reunir de este “solitario del Palace”, como me llamó el joven aristócrata González-Ruano, al que por cierto terminaron despojándole después de muerto de la honra, la obra, y el premio de periodismo que llevaba su nombre y que otorgaba la Fundación Mapfre. Nada nuevo en este país. Como dijo alguien —o quizás fui yo mismo— “Que te den una calle con tu nombre no tiene mérito, cualquiera puede llegar a eso en España, pero que te la quiten, eso sí que es privilegio de un selecto club”.
—Pues verá, don Julio, Afundación, la obra social de ABANCA, le ha querido homenajear en el 60 aniversario de su fallecimiento con una exposición titulada “Julio Camba. El hombre que no quería ser nada”. La exposición incluye fotografías, documentos personales, cartas, cubiertas de sus libros, material inédito, un busto suyo, algunos interesantísimos podcasts así como unas magníficas caricaturas de Siro López Lorenzo. La exposición podrá visitarse hasta el 16 de diciembre en el Museo Bar del Hotel Westin Palace y Aser Álvarez es el comisario. ¡Ah! El hotel Palace ha elaborado también un menú especial en honor del periodista, «las tapas Camba»: “Sardina Cambiana”, “Cambacalao” y “Si el cerdo volase”. En fin, el tiempo con usted se pasa volando don Julio, y me tengo que ir a darle a la tecla porque los lectores esperan (o eso quiero creer) mi humilde texto.
—Puedo entender y reconocer esa lucha diaria en el ring de los “ciento cincuenta centímetros cuadrados” de la columna, pero recuerde usted, señora, que para hacerlo bien en este país hay que “escribir corto y cobrar largo”.
—Don Julio, antes de marchar quisiera, si me permite, hacerle una última pregunta: ¿Cómo se está en la eternidad?
—Pues, qué quiere que le diga, querida. Ni fu, ni fa.
Precisamente estoy leyendo estos días el inclasificable y tronchante ‘La casa de Lúculo’. A saber por dónde saldría don Julio si pudiera ver cómo han cambiado las cosas, y no siempre para bien. Era un hombre de buen gusto y mejor ingenio, cualidades raras, pero que siempre veo asociadas.