Hyrum aspira el olor del bullicioso mercado de Tiro. Las especias de un puesto cercano se mezclan con el de la carne, el pescado, las flores y, sobre todo, el mar. Ese olor lo reconforta, ha llegado a su destino. Varias jornadas para atravesar toda Fenicia, está exhausto, pero feliz. Espera hacerse un hueco entre tanta oferta. Mira alrededor: tenderetes de vasijas, de piedras preciosas, de maderas, de telas, animales para el sacrificio, caballos, camellos, un poco más allá un puesto libre. Ese será el lugar para establecerse, piensa.
Se da cuenta que él, en su tablilla de madera, no puede dibujar nada que sea reconocible por los demás: ¿Cómo pintar un servicio? Se dedica a crear palabras, a contar historias. No vende nada tangible, nada que se pueda dibujar con una simple grafía como la rueda, la puerta, el pez…
Comienza a dar vueltas en la cabeza a una idea, una posibilidad entre las miles infinitas. ¿Cómo poder dibujar amor, desesperación, felicidad o canto? Coge el punzón y una tesela de barro sin cocer y piensa: “¿Y si a estas grafías que todos conocen les doy un sonido?”.
Hyrum, sin saberlo, ha tenido la idea que contendrá y perpetuará eternamente el resto de ideas. La idea que revolucionará y cambiará el mundo para siempre: Hyrum ha creado el alfabeto.
Magistral el cuento. Corto pero sustancioso. Perfectamente pudo ser así. Y nos olvidamos que este descubrimiento es importantísimo, uno de los más. Más que internet, más que la web, más que el móvil. Nada de ello sería posible sin Hyrum y su descubrimiento, su inspiración. Todo lo que somos, para bien o para mal, se lo debemos a Hyrum. Y, ahora, lo queremos sustituir por pedo-grafismos, coña-íconos, emoticones cabrones, etc. Decadencia civilizatoria.