Los más suspicaces podrán notar cierta beligerancia en el hecho de que hoy, precediendo a las innumerables conmemoraciones del centenario del comienzo de la Revolución Soviética que veremos en los próximos meses, llegue a las librerías belgas y francesas la primera versión coloreada de Tintín en el país de los soviets (1929). Cabe esperar que no tardarán mucho las traducciones españolas. Como su propio título índica, se trata del álbum anticomunista de Hergé. Sin embargo, también fue el único que el Maestro jamás coloreó en vida y sólo accedió a reeditarlo a regañadientes.
Los tintinófilos más ponderados tienden a pensar que ese ostracismo, al que el propio Hergé condenó la primera aventura de Tintín, se debió a que, a medida que sus posiciones de la juventud se fueron atemperando con el paso del tiempo, él mismo —siempre esforzado en no molestar a nadie— prefirió no reeditarla. Hasta que las ediciones piratas que comenzaron a surgir a partir de una edición no venal de 1969, impresa por los Estudios Hergé a modo de obsequio a sus allegados —alguno de los cuales les traicionó pirateándola—, le llevaron a incluirla junto a Tintín en el Congo (1930) y Tintín en América (1931) en el primer volumen de Los archivos de Hergé (1973). Fueron aquellos unos tomos en los que el Maestro fue reuniendo sus álbumes publicados originalmente en blanco y negro.
Juan d’Ors, acaso el decano de los tintinófilos españoles, señala en Tintín, Hergé… y los demás (Ediciones Libertarias, 1988): “Si Hergé rehusó siempre la oferta de volver a publicar este primer balbuceo no fue tanto por remordimiento o mala conciencia, sino porque su escrupulosidad en el dibujo y la documentación le hacían decir que no a su Soviets. En cualquier caso, lo que sí queda claro en este primer álbum es que Hergé repudiaba cualquier tipo de totalitarismo, del signo que fuera”. Vayamos por partes.
Miedo al comunismo
Recuerdo que la lectura de Kerouac me remitió a la de mi dilecto Louis-Ferdinand Céline, el “fascista charlatán” para el discurso de la cultura oficial que obvia los exaltados versos que Pablo Neruda, Rafael Alberti y Miguel Hernández, entre otros poetas canónicos, dedicaron a Stalin. Con idéntica nitidez evoco ahora una entrevista que me concedió hace ya muchos años —de todo hace tanto tiempo— Juan Antonio Bardem. Fue con motivo de la publicación de sus memorias: Y todavía sigue (Ediciones B, 2002). Puesto a leerlas, me sorprendió la admiración que un comunista “de toda la vida” sentía por una pieza teatral del falangista Agustín de Foxá —Baile en capitanía (1944)—, también autor de todo un clásico de la novela franquista: Madrid, de corte a checa (Jerarquía, 1938). Cautivado por su comprensión del enemigo quise saber más y Bardem me contestó que Foxá no era fascista per se, que lo fue por miedo al comunismo. Podría concluirse que ese mismo temor fue el mayor caldo de cultivo del fascismo.
Dejémoslo por el momento en el que abrumó al abate Norbert Wallez, el director de Le Vingtième Siècle, el rotativo católico bruselense, cuyo suplemento infantil, Le Petit Vingtième, dirigía Hergé cuando el presbítero le encargó crear un personaje que mostrara a los niños el terror rojo por entregas semanales. De modo que -por más que al tintinófilo le cueste escribirlo- los prejuicios de su concepción es lo primero que cabe criticar en la primera aventura de Tintín.
A finales de los años 20, la Unión Soviética era un país cerrado en sí mismo por miedo a la penetración capitalista. El Maestro no tuvo más documentación para sus viñetas que Moscou sans voiles (Editions Spes, 1928), un libelo anticomunista publicado en París por un antiguo cónsul belga en Rostov. Entre otras perlas de idéntico jaez, en sus páginas se llega a descalificar el sistema educativo del régimen porque une en las aulas a niños y a niñas.
Tintín en el país de los soviets hay que leerlo en su contexto. Pero, a diferencia de su creación, al margen de su proselitismo. Exactamente igual que vemos Tres cantos a Lenin (Dziga Vertov, 1934) y el resto de los clásicos del gran cine soviético, que aplaudimos con entusiasmo sin tener en cuenta su loa de un estado que no iría a la zaga de la Alemania nazi en el exterminio sistemático de gente.
Prehistoria de Tintín
Sentado esto, Tintín en el país de los soviets es un álbum mítico por su valor arqueológico. Es, como dice d’Ors, “la prehistoria de Tintín”. En sus páginas, el lector asiste al nacimiento de El mejor periodista del mundo. “Al principio del álbum, Tintín no es más que un scout gordote, torpe y ridículo. Cuando finaliza su aventura con los bolcheviques, ya se parece mucho al personaje que conoceremos a partir de entonces”, sostiene Benoît Peeters en Tintín y el mundo de Hergé (Juventud, 1990). Entre el dibujo titubeante de las primeras viñetas y su rotulación que deja tanto que desear, como la construcción de los personajes y la solidez del argumento, se empieza a perfilar cómo la imagen y los bocadillos se van complementando sin repetirse. De hecho, Tintín en el país de los soviets puede considerarse la primera historieta europea propiamente dicha. Sólo cuatro años antes, un dibujante francés, Alain Saint-Ogan, había generalizado el uso de los bocadillos en Zig et Puce, una serie para Le Dimanche Ilustré. Estos payasos, junto a los cómics norteamericanos, que le traía de sus viajes el infausto Léon Degrelle, fueron la principal influencia de Hergé.
Sin olvidar otra narrativa genuinamente estadounidense: el slapstick, esas comedias del cine silente en que los gags se sucedían vertiginosamente. El Maestro, reconocido cinéfilo, era especialmente afecto a las de Larry Semon y Buster Keaton —El gran cara de palo—. Su influencia se palpa en algunos de los trallazos que reciben los protagonistas de sus viñetas, de los que naturalmente salen indemnes. Hergé realizó todo su aprendizaje en las 138 planchas —137 en la primera edición española, dada a la estampa por Juventud en 1983— de Tintín en el país de los soviets. Tan es así que, si el lector está atento, puede apreciar cómo al final de la 7, cuando Tintín se tira del árbol y se sube a un coche puesto a huir de la policía berlinesa, su famoso tupé -que hasta entonces ha lucido de atrás hacia delante-, cambia de dirección para lucir en la correcta, con la que El Valiente habría de hacer historia.
Ya 1981, Casterman publicó un facsímil de la edición original de Tintín en el país de los soviets. Se vendieron 100. 000 ejemplares en tres meses. Mítica, aunque rudimentaria, a la primera aventura de Tintín solo le faltaba el color, ese color plano, tan querido por los lectores, que homogeniza el resto de la serie. Llega ahora a las librerías.
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