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Elogio del maestro

Una historia de fantasmas

¿Qué es un maestro? Un amigo dice que un maestro es un genio del que puedes aprender. Los genios, piensa él, son inaguantables, inútiles para los demás; van tan rápido que no los puedes seguir. Los genios se adelantan a su tiempo en décadas, quizá siglos, pero ni a él ni a nosotros eso nos sirve de mucho. En su apreciación, el maestro se sitúa en un nivel superior: es un genio, de alguna manera lo es, pero sus pasos son más firmes, sus huellas más profundas, permite que le sigas y se regocija con ello. Yo añadiría que el maestro es la persona capaz de enseñar incluso aquello que ignora, sobre todo lo que ignora. La sabiduría del maestro es densa, apabullante, pero puede parar si tú se lo pides; hace recuento de lo que sabe para que tú lo sepas también. Yo, no hace mucho, tuve la suerte de conocer un maestro; lo sigo conociendo. No sé exactamente en qué consiste ser un maestro, pero sí tuve la fortuna, como digo, de conocer a uno.

El profesor Miguel Yanguas daba clase en la Facultad de Filología cuando yo estudiaba la carrera. Estaba especializado en poesía del Siglo de Oro, pero no le era ajena ninguna época ni ningún movimiento de nuestra literatura; no había autor relevante que hubiera escapado a sus ojos admirativos (otra de las cualidades del maestro es saber reconocer y admirar lo bueno). Su nombre me sonaba porque había publicado algunas novelas y una de ellas la tenía yo en mi biblioteca, olvidada entre otros libros, esperando tiempos mejores. Se le consideraba uno de los grandes profesores de la casa, y era mimado por todos como una institución todavía con vida. A mí y a otros compañeros nos tocó en una asignatura de cuarto. Él suponía que nuestros conocimientos sobre poesía renacentista debían de ser amplios, pues estudiábamos ya un curso avanzado. También debió de suponer que la enseñanza que se nos impartía estaba a la altura de la que él había recibido en su época de estudiante. Nada más lejos de la realidad. Al principio nos abochornaba con su torrente de sabiduría, una prosa oral tensa y espesa, pero siempre teñida de las más sabrosas anécdotas. Cuando un alumno le preguntaba sobre algo que él había dado por sabido, ponía todo su énfasis en explicarlo y acababa animándonos a seguir preguntando, que él, sin querer, pensaba que teníamos mayores conocimientos… Explicaba los clásicos, y no es exageración, en una especie de trance, como entrando en comunión con ellos. Nos enseñó, en primer lugar, que el estudio de la literatura es un diálogo con el pasado, con los hombres que fueron antes que nosotros, y que ese pasado se hacía presente en la lectura. Por ello había que leer con el mayor cariño, los cinco sentidos atravesando el papel, porque si no, los autores —y aquello que habían querido fijar para la eternidad— se sentirían ignorados. Cuando alguien toma la pluma, o aporrea las teclas de una máquina de escribir, o de un ordenador, y se propone hacer literatura, tiene que ser consciente de que continúa la línea de diálogo abierta hace siglos, milenios. No conviene, pues, frivolizar el acto de escribir o de leer. El encuentro con los muertos, las palabras entre vivos y muertos, que es la literatura, no debe acabarse nunca, siempre que se haga con amor y lealtad. De lo contrario, es mejor no seguir.

El curso fue fantástico y el profesor Yanguas puso unas notas estupendas. No suspendió a nadie; las listas eran un desfile de sobresalientes. No le importaba que desconociéramos tal o cual autor (aunque él nos los hubiera enseñado), que no nos acordáramos del rasgo fundamental de un movimiento poético… Sabía que nosotros habíamos aprendido la lección básica, y que a partir de ella sacaríamos todo lo demás: habíamos aprendido a dialogar con el pasado, a sentir el temblor de la belleza en la palabra; sabíamos distinguir y apreciar, como él, lo bueno y lo perdurable. Merecíamos el sobresaliente. Jamás olvidaríamos esa lección magistral, lo primero que se debe enseñar en arte y literatura.

Aquellos compañeros míos se hicieron profesores o entraron en alguna editorial. Algunos dejaron la Filología y se dedicaron a muy diferentes actividades. Unos cuantos, pocos, de cuya amistad todavía me honro, hoy son grandes sabios, y enseñan en las mismas aulas en las que enseñó Miguel Yanguas, recogiendo el relevo por él dejado. Siguen extendiendo a sus alumnos la invitación de diálogo con los muertos, pues saben, sabemos, que de ese diálogo se nutre el nuestro, y que el fin del pasado lo es también del presente.

Hace unos años recibí la noticia del fallecimiento de mi profesor. Salió en los periódicos un pequeño artículo en la sección de necrológicas. Ése fue el pobre tributo que le rindió la sociedad. Sin embargo, en la Universidad, andando el tiempo, se organizó un homenaje al maestro por el que fueron desfilando todos los que disfrutaron de sus enseñanzas, ahora también maestros. Participé en el homenaje con una comunicación muy similar a lo que estoy escribiendo en estos momentos, titulada “Elogio del maestro”. Y he querido subtitular este cuento-relato-homenaje “Historia de fantasmas”, porque eso es, en esencia, lo que nos contó Miguel Yanguas, lo que pretendemos hacer todos los que estudiamos o hacemos literatura.

A menudo me ha parecido presentir a mi viejo profesor junto a mi mesa de trabajo, cuando escribo, o en las aulas, cuando enseño. Como si él estuviera tentado a veces de soplarme al oído lo que debo decir o escribir. Algunos compañeros me han confesado que ellos también experimentan esta sensación en idénticas circunstancias. Nos echamos a reír al pensar en fantasmas, nosotros que tan acostumbrados deberíamos estar a ellos. Cuando me entra la nostalgia, abro cualquiera de sus libros, ensayos o novelas, y “oigo” su voz murmurando en el papel, y le veo a él, con las gafas en la mano y la mirada perdida en el fondo del aula, dándome una nueva lección magistral. No necesitamos fantasmas fantásticos cuando los tenemos reales.

¿Qué es un maestro? No sé a ciencia cierta en qué consiste ser un maestro, pero la fortuna me deparó conocer a uno.

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Elizabeth Pérez
Elizabeth Pérez
1 año hace

Muy interesante el escrito. Ojalá todos pudiéramos dejar esa huella.

Eduardo Martínez Rico
Eduardo Martínez Rico
1 año hace
Responder a  Elizabeth Pérez

Muchas gracias. Si, ojal´´a pudi´´eramos.