El duende es un bicho. De los que se te mete por dentro y no te suelta. Te atraviesa la garganta, te come las venas, los nervios, ahí está él, metido entre las tripas, dentro del vientre, puños, muñones, vocales. Y entonces, a veces sale, sube desde lo más hondo, se hace boca, mano, ojo, arte, hongo. Lo decía Lorca: la verdadera lucha es con el duende. Con ese bicho que, a veces escupes, porque no te queda otra, y entonces, eso, nace una página, a veces un lienzo, de pronto un canto. Camarón de la Isla es uno de esos que lo hacía desde dentro, desde la sangre, desde las entrañas, con el bicho metido por todo el cuerpo. Y ahí lo tienes, dando palmas, hincando las garras, los cuervos atravesándole todas las vocales. O quizás lo que pasa, sea sólo eso, una muleta suave que se desliza, que le lleva hasta el toril, y ahí, en el ruedo, está ella, la que siempre nos espera, y nos quiere pillar, en lo más vivo.
Los libros no nacen porque uno los anticipa, no son guiones, agendas, partituras. Te salen, te atropellan, sin avisar, así nace El sabor a sangre no se me quita de la voz (Madrid, La Huerta Grande, 2022): un día ves un documental sobre él, sobre su vida, sobre el Camarón, y esa voz quebrada te deslumbra de nuevo, te parte en dos, en mil. Pero sobre todo te raja, esa vida de espuelas es un navajazo. Miras ese cuerpo pequeño, que se retuerce entre huertas, campos, pueblos, y entonces quieres entender, comprender, cómo puede ser. Buscas ese crío, buscas el hombre que ha sido, más allá de la leyenda, por encima del bien y del mal. Quieres coger la flor que ha olido, la miga de pan que ha empapado en el aceite, quieres sacudir, quitarte de encima ese polvo que se le ha metido en el ojo, quieres entrar en las entrañas de esa sangre, meterte en el cuerpo de ese hombre. Con Francis Bacon, el pintor, han hecho lo mismo: han construido una máscara, una leyenda, en negros muy violentos, algo muy callejero, con mucho cuero, cuando él era un hombre alegría, le encantaba la fiesta, la juerga, los amigos, el buen vino. Lo mismo con Camarón: está la leyenda, y luego, está él, ese hombre que era carne, rebosando duende.
No hay mapas para eso, para llegar a un hombre, o alcanzar a una mujer. Porque no hay manera de dar con sus espinas, con sus espigas, con lo que le estremece. Entonces te pones a escribir, para indagar, para quitarte de encima el culebrón. Llamas a Lita Cabellut, ella vive en la otra punta de continente, en Holanda, en La Haya. La llamas a ella, porque cuando pinta lo hace bailando, y cuando mejor lo hace, cuando mejor pinta, es al son de Camarón. Y entonces le cuentas lo que te acaba de ocurrir, cómo te ha sacudido ese documental que te acaba de reventar. Y ella te dice, mira, escucha, tengo algo que nunca mostré a nadie, son estos lienzos, son el Camarón. Y ahí está él con sus palmas, hincado, quebrado, ahí está él con esa sangre que le quema, esa voz que le arde, que le hace brasa, ceniza, colilla.
Y así empieza un libro, porque no puedes escapar de él, huir de ese texto, y entonces una página, y otra, y entonces capítulos de una vida que no has conocido, que intentas entender. Y ahí está él, levantando los brazos, irguiendo la cabeza, dándole golpes con el pie sobre el tablao, metiendo las manos, la voz, pinzando los nervios, para que el bicho salga y le reviente la garganta. Y entonces lo oyes, lo escuchas, y te quedas medio moribundo mientras la voz embiste, mientras el lienzo no deja de crecer, porque él, también, viene desde las entrañas, es un como cante jondo. Lo decía Lorca: todas las artes saben de duende, pero dónde más, es en la música, en la danza, en el canto. Todo lo que necesita un cuerpo vivo. Hay artistas que saben hacer magia, son de esos salpicados por el don, alinean las estrofas, multiplican los libros, los cuadros, como si fueran panes. Y luego están los otros, los que suben por los montes, se arrastran, aprietan las nalgas, espetan las espuelas en la carne. No saben hacerlo de otra manera: tiran toda su vida, de cuerpo entero, en esa hoguera que es su arte.
En todo el mundo la muerte es un fin. Acaba con todo. Llega de pronto, y entonces ella tira, corre la cortina, se acabó. No te sirve de nada intentar hacerte el suave, menear el trasero, meterle la delantera. Ella la muerte es esa flaca que siempre está con hambre. Ahí está ella, metiendo la cuchara, hundiendo el tenedor. Pero lo que hace el arte, es algo sin parangón, al arte no le importa esa flaca, la ningunea, es más, ni le invita a la fiesta. El arte lo hace todo a su bola, abre las cortinas, tira de ellas, bien fuerte, para que la flaca se entere, para que se quede con su hambre. Y, entonces, el telón se queda abierto, en grande, y sobre la mesa esta la carne, está la sangre, el duende con todas sus salsas, él también hambriento, a veces más vivo que nunca.
Así nace un libro, porque no tienes más remedio que escribirlo, porque no te queda otra. Porque de pronto, un hombre que se ha ido para siempre, que ha sido, te estremece de arriba hasta abajo, de este a oeste, te abre la médula, y vuelve como si estuviera ahí, a tu lado, dándole con las palmas, hincando el cuchillo, el tenedor. Y entonces te llega te llega otra estocada, desde la otra punta del mundo, esos lienzos que también salen de dentro, cargados de duende. Y haces lo que puedes, con lo que puedes, le metes las palabras, a eso que se te mueve por dentro, al bicho que te pinza los nervios, a esas las retinas se te quedan más verdes que nunca: escribes un libro.
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Autor: Javier Santiso. Ilustradora: Lita Cabellut. Título: El sabor a sangre no se me quita de la voz. Editorial: La Huerta Grande. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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