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¿Cuándo un padre o una madre se dan cuenta de que son tal cosa? ¿Al primero, al segundo o al tercer hijo? ¿O lo notan acaso de golpe? En esa lógica, ¿cuándo un autor se da cuenta de que es un autor? ¿Acaso cuando es capaz de alinear sus libros hasta formar una torre con ellos, o en ese momento en que puede ser fiel a sí mismo para ser otro, o de renunciar al truco de la repetición para diseñar una voz propia?
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El oficio hace al autor, que se forja como acuchillador de suelos de madera, forjador de columnas que sostengan tejados pesados, repujador de cobre, limador de asperezas entre palabras esdrújulas o restaurador de personajes descartados. El autor es un maestro de obra que no duda cuando alicata esta o aquella página, sino cuando da unos pasos atrás para examinar el resultado. Nunca he visto a un albañil dudar, temeroso de sus propias capacidades, ante una pared recién frisada. Pero podría pasar. ¿O no?
Al autor —se presupone—, lo hace el oficio, el arrancar muchas veces la maleza del tejado y separar la paja del trigo una vez, y otra, y otra, y otra. ¿Puede un escritor con dos novelas considerarse a sí mismo un autor? Juan Rulfo publicó apenas dos libros. La obra dilatada de los maestros hace pensar en el viento de todos los veranos de una vida soplando juntos mientras esos libros fueron escritos. ¿No es eso acaso lo que nos invade al alinear en orden cronológico todos los libros de Stevenson, Conrad, Melville, Dickens, Javier Marías, Doris Lessing o T.S. Eliot en las baldas de nuestra memoria?
Excepto casos como Christopher Marlowe —que concentró la escritura de sus seis piezas de teatro en apenas siete años—, en la obra de un mismo autor conviven varias versiones suyas, desde la más fresca e inexperta hasta la más longeva e indisciplinada, porque poca norma respeta ya un creador completo que solo puede hacer caso a sí mimo. No se puede vivir fuera del tiempo continuo que ocupan la experiencia y la vida mientras se vive, de la misma manera en la que una planta no crece porque nos plantemos a su lado para ordenarle a gritos que lo haga.
Puede, por eso, que el tiempo de las novelas sea como el tiempo de los jardines: lento, reticular y alambicado, al igual que los autores existen en el transcurso demorado de sus hallazgos y del hallazgo que otros hicieron de sus páginas, un inevitable juego de espejos en el que alguien está a punto siempre de arrojar la primera piedra. De ser cierta esta idea, un autor es lo que va siendo entre libro y libro, el resultado de un borrado, de una poda. Es el jinete a lomo de la misma bestia oficiando una vieja doma que no prescribe.
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