Son las diez y media de una mañana fría y áspera. Con el cabello recogido en un moño y la cara luminosa de quienes no cultivan los excesos, Pilar Reyes atraviesa la puerta de la cafetería del barrio de Argüelles elegida para esta entrevista. La editora ha llegado pronto. Su casa no está lejos de aquí, explica con ese acento bogotano que todo lo dulcifica. Es la misma que habitó Pablo Neruda durante sus años como cónsul de Chile en Madrid entre 1934 y 1936, luego de que Rafael Alberti lo convenciera de que aquel era el mejor barrio de la ciudad. A ella, cómo no, también le gusta. Vive aquí desde que llegó a Madrid hace ya ocho años para dirigir el sello Alfaguara España.
Pilar Reyes forma parte de las 50 personas más influyentes en el mundo editorial. Por su escritorio pasan los manuscritos de Javier Marías, Mario Vargas Llosa, Arturo Pérez-Reverte, John Banville, Jorge Edwards, Fernando Vallejo, Bernardo Atxaga, Gay Talese, John Berger o Carol Joyce Oates; gestiona un catálogo en el que conviven José Saramago, Günter Grass, Julio Cortázar o William Faulkner; es ella quien conduce una editorial que cumple más de medio siglo desde su creación, en 1964, por el constructor Jesús Huarte bajo la dirección de Camilo José Cela y sus hermanos Juan Carlos y Jorge Cela Trulock. A eso se suma un episodio: hace apenas unos meses Pilar Reyes dio el mayor zarpazo editorial de los últimos tiempos al hacerse con la obra del chileno Roberto Bolaño; tras la publicación del inédito El espíritu de la ciencia ficción, ésta se editará completa en el sello Alfaguara.
Discreta, elegante y dueña de una sonrisa tan enfática como un punto y coma bien empleado, Pilar Reyes encaja con soltura las preguntas incómodas —por muy insistentes que sean— . Pocas veces se queda en blanco, incluso alguien podría pensar que su mejor forma de contención es su extremada educación; un saber estar muy cachaco. Está acostumbrada a los territorios difíciles y se nota: llegó a España directamente desde Bogotá para dirigir el corazón de una de las editoriales fundamentales de la literatura hispanoamericana. Desembarcó justo en 2009, el año en el que comenzaba el largo desierto de una crisis económica que hizo desplomarse al mercado editorial. Hoy, las cosas han cambiado. La industria ha dejado de perder dinero —o al menos eso indican las cifras de la FGEE—, Alfaguara ha sido adquirida por uno de los grupos editoriales más potentes del mundo, Penguin Random House, y ella se ha consolidado en uno de los puestos clave del quehacer cultural, ese lugar en el que coinciden América Latina y España, pero también una geografía literaria todavía mayor de la que esta colombiana da buena cuenta en su carrera profesional.
Sus ideas sobre la edición tienen un brillo específico: su manera de comprender la literatura latinoamericana y española goza de una lucidez que se ha asentado con el tiempo. Nacida en Bogotá y criada en un mundo lector, la literatura ha formado parte de su vida desde muy temprano. Hija del dramaturgo Carlos José Reyes, con apenas siete años, se desvivió por las historias de Edmundo De Amicis, se convirtió luego en expedicionaria de la geografía de Italo Calvino y se mudó a vivir a un mundo que jamás abandonaría: el de los libros, esos que comenzó leyendo y que ahora edita para que otros puedan, también, mudarse a vivir a ellos. La mitad de su vida, por no decir la vida entera, la ha dedicado a ellos: a los libros y sus autores. A veces volcados en exceso en los unos y los otros, el editor permanece en un segundo plano que suele usar a su favor. Sin embargo, eso no ocurrirá esta mañana, al menos no durante la hora y quince minutos que Pilar Reyes dedica para hablar sobre ese oficio -sus cambios, contradicciones, aciertos y errores- en esta entrevista.
—Llegó a Alfaguara España en 2009. Su experiencia en Colombia fue su mejor carta de presentación. Ocho años después, ¿cómo ve ese cambio?
—Trabajé en la casa colombiana de Alfaguara durante 16 años. En ese tiempo pasé por varias etapas y lugares. Comencé como asistente del editor. Tenía 21 años y estudiaba el tercer semestre de la carrera de Letras. Y sí, puedo decir que el cambio fue grande. Colombia es un mercado muy especial, porque sus autores literarios son muy protagónicos. Tienen un enorme peso. También hay que decir que es un mercado a medias. Colombia es el segundo país, por volumen de población, de América Latina pero su mercado editorial es el tercero, es decir, tiene un tamaño similar al de Chile. Eso es algo sorprendente, porque no hay una correlación entre la cantidad de personas y los libros. No es coherente ni siquiera con la visibilidad de su producción literaria.
—Sólo con Gabriel García Márquez la literatura colombiana tiene para rato. Es una herencia y también una losa.
—Todos los jóvenes que formaron parte de la generación que comenzó a publicar en los años noventa, que fue la época en la que yo comencé a trabajar, estuvieron marcados por el hecho de tener a sus clásicos vivos y produciendo. En Alfaguara Colombia tuve la oportunidad de crear un catálogo generacionalmente muy diverso: publicábamos a la generación de García Márquez, Álvaro Mutis o Germán Espinoza, pero también autores de la generación de R.H Moreno Durán, Laura Restrepo y a los más jóvenes, que serían los autores de los noventa, como por ejemplo, Juan Gabriel Vásquez.
—De quien Alfaguara lo ha editado todo
—Excepto lo que él no me deja reeditar —Reyes ríe—.
—Entre los años 90 y 2000, un autor de América Latina debía publicar en España para hacerse visible en su propia región. Hoy no. ¿Qué significa eso?
—Hay una diferencia radical entre un mercado y otro. Por ejemplo, en Colombia es posible ver la importancia que tiene un tejido cultural sólido para construir un mercado: que haya muchas editoriales de distintos tamaños haciendo cosas distintas; una actividad universitaria potente, que incentive la lectura; instituciones culturales generando actividad y una cosa que es decisiva: las librerías, que eso en Colombia supone el hueco más grande. Porque todo lo demás existe, de manera más o menos imperfecta, pero existe. La red de librerías es muy precaria para un país de ciudades. No hay más de cien librerías, ¡en toda Colombia! Eso hace que el libro sea un objeto que no encuentras cotidianamente. Se dice que Colombia es un mercado muy culto, donde sólo se venden los libros literarios, pero eso habla mal del mercado colombiano: solo una élite súper ilustrada consume libros y eso es grave para un país.
—En España, cerca del 40% de la población admite no comprar ni leer libros nunca. Volvemos al punto inicial: ¿cuál es el rasgo que define ambos escenarios editoriales?
—Aquí ves una industria muy elaborada pero, al mismo tiempo, muy en bloque y eso tiene que ver con su relación con América Latina: el español es un mercado literario maduro, en términos de la cantidad de libros que se publican o el interés por otras literaturas (en este país se traduce muchísimo), pero el problema es que emplea los mismos mecanismos para lanzar a un autor consagrado, con muchos lectores, y un autor pequeñito. Tienes que ir a los mismos medios y eso hace que sea muy difícil encontrar nichos (aunque esa palabra no me gusta, pero bueno), sí … como nichos de lectores para determinados autores o libros. Quizá Internet, que te permite discriminar y tener datos de distintos públicos, nos permita generar distintas autopistas para lanzar distintas cosas, pero eso lo veo como una dificultad.
—La industria publica más de lo que el mercado puede absorber, y desde hace rato. Una burbuja, en toda regla.
—Digamos que se publica mucho, pero …¿qué es mucho? Nunca los libros son demasiados. Son objetos tan agradecidos que la palabra demasiado tiene una connotación negativa y yo soy de las que cree que mientras más libros haya, mejor. Ya encontrarán sus lectores. El problema que tiene la industria editorial es el principio de imitación: cuando algo funciona todos empezamos a hacer lo mismo. Cuando Stieg Larsson funcionó, el policíaco nórdico estalló; o cuando El Código Da Vinci funcionó, la novela de intriga histórica se contagió. Es algo de lo que adolecemos todos. Si hubiese más canales para comunicar determinadas cosas, habría mayor precisión. Los medios tienen un papel e incluso la universidad, pero es impresionante lo alejada que está aquí de la actividad cultural, es como otro mundo.
Corría el año 1994 cuando Pilar Reyes entró a trabajar como asistente editorial en el sello Alfaguara, entonces parte del Grupo Santillana. Colombia vivía años convulsos: ponía en marcha una nueva constitución a la vez que sobrellevaba los coletazos y el infierno de los extraditables, así como la acción de la guerrilla. También América Latina seguía sacudiéndose en sus días más duros: los conflictos armados en Centroamérica; las intervenciones militares de EE UU; el período especial cubano; la lenta y sangrienta agonía del Sendero Luminoso en Perú… Mientras tanto, la literatura parecía metabolizar por su cuenta lo que ocurría en la calle. Fueron los años en que Mario Vargas Llosa ganó el Premio Planeta en 1993, con Lituma en los Andes, la misma fecha en que publica sus memorias, Como pez en el agua (1993), donde dio por cerrado el episodio político en el que, tras enfrentar a Alberto Fujimori en unas elecciones presidenciales, se vio obligado a exilarse y abandonar su país. También en esos años Carlos Fuentes recibe el premio Príncipe de Asturias de las Letras (en 1994) y Gabriel García Márquez publica Noticia de un secuestro (1996), aquel libro prodigioso en el que literatura y periodismo se fundían en el mejor beso estilístico.
Al mismo tiempo que los grandes autores se asentaban en la ya más que compacta generación del Boom, una nueva empujaba para abrirse camino: desde el grupo del Crack Mexicano —del que formaron parte Jorge Volpi, Ignacio Padilla o Eloy Urroz, pero en el que podrían enmarcarse perfectamente el argentino Rodrigo Fresán, el boliviano Edmundo Paz Soldán o el colombiano Santiago Gamboa— o la antología McOndo, una cucharada de individualismo, descreimiento y cultura Pop que reaccionó ante el predominio del realismo mágico; pero también son los años de nombres como Héctor Abad Faciolince o Xavier Velasco, hasta otros más jóvenes como Juan Gabriel Vásquez. El paso del tiempo acortó las distancias y propició los relevos. Ya entonces Pilar Reyes había atravesado por distintas fases como editora de Aguilar, Punto de lectura, Taurus, Alfaguara, Suma, Alfaguara Infantil y Juvenil.
A su paso, y en el catálogo que ella misma diseñó, hallaron lugar muchos de los autores que hoy se consideran fundamentales para identificar una literatura latinoamericana contemporánea. Eran aquellos escritores que unos años antes aspiraban al relevo y ahora encontraban dónde proyectarse. El significado de Alfaguara —“la fuente que mana y corre”— obró su metafórico efecto: algo nuevo se abría paso. El ojo lector de Pilar Reyes tuvo que ver, y mucho, en aquel proceso. Hoy, como editora de Alfaguara España, Reyes mantiene muchas de las ideas que puso en marcha en aquellos años y sobre ellas también conversa al momento de definir editorialmente uno de los sellos bisagra por excelencia, el que une América Latina y España, pero que cada vez se abre más a otros territorios. Caben en este delta muchas preguntas: ¿Dónde comienza la industria y dónde acaba la literatura? ¿Editores prescriptotes o rastreadores de tendencias?
—¿Cómo ha cambiado el catálogo de Alfaguara? ¿Potenció la vocación de puente? ¿Se internacionalizó? ¿Cómo es el sello hoy?
—Alfaguara ha nacido muchas veces y cada vez que lo hace recuerda su nacimiento anterior. Yo he querido conservar ese espíritu. Alfaguara nació hace 52 años y lo hizo publicando autores españoles. Camilo José Cela y sus hermanos publicaron autores españoles. En la época de Jaime Salinas también, además de autores latinoamericanos como García Márquez, Julio Cortázar o Fernando del Paso, al mismo tiempo que hizo con autores como Merino o Millás. Esa época tuvo un énfasis importante en la traducción. Luego apareció un Alfaguara más latinoamericano, que hizo puente con la literatura latinoamericana, y que fue la Alfaguara de Juan Cruz.
—¿Y la suya? ¿Cómo es la Alfaguara de Pilar Reyes?
—Una mezcla de todo eso. Hubo una intención de que la literatura internacional volviese a tener protagonismo dentro del catálogo. Conmigo trabaja una magnífica editora, María Fasce, que lleva esa área. El catálogo de Alfaguara da cuenta de la producción literaria en todo el mundo: escritores japoneses, fineses, suizos, noruegos. Es internacional. Por otro lado, queremos seguir siendo una editorial de autor: hay escritores que publicamos desde hace muchísimos años y seguimos editando. Está presente la idea de ser una editorial comprometida, capaz de generar vínculos con América Latina. Para resumir: Alfaguara no es una editorial de un lugar o una lengua, ésta o aquella, Alfaguara es una editorial de este tiempo. Y no me refiero a lo que se escribe ahora, sino a aquello que puede generar una conversación con los lectores de hoy. Por ejemplo, hemos reeditado todo Faulkner o todo Günter Grass, porque pensamos que puede entablar un diálogo con los lectores.
—En esta conversación hemos dicho más veces la palabra mercado que lectores. Hoy se reprocha a los editores un exceso de criterio mercantil. ¿Está de acuerdo?
—Cuando hablas de edición… ¿quién es el mercado? Pues los lectores, ¿quiénes más? Por eso creo, todavía más como editor literario, que nunca debes perder de vista el mercado, es decir, a los lectores. El editor debe de tener siempre una sensibilidad para conocerlos e interpretarlos.
—Ya, pero… ¿a qué se refiere? Seguimos hablando de industria.
—Un editor con unas cuentas saludables tiene más libertad creativa que aquel que no. Puede apostar por cosas distintas en su catálogo. ¿Qué otro aspecto industrial hay en la edición? ¿El hecho de que forme parte de una cadena de producción? Pues claro. Funciona de esa manera: tienes que proponerte un plan, unas fechas de lanzamiento y unos procesos de trabajo. Eso nos toca a todos. Si vas a formar parte de un mercado tan complejo como éste, tienes que estar estructurado: avisar a los libreros con antelación cuáles son tus libros más importantes, conseguir espacio para esos libros. Todo eso implica un proceso industrial. Ahora, si por industria te refieres al hecho de que hacemos libros para vender…
—Exactamente.
—Yo prefiero pensar que hago libros y busco a sus lectores. Esa es la premisa.
—La ecuación que me plantea está al revés: ya no se buscan autores con una voz propia, sino unos que se acoplen al gusto de los lectores.
—Creo que no, al menos así no es como nosotros trabajamos. Yo intento leer y pensar si un original me interesa, si ese público tácito que intuimos que tiene Alfaguara puede sentirse atraído por ese texto o le puede interesar. Un factor que no puedes dejar de lado si estás construyendo un catálogo es, sin duda, la calidad. Todo eso lleva a una conclusión positiva: muchas veces la clave está en emprender el camino con un autor. Nosotros no somos editores de libros, somos editores de autores. Por eso cuando asumimos una decisión positiva con uno, sabemos que comenzamos un viaje juntos. Eso tiene implicaciones mucho más complejas de si te gusta un libro o no. La verdadera pregunta aquí es si como editor soy capaz de encontrar lectores para ese autor, ya sean mil o cien mil. No es una expectativa comercial, sino un catálogo variopinto capaz de acoger a autores con pocos lectores y otros más populares. ¿Eso lo hace ecléctico? Sin duda. Pero eso es un catálogo literario. No puedes publicar para un solo lector. Además, hay que tener una vocación de trabajo a largo plazo.
—¿Cómo cambia ese proceso cuando un sello como Alfaguara pasa a formar parte de un gran grupo como Penguin Random House? ¿Se desdibujó la editorial?
—Las cosas han cambiado, claro. Vivíamos en un entorno donde cada editor hacía una cosa distinta. Ahora estamos en un paisaje mucho más poblado. Somos cerca de 30 sellos y por tanto se cruzan. Porque … ¿qué hace un editor? Pues buscar y gestionar talento. Eso implica una mirada, que es lo verdaderamente relevante. A veces podemos ver lo mismo, pero también aportamos visiones distintas sobre un mismo programa de contratación. Además, tenemos muy buena comunicación entre nosotros para determinar qué autor encaja mejor en un catálogo. Los sellos que forman parte del grupo son maduros, con una historia editorial muy larga y autores propios. En lo que a nuevas contrataciones se refiere, te diría que jugamos a quién lo descubre primero. Es una competencia saludable.
—Cuando se comunicó la noticia de la venta de Alfaguara, pensamos dos cosas: en una sangría de autores, que muchos desaparecerían; y dos, que el Premio Alfaguara dejaría de existir.
—Cuando surgió la noticia hubo mucha especulación, en muchos sentidos. Sobre eso quiero decir: hemos llegado a una casa de autores en toda regla, con una visibilidad formidable. Hemos vivido un cambio rotundo en el sector editorial y en este grupo podemos verlo en primera línea con nuestros compañeros de Inglaterra, Alemania… Eso nos coloca en una conversación internacional. Hay una vocación por buscar la mayor audiencia para los libros y eso también es bueno. Para resumir: creo que todo lo que tenía Alfaguara se ha potenciado. Nada se ha reducido. Este año para nosotros ha sido formidable, incluso en momentos complicados de mercado. Eso se debe a una vocación clara de potenciar lo que éramos.
—¿Y el Premio Alfaguara? ¿Tiene todavía algo que aportar? ¿Seguirá?
—El Premio es una plataforma internacional del lanzamiento muy importante y eso está claro para cada uno de nuestros compañeros en América Latina. Nuestra idea es no sólo mantenerlo sino potenciarlo. El año que viene el Premio Alfaguara cumple 20 años y eso implica pensar, plantearnos cosas nuevas. Internet ha sido nuestra gran revolución y el premio, quizá, no atiende a ese fenómeno. Hacemos un lanzamiento a la vieja usanza. En ese aspecto sí creo que hay que pensar cosas. Pero la vocación es esa: convertir el Alfaguara en el premio del grupo.
—¿Cuál ha sido su gran libro, su gran momento como editor?
—Es una memoria muy cambiante en el tiempo. El mundo de la edición tiene una particularidad: sufrimos del síndrome de la repetición. Cada año, cuando hacemos un plan editorial, partimos de cero. Y eso es adictivo. Cada nuevo libro es un reto. Por ejemplo, en un autor como Arturo Pérez-Reverte, que lleva 30 años publicando, cada nuevo libro es como si fuera el primero. No da por sentado nada. Es volver a seducir al público, a pasearse por toda España. Todo eso para decir que esa sensación la he tenido en distintos momentos de mi carrera.
—Pero alguno recordará con especial satisfacción.
—Quizá, de mis inicios, recuerdo Fragmentos de amor furtivo, de Héctor Abad… que fue un best seller en Colombia. Era la primera vez que veíamos esas cifras para la ficción. Fue algo emocionante. Hicimos cosas distintas: una presentación diferente, una tirada mayor. También recuerdo la primera novela de William Ospina. Lo recuerdo como un momento de felicidad, porque supuso un viaje: de una obra de poeta y ensayista hacia una incursión en la novela, una además compleja, muy de lenguaje, y funcionó. También recuerdo cuando Laura Restrepo ganó el Alfaguara, que era una autora que admiraba muchísimo, y pudimos reeditar sus libros. Por supuesto, recuerdo la llegada aquí, con autores que conocí y con los que pude comenzar a trabajar de primera mano: Javier Marías, Mario Vargas Llosa, Arturo Pérez-Reverte. Al comienzo fue como un deslumbramiento. Ser la primera lectora de aquellos originales fue muy emocionante.
El sueño del celta, la novela número dieciséis de Mario Vargas Llosa, salió a la venta en otoño de 2010. Justo al mismo tiempo en que la Academia Sueca concedió al peruano el Premio Nobel de Literatura. Pilar Reyes cumplía entonces un año al frente de Alfaguara y, por supuesto, se había empleado a fondo en la edición de esa novela. Lo ocurrido fue, sin duda, una coincidencia prodigiosa. Aquellos fueron años vertiginosos en los que el catálogo de Alfaguara se expandió, en distintas direcciones: Javier Marías arrasó al año siguiente con Los enamoramientos; John Banville entró a formar parte de los autores de Alfaguara, en 2012; se produjo el fenómeno Joël Dicker… una larga cadena de eventos en los que Pilar Reyes estuvo en primerísima fila, guiada por el olfato del editor, y al que ahora se suma un eslabón más: la incorporación de uno de los autores latinoamericanos que más vivamente renovó la literatura tras el Boom, mejor dicho, aquel que se propuso superar de una vez una herencia que se convertía en peso. Se trata del chileno Roberto Bolaño, de quien próximamente se editará un volumen con tres relatos inéditos.
El anuncio llegó con la publicación de El espíritu de la ciencia ficción, una novela de juventud inédita, escrita en la década de los ochenta, y que podría interpretarse como la precuela de Los detectives salvajes, con la que el chileno ganó el Premio Rómulo Gallegos de Novela y tomó por asalto un trono que sólo le sería adjudicado tras su prematura muerte, en 2003. La noticia, por supuesto, trajo tela… y bastante: una áspera polémica entre los albaceas de la obra del chileno, concretamente su viuda Carolina López, y el que hasta entonces había sido su entorno literario y editorial más cercano. Después de casi 20 años, Anagrama perdía a uno de sus autores fundamentales. Pero no fue ése el único evento de 2016: el Nobel Mario Vargas Llosa publicó nueva novela, Cinco esquinas; el Capitán Alatriste —una de las series que más lectores ha dado al sello— cumplía 20 años, a la vez que su autor, Arturo Pérez-Reverte, sacaba de la manga a Falcó, un nuevo personaje dispuesto a medirse con el soldado de los tercios de Flandes. No fueron pocos los frentes que tuvo que atender Reyes al tiempo que negociaba hacerse con la obra entera del autor de Nocturno de Chile. “Todo lo que ha pasado ha demostrado que somos una industria pasional y esa sensación de que la relación entre autor y editor es un matrimonio profundo resulta evidente”, dice la editora, no sin esa sonrisa que se comporta como un signo de puntuación en una fría mañana de café americano y zumo de naranja.
—¿Cómo se le puede decir a alguien como Vargas Llosa ‘esta página está de más’ o ‘esto no funciona’? ¿Se hace? Porque a lo mejor no le toca ni una línea.
—El editor es un lector crítico. Entre el editor y el autor hay una conversación, un pacto, y eso es inviolable. Cuando lees un manuscrito de un autor como el que nombra, casi siempre está terminado. Obviamente puede existir una objeción, pero sabes y ves que está terminado –es la primera vez en la hora de entrevista que Pilar Reyes hace una pausa larga–. De Vargas Llosa he editado El sueño del celta, La civilización del espectáculo, El héroe discreto y Cinco esquinas…
—Justo los últimos libros, que para algunos lectores apuntan a un cierto ocaso. ¿Se ha convertido Mario Vargas Llosa es un autor crepuscular?
—Yo percibo un autor vital. Mario Vargas Llosa tiene 80 años y sigue publicando, intentando leer el mundo, siendo crítico, y eso es de una vitalidad enorme. En sus últimos dos libros revisita el Perú no buscando en qué momento ‘se jodió el Perú’ sino cuándo comenzó a repuntar. Está intentando leer su país constantemente. En Cinco esquinas sitúa la historia en los días de Fujimori pero en verdad se trata de un alegato sobre la prensa. Eso supone y representa una voluntad de querer seguir combatiendo desde la literatura. Vargas Llosa es una autora que no se acomoda, que sigue poniéndose a prueba con sus lectores.
—Roberto Bolaño, un tema. Para muchos lectores resulta inconcebible que sus libros los edite otro sello distinto de Anagrama. ¿Qué supone eso para Alfaguara?
—Obviamente tomamos un autor con una vida editorial muy rica y un enorme trabajo hecho por Anagrama. Nosotros no sólo no desconocemos esa labor, sino que estudiamos qué podemos aportar. Alfaguara es una editorial que ha sabido gestionar legados. Hay dos ejemplos: Julio Cortázar y José Saramago. Hemos llegado a vender cifras enormes de Rayuela apenas tres años atrás. Hemos hecho un trabajo para que Cortázar siga hablándole a los jóvenes, porque lo hace, y de una manera muy emocionante. En eso Cortázar se parece a Roberto Bolaño, siendo literaturas muy distintas claro está. Hemos conseguido tener la imaginación, la inversión y la constancia de mantener un legado vivo. Lo mismo ocurre con Saramago, casi todo su legado está en Alfaguara o en Bolsillo. Buscamos hacer cosas para atraer la atención sobre esa obra. Gestionar legados de autores que ya no están supone una enorme complejidad: por ejemplo, el hecho de que el escritor no pueda ofrecer entrevistas dificulta que los libros se hagan visibles. Porque esa es otra cosa: la entrevista se convirtió en el canal para vender libros y si no hay autor, no existe el libro. Eso implica una imaginación editorial enorme. Gestionar a estos autores complica imaginación, inversión y complicidad de los libreros. La gran ventaja para el editor hoy es Internet y las redes sociales. Porque al margen de la prensa tradicional, puedes hacer cosas.
—Pero ese no es el verdadero problema con Bolaño. A él no le falta visibilidad ni interés. Lo conflictivo en él está en las polémicas, las asperezas entre su círculo y los albaceas…
—A eso voy. Tomando en cuenta todo lo que he dicho, cuando se planteó la posibilidad de hacernos con la obra de Bolaño, pensamos en hacer un trabajo que sumara a lo que ya había hecho Anagrama, tanto en España (en el sentido de mantener vivo ese catálogo) y como en América Latina, en un sentido más práctico. Tenemos casas en distintos lugares, eso nos permite hacer más ediciones y evitar así que hubiese una ruptura de stock y conseguir además que estuviese disponible a precios más asequibles (comprar libros de Anagrama es caro en América Latina) y que además, Bolaño tuviera un proyecto de distintos formatos: ediciones más costosas, cosidas; pero también de bolsillo para llegar a un público más joven, además de ediciones digitales, que hasta ahora no existían para la obra de Bolaño. Todo eso es lo que podíamos sumar y, cuando hicimos el balance, nos pareció que sí podíamos aportar algo. Esa es una cosa. Me pregunta por la polémica alrededor de Roberto Bolaño… Yo creo que la situación habla bien, en dos sentidos, o yo la leo en dos sentidos. Usted dice: para los lectores es extraño leer a Bolaño en Alfaguara. Ahí veo algo positivo. Los editores somos un poco descreídos sobre qué tanto prescribe nuestro sello, qué tanto un lector se da cuenta de que un libro aparezca en Anagrama o Alfaguara. Esto me hace pensar que tenemos una capacidad de ser reconocidos por los lectores. Eso me emociona, le da a nuestro oficio un lugar. A esos lectores les diría que no es infrecuente que un autor que cambie de editor y que nuestras ediciones están hechas con igual cuidado, o incluso más siendo el caso, que las de Anagrama. Nuestra apuesta gráfica con Bolaño, por ejemplo. Es la primera vez que rompemos la titulación. Hemos dejado la marca de autor pero hemos convertido el título en la gráfica. Un diseño más agresivo, más joven, que busca nuevos lectores para Bolaño.
—¿… Y la polémica?
—De ahí también saco algo positivo: el apasionamiento que implica para un editor la relación con su autor. Al final, todo lo que ha pasado ha demostrado que somos una industria pasional y esa sensación de que la relación entre autor y editor es un matrimonio profundo resulta evidente. Espero, que en el caso de este matrimonio con Alfaguara, dure mucho tiempo.
—¿Cuántos inéditos más de Bolaño quedan? ¿Los publicará Alfaguara?
—Nosotros hemos llegado a un acuerdo para la publicación de dos inéditos de Roberto Bolaño: El espíritu de la Ciencia Ficción y tres relatos. Sin embargo, en el Archivo Bolaño hay muchos inéditos. Piense: un autor que comenzó a escribir cuando tenía 17 años y que publicó, formalmente, a los 43. Hay muchísimo material. Es lo que dice Carolina, que ha trabajado en el archivo: hay mucho material, pero hay que mirar. Esa es una decisión que no tomó sola, es un material a considerar y estudiar. Nosotros no hemos entrado a ver el archivo. Tenemos contratado este libro de cuentos, que son en realidad tres relatos largos, pero queremos estudiar cómo lo enfocamos editorialmente.
Para que Pilar Reyes pueda considerar el sitio en el que vive un hogar, necesita dos cosas: fuego –una chimenea– y libros. Dos formas de combatir cualquier intemperie. Maneras de ponerse a cubierto que aprendió desde pequeña. En su casa bogotana, donde pasó días enteros leyendo Corazón y en la que si abrías un armario algún libro salía volando de entre los jerseys y la ropa, ambas cosas se quedaron prendidas, acaso como un olor, y forman parte de la mujer que es hoy. Esos episodios que comparten quienes han crecido en el amor por los libros. De ahí, quizá, la delicadeza natural de Pilar Reyes: esa lentitud de quienes saben pasar una página.
Más de una hora de entrevista queda encuadernada entre una taza casi vacía de café y una libreta con anotaciones. Y quien se levanta de la silla se pregunta en cuál de todas las geografías lectoras se mueve esta editora, en qué lugar de su acento se esconden las melodías que sabe extraer de sus autores. Que Pilar Reyes es una mujer con carácter no radica en que frunza el ceño —lo hace poco, muy poco—. Tampoco en que se trepe al púlpito de la primera persona –yo hice, yo edité, yo descubrí–, veleidad en la que tampoco incurre. En ella hay algo más que se esparce como un perfume: su discreción, su cabello recogido, la forma apretada en la que usa los labios al hablar. Una elegancia que podría parecerse a la distancia de no ser por el hecho de que todo cuanto dice está tocado por la electricidad de los que saben, y muy bien además, que editar libros es anterior al hecho cultural. Se trata de esa mudanza perpetua de los que buscan un hogar en la página impresa. Ese territorio lector al que ella decidió irse a vivir, desde muy pronto. Quizá por eso habita la casa de uno de los poetas más grandes del siglo XX, acaso por eso eligió el barrio ilustrado por excelencia, aquel que tuvo por vecinos y visitantes a Benito Pérez Galdós, Rubén Darío, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, Cernuda, Alberti o García Lorca. Acaso por eso, para ella, los libros nunca serán demasiados.
—La literatura estaba presente en su casa, ¿de qué forma?
—Crecí en una casa llena de libros. Mi padre es dramaturgo y un lector voraz. Se pasaba el día leyendo. Digamos que las pasiones de mi padre se dividieron entre mi hermana y yo (mi hermano se dedica a otra cosa): ella hace teatro y yo hago libros.
—¿Existía algún editor en la familia?
—Yo estudié letras y podría decir que a mí nadie me dijo: ‘¿quieres ser editor?’ Comencé a trabajar en una editorial y me fascinó. Justamente porque el trabajo nunca se repite, porque siempre estás conociendo gente interesante. Alguien describía la edición como tratar bien a gente muy interesante. ¡Y es verdad!
—Hay libros que convierten a una persona en lector, para siempre. ¿Cuál fue el suyo?
—Mi abuela era una gran lectora. Nos regalaba siempre libros y recuerdo que uno de ellos fue Corazón, ese libro me encantó. Me hacía llorar.
—¿Qué edad tenía?
—Siete años.
—Un libro duro para una niña de siete años.
—Sí, era tristísimo. Un tío mío se enfadaba muchísimo, decía: ‘¿para qué les dan esos libros que los hacen llorar? –la sonrisa se transforma en una risa sabrosa–. Ya con más edad, me fascinó Italo Calvino. El barón rampante fue un libro que me cautivó. Fui muy lectora de Roald Dahl, me parecía tan incorrecto. Hay un libro suyo que me fascina: La maravillosa medicina de Jorge, un niño que quiere matar a la abuelita, nada más y nada menos. Es una forma de explorar los lados oscuros del mundo infantil.
—Creció usted en Bogotá. ¿Es capaz de reconstruir esa casa lectora? ¿cómo recuerda su biblioteca?
—Era un lugar protagónico. Había tantos libros que abrías un armario, tenías que meter la ropa en los huecos que dejaban los libros. La recuerdo como algo cálido. En mi casa había libros y chimenea. Cuando busqué mi primera casa, mi obsesión era poder repetir ese espacio. Para mí el hogar está relacionado con el fuego y los libros.
—¿Qué autor le hubiese gustado editar? Me refiero al hecho de que usted pudiese haber sido su editora en vida.
—Hay tantos… Quizá me habría gustado conocer a Julio Cortázar, en sus cartas deja tanto rastro de cómo pensaba los libros, con esa idea de juego sobre la literatura, que creo que una conversación entre editor y autor con Cortázar debe de ser fascinante.
—Una boutade, pero la curiosidad se impone. ¿Cuántos libros lee a la semana?
—Mi semana se va leyendo manuscritos. No estoy muy segura, pero puede que sean alrededor de tres. Lo que leo por fuera, mis lecturas, pues ya es otra cosa. Hay que robar horas para las lecturas propias, porque los manuscritos requieren muchísimo tiempo.
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