Jesús Jiménez Domínguez es un poeta nacido en Zaragoza en 1970. Es autor de los libros de poemas Fundido en negro (2007), Frecuencias (2012) y Contra las cosas redondas (2016). Ha recibido, entre otros, los premios de poesía Hermanos Argensola y Ciudad de Burgos. Ensinar o eco a falar (2017) recoge buena parte de su obra poética traducida al portugués.
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TESTAMENTO DE JEFF BUCKLEY
Un nadador divide
la soledad en dos:
la primera es del agua;
la segunda, del cielo.
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REMANDO AL VIENTO
Percy Bysshe Shelley, yo os pregunto:
Quien navega, ¿es del viento o del agua?
Si la verdad está en el fondo de las cosas,
¿es más cierta la barca que dentro del lago
acompaña, inversa y paralela, a esta que flota?
Si el tiempo quedó detrás, Polidori,
¿la barca de hace un minuto estará vacía?
¿El muelle que dejamos seguirá menguando?
En las afueras del cielo la noche ha borrado al día.
Pronto las ondas del lago borrarán el lago.
Y remamos, remamos sin las manos,
sin los remos, sin el lago, buscando sin los ojos
costa donde hacer pie, tiempo donde caminarnos.
Remamos sin orillas, sin más tierra prometida
que la que mañana nos dé a probar
el enterrador en el hierro de su pala.
Ahora la barca separa la noche de la palabra noche.
También mi corazón tiembla entre dos latidos contrarios.
Respuestas no hay: el viento silba su oscuro pájaro.
Sobre las tramoyas del agua vosotros calláis, yo canto.
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THE CRACK IN THE CUP OF TEA
Y la grieta en la taza de té abre
un camino al país de los muertosW.H. Auden
Hay una grieta abriéndose camino
en mi taza de té.
Lleva días explorándola,
recorriéndola en el asombro,
abrazándola con su rúbrica
en un desesperado intento de hacerla suya.
Estéril como una raíz sin tallo,
¿de dónde vino y a adónde pretende llegar?
¿Qué busca hoy entre mis cosas?
Fuera de la taza era invisible, no era nada;
pero ahora que entró en ella, puedo verla al fin:
eres aquí, grieta, la ausencia de la taza.
Tal vez si la sigo, si voy tras ella,
tenga algo que mostrarme
cuando alcance su destino.
Quizás al final de su rayo minúsculo
me aguarde una gran tormenta
y algo estalle para que algo cambie.
De noche, la grieta y yo permanecemos despiertos.
Echamos un pulso por el dominio del mundo:
yo, firme, mantengo la entereza.
Ella, esquiva, prefiere ir por partes.
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CUMPLEAÑOS
Lo mismo que un sonido no se conduce
con idéntica velocidad en el agua y en el aire,
está probado que los años no discurren
de igual modo en el corazón y en la cabeza.
¿Alguna vez tu cabeza pensó que tenías cuarenta
mientras tu corazón sentía varios menos?
Por mucho que sumen y repasen sus cuentas
acaban siempre discutiendo sin ponerse de acuerdo.
Lo dijo Émile Chartier de otra forma:
El tiempo es corto para el que piensa,
e interminable para el que desea.
Corazón y Cabeza, extraños vecinos que se encuentran
y se saludan recelosos: ciego uno, sordo el otro.
Enemigos íntimos que, invariablemente,
sigo invitando en mis días de cumpleaños.
Sólo un instante coinciden en la escalera:
mientras el primero sube de comprar las velas,
el segundo baja con la digestión ya hecha.
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BODEGÓN
La pintura lleva por título Naturaleza muerta.
Pero después de tres siglos el pan sigue esponjoso.
La leche humea aún, libre de nata, en el tazón.
La manzana sobrevive al árbol, al gusano y a sí misma.
Las uvas, ingrávidas pompas rellenas de luz,
sueñan con soltarse del racimo y huir flotando.
Un forense tendría aquí escasa o ninguna faena.
Hay huellas en el mango caliente del cuchillo
pero ni rastro de muerte en el filo de la hoja.
Las perdices duermen plácidamente
a la sombra de los membrillos muy olorosos.
El queso no sufre de moho ni se duele
de sus agujeros más de lo acostumbrado.
Y la ramita de hinojo cortada en el otoño
de mil seiscientos noventa y seis echó raíz
y hoy, al fin, asoma por detrás del cuadro.
Sólo en el reflejo cóncavo de la cuchara,
allí donde el ojo precede a la mano,
vemos inquieto al viejo pintor de bodegones.
¿Qué ocurrirá cuando la tela se afloje,
cuando los insectos y los días arruinen el bastidor,
cuando ceda el marco protector que todo lo envasó al vacío?
¿Qué sucederá cuando los cubiertos caigan
al suelo con su blanco relámpago de metal,
cuando la fruta eche a rodar atravesando los siglos
hasta este instante que ya no es tuyo ni mío,
cuando la leche se derrame —pálida y fría—
borrándolo súbita, desesperadamente todo?
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CAFÉ SOLO
Dios hizo el mundo y lo hizo con premura,
pero los poetas, sin moverse de sus casas,
inflamados, coronados por lenguas de fuego,
tiritando de soledad y de frío en la madrugada,
lo mantienen en continuo funcionamiento.
El nuevo cargamento de luz aún no ha llegado.
Largamente esperan las hojas negras de las acacias,
los siete grises del arcoíris, las vidrieras de las iglesias,
ligeras y quebradizas como las alas de una libélula.
Pronto la claridad se acumulará, nutritiva y generosa,
por las esquinas y el alfil blanco derrotará al negro.
En el Museo Nacional las sombras aguardan:
de un momento a otro van a repartirse el verde,
el azul de Prusia, el bermellón y el amarillo.
Los poetas, desvelados, administradores
de un vasto imperio invisible, preparan café,
esperan que hiervan también las palabras.
Una hermandad secreta de cucharillas
tintineando nerviosas, girando para mezclar
—mientras los bolígrafos sueñan con su regreso
a Ítaca— las dos sustancias de la vida:
lo dulce y lo amargo, la luz y la oscuridad.
Los poetas remueven y remueven: sus cucharas
y sus bolígrafos no saben hacer otra cosa.
Con brío, con terquedad, casi con fervor.
Como si el redondo fluir de los relojes
en las morgues y en los aeropuertos,
y el ciclo corto de las estaciones
(a veces solo otoño e invierno,
otoño e invierno repitiéndose),
y el perezoso girar del planeta entero,
con sus goznes, sus tuercas y sus ruletas del destino,
dependieran llana y exclusivamente
de un insomne movimiento de muñeca.
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CUERPO
En esta bolsa de viaje, madre, guardaste
lo necesario: una mente, un estómago y un sexo.
Nervios y bronquios. Riñones: dos por si acaso.
Con unas pinzas de cocina, del más grande
al más pequeño, fuiste introduciendo los huesos.
Para que no se soltaran y golpearan en las vueltas
del camino los anudaste con tendones y venas,
los envolviste primorosamente de tejidos y músculos.
Terminada la tarea, dejaste un corazón
al cuidado de todo: esta es mi herencia, hijo,
no la derroches; aunque escasa, habrá de bastarte.
Madre, nunca pensé que fuera tan caro este viaje.
Todo en este mundo cuesta un ojo de la cara
y el otro no me alcanza para ver los precios.
Tratando de ganarle la mano al tiempo, pierdo la cabeza.
En cada caricia que extendí me voy dejando la piel.
Pago con los cinco sentidos por la cuarta hoja del trébol.
En busca de las peras del olmo caigo despechado,
me desgañito, me descorazono, me deslomo.
Madre, para desvivirme por esta vida y estos deseos
en cada aduana tengo que echar mano del cuerpo.
Cuando llegue —¿a dónde? ¿cuándo?— ignoro
qué quedará de cuanto me diste, en qué estado.
¿Sabrá el destino, apostado en un oscuro callejón
sin salida, que soy yo cuanto largo tiempo esperó?
¿Montará en cólera al comprobar, albarán en mano,
que nada llega completo, intacto ni nuevo?
¿Tendré que desembolsarle algo más, madre,
por cada desperfecto, por cada mengua, por cada desfalco?
El viento hace danzar el envoltorio viejo de un caramelo.
El halcón lleva consigo la urgencia del vuelo y nada más.
La pera que cae de la rama deja su sitio a la pera futura
sin mediar notario alguno, herencia ni aflicción.
Al menos he de guardar dentro de mí algo de todos ellos,
hallar un sentido que haga frente a cuanto voy dejando.
En esta lucha sin cuartel todo me sirve y poco me alcanza.
En este cuerpo a cuerpo nada tiene el alma que perder.
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