La educación tiene mucho más de callarse que de quedarse a gusto. De no subir los pies sobre la mesa al final del día aunque no haya nadie más en casa que nosotros mismos. En no llevar flácido el nudo de la corbata ya que te la has puesto, en apretarse fuerte la lazada de los modales. La educación tiene que ver con ir con la mano tendida por la vida más que con el puño —pedrada siempre pendiente— por delante. Ser educado es el origen de la elegancia, la condición primera sin la que no hay civilización. Ese Mediterráneo en el que empieza todo. Después ya se puede aprender idiomas, estudiar carreras, viajar, catar vinos —incluso distinguir el tinto del rosado—, pero sin educación el resto es todo superchería.
No conviene justificarse, para qué, y mucho menos meter a tu madre en el asunto. Deja a tu madre tranquila, que bastante tiene en pensar cómo se te han agujereado los modales, si tendrás polillas en el alma. Dónde tenías la cabeza cuando te dijo que a los mayores se les respeta, aunque sólo sea por la edad, porque ella cree estar segura de que alguna vez te lo explicó, incluso te lo exigió. Todavía recuerdo cuando mi hermana Carolina, con tres o cuatro años, se vio en el ascensor del garaje con una señora inmensa y desde sus 70 centímetros la entrevistó en una sola pregunta sobre su grosor. La educación también tiene que ver con saber reírse en una situación así en vez de pensar que la tierra, en eso de tragarse a tu hermana, obra con una censurable falta de oportunidad. Agradecer, con una inclinación de cabeza, en un paso de cebra pese a que el coche esté obligado a parar. Y escuchar al otro sin interrumpir. Y acercar los vasos vacíos a la barra antes de marcharse del bar. Y aquello que decía Escohotado de que te traigan la cuenta y dar las gracias, dejar propina y al salir por la puerta volver a dar las gracias. Según él eso es un país rico y el nuestro se nos está quedando famélico.
No levantar la voz aunque se te agolpen los argumentos, porque vivimos en un tiempo en el que se ha confundido deliberadamente la educación con la debilidad, los modales con la ideología. La educación, claro, no la da un título universitario, ni siquiera un expediente sobresaliente. La educación no es un aprobado siquiera, sino probarse uno mismo. Estar dispuesto. Todo lo demás es vulgaridad, una ciudad destartalada, La Habana después de la revolución.
Como Beethoven esto podría ser para Elisa, pero es de buena educación no corregir en público, así que lo escribo para mí, por si algún día se me olvida. Me digo también que da igual que te pongan delante unos políticos mediocres, un novelista malo, un poeta peor o a aquel crío de primaria que te sacaba de tus casillas. ¡Tú aguanta! Eso, exactamente eso, es la educación. El resto es todo mediocridad… Suerte que el núcleo de la tierra empieza a girar al revés.
Excelente don Guillermo. Que cunda el ejemplo. Si habría que cancelar a alguien, recordando el paralelo artículo de Libertad Guerra, es a los que no tienen educación.
Y, hablando del ejemplo, que en esto es muy importante, resaltar que de todas las cualidades educadas que usted ha ido desgranando, ninguna aparece, ni por asomo, entre las miembras del equipo de gobierno de coñalición. Los improperios, los gritos, las expresiones desaforadas, los gestos obscenos, los jolgorios de turbamulta, campan en nuestro Congreso de los Diputados. Si eso es lo que pueden observar nuestros jóvenes, apaga y…
No siempre es de buena educación no corregir en público, al contrario, sería muy inapropiado no hacerlo en determinadas situaciones. Ahora bien, hay formas de corregir que ni se notan y otras que deben hacerse notar. Depende de la situación y otros factores que debe tener en cuenta el hombre prudente. En eso consiste la pericia, que los católicos aprendemos en un todo más amplio llamado corrección fraterna. La educación no se aprende en un manual, es un arte que se transmite (por eso forma parte de la tradición), sobre todo, por el buen ejemplo, la buena crianza, la emulación de las personas educadas. La buena educación es una de las prendas de un hombre (de homine, no de vir). Eres hombre si eres educado, si tienes convicciones firmes, voluntad para mantener el rumbo frente a la corriente, capacidad para defenderlas y aplicarlas, etc. Si no tienes esto, eres un hombre en potencia, pero no un hombre hecho y derecho. En mi corta vida he visto hombres de siete años y piltrafas incorregibles de sesenta. De todo hay.