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Juegos de alto riesgo

La mayor singularidad de Miguel Ángel Hernández no es su talento literario, sino cómo gracias a ese talento integra en un contexto narrativo cuestiones propias de la experimentación artística. No se trata solo de lo puramente plástico, también de ideas filosóficas o psicológicas que suelen aparecer en la teoría del arte. Esa mezcla entre radicalidad conceptual y fortaleza narrativa es muy poco frecuente, y no solo en España. No resulta nada fácil incorporar materias con tan alto nivel de abstracción a una novela y no solo evitar que se ralentice, sino enriquecer su interés. Estas intersecciones son claras en sus dos primeras novelas —Intento de escapada y El instante de peligro—, menos obvias en El dolor de los demás y regresan con fuerza en Anoxia.

Dentro de lo narrativo, la mayor virtud de Miguel Ángel Hernández es su dominio de lo escrito y su repercusión en el lector. Sabe qué dirección toma en cada página nuestro interés, dentro de la diversidad de focos que ofrece, y como consecuencia de ese conocimiento, lleva al lector a donde quiere. Tal dominio hace que, en ocasiones, plantee juegos de alto riesgo, como el que ocurre cuando, en el desenlace de El dolor de los demás, tapa los ojos del lector ante un horror que el propio narrador no puede asumir. Su penúltima novela supuso, a diferencia del resto de su obra, un acercamiento a la autoficción y la crónica periodística, donde la influencia de autores como Cercas o Carrère es tan evidente como buscada. En Anoxia regresa a su mundo habitual, que combina las antes referidas conexiones con el mundo artístico, con personajes que optan por caminos inesperados que traen consecuencias más sorprendentes aún, conectando así con autores como Paul Auster o Enrique Vila-Matas.

"Entre los méritos de Anoxia debe anotarse la naturalidad con que muestra un planteamiento que en otras manos podría haber conducido a lo estrambótico"

En Anoxia cuenta con una peripecia fuerte, centrada en la peculiar concepción de la fotografía post mortem que tiene Clemente Artés, pero al autor no le interesan demasiado tan macabros experimentos: los utiliza para que la novela avance y mostrar lo que de verdad le preocupa, que es la indagación en la intimidad de la protagonista. Gracias a su dominio de la estructura y a esa distancia, tan difícil, con su propia escritura, alterna la peripecia central con distintas tramas —unas más psicológicas, otras más centradas en lo artístico— y consigue en el desenlace desviar hacia lo íntimo sin decepcionar al lector, incluso convenciéndole de que está contemplando lo que es, sin duda alguna, más importante. Es la misma estrategia que utilizaba en El dolor de los demás, donde no narraba la investigación de un asesinato, sino cómo un asesinato modificó, para bien y para mal, la vida del narrador.

Esta falta de centralidad de la historia, al igual que ocurre con la investigación de las causas del fratricidio en El dolor de los demás, se echa en falta en Anoxia, pero queda compensada por la fuerza de la protagonista y con la tensión que genera la relación ambivalente que mantienen Dolores y Clemente. Por un lado, él la estimula en una época de claro declive físico y psíquico; por otro, es un personaje terriblemente manipulador. Hay algo muy hitchcockiano en la utilización de este McGuffin, incluso en la revitalización de la protagonista gracias a una práctica morbosa y, en su versión extrema, directamente criminal. Además, los experimentos sobre el daguerrotipo que tanto inquietan a la protagonista contienen una indagación sobre la muerte y el tiempo que encaja con su propio declive. Entre los méritos de Anoxia también debe anotarse la fluidez y la naturalidad con que muestra un planteamiento —una señora de mediana edad halla la redención fotografiando cadáveres— que en otras manos podría haber conducido a lo estrambótico. Sin embargo, el lector en ningún momento se plantea la verosimilitud de lo que está leyendo. Sí se le puede reprochar que tarde demasiado en plantear preguntas de calado al lector por culpa de una estructura demasiado lineal, extraña en un autor que domina tanto y tan bien la técnica literaria.

"Anoxia es una excelente narración que entretiene, emociona y otorga, además, reflexiones de largo recorrido"

La construcción de los personajes es excelente, sobre todo la protagonista, porque durante la primera parte de la novela el inductor cae en el tópico vampírico-satánico: un caballero anticuado, aristocrático, encantador y perverso. Hernández parece consciente del tópico y el galán maduro gana altura cuando conocemos su pasado, su vacío familiar, tan alejado del glamour que pretende vender.

Desde una perspectiva formal, Anoxia oscila entre el lenguaje coloquial de las escenas más cotidianas y revelaciones filosóficas y psicológicas, sobre todo de los sentimientos de la protagonista y su evolución que, en sus mejores momentos, desvelan incluso aspectos del propio lector que él mismo ignora. Así ocurre cuando, tras rechazar a un pretendiente, la protagonista toma conciencia que la causa es su resistencia a asimilar su pasado (“Al girarse en la cama, percibe con claridad la presencia del vacío junto a ella. Abre los ojos en la penumbra y mira desafiante. En realidad no hay nada concreto ahí. Una oscuridad aún más oscura”). Una mayor homogeneidad estilística habría dado altura a la novela, pero le habría restado comercialidad y tal vez habría dañado su difícil verosimilitud. No olvidemos que toda novela es un puzzle con cientos de piezas y que, cuando una se cambia, deben modificarse todas las demás.

Anoxia no es la mejor novela de su autor, privilegio que se siguen disputando Intento de escapada y El dolor de los demás, pero sí es una excelente narración que entretiene, emociona y otorga, además, reflexiones de largo recorrido, que resuenan en la conciencia del lector tiempo después de haber cerrado el libro.

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Autor: Miguel Ángel Hernández. Título: Anoxia. Editorial: Anagrama. Venta: Todostuslibros.

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