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Las huellas de Lucy, de Sebastià Bennassar

Las huellas de Lucy, de Sebastià Bennassar

La editorial Salvat ha puesto en marcha su colección ‘Evolución humana. De los primeros homínidos a la aparición del homo sapiens‘, ya disponible en kioscos o, mediante suscripción, en su propia web. Zenda adelanta la introducción de Sebastià Bennassar a la primera entrega de la serie, titulada Las huellas de Lucy.

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INTRODUCCIÓN

Lucy, la puerta abierta a nuestra imaginación

El hallazgo de Lucy, un ejemplar de Australopithecus afarensis bautizado popularmente por una canción de los Beatles que sonaba con mucha frecuencia en un campamento en Etiopía en noviembre de 1974, supuso un punto de inflexión en la investigación de los orígenes de la humanidad. No porque este fuese el fósil más antiguo existente, sino por toda una serie de casualidades que permitieron que se escribieran titulares impactantes en la prensa de la época.

Seguramente la importancia del hallazgo vino motivada por el hecho de que se encontraran 52 huesos de un mismo ejemplar de hominino. Esto permitía, por primera vez, trazar una silueta mínima de uno de nuestros antepasados sin tener que hacer las mismas elucubraciones mentales partiendo de un material mucho menos definido (muchas veces una sola parte de un cráneo). La fama de Lucy proviene, en buena parte, de la constatación de que es posible imaginar mejor la estatura, el peso o los gestos de este fósil que de otros muchos encontrados antes y después, sobre todo si son tan antiguos o más.

Uno de los hechos más importantes de este hallazgo es que Lucy brindó a los paleoantropólogos observar por primera vez todos esos huesos, o muchos de ellos, como parte de un mismo esqueleto. Esto permitió establecer dimensiones, proporciones e incluso la manera en la que se relacionan las diferentes articulaciones. Así, la información que se desprendía del fósil era de máxima utilidad para los científicos y un reclamo de primer orden para todos los aficionados en algún grado a los misterios sobre el origen del hombre.

Con el tiempo se descubrió que Lucy funcionaría, a la vez, como un icono, como un objeto científico venerado, como una pieza clave en el rompecabezas de la evolución humana y como una piedra de toque cultural. Incluso se convertiría en el espécimen de referencia para la medición de todos los fósiles que se descubriesen con posterioridad.

Es muy probable que uno de los motivos del éxito de Lucy se derive, precisamente, del contexto de su descubrimiento. Hagamos por un momento un esfuerzo para viajar a 1974 y situarnos en un recóndito lugar de Etiopía donde, en pleno mes de noviembre, se llegaban a superar los 45 ºC y empecemos a pensar en ello, pero desde una perspectiva global.

Y es que es preciso recordar que entre mediados del siglo XIX y principios del XX el mundo se había convertido en un lugar mucho más pequeño y mucho más conocido de lo que había sido en los siglos anteriores. La pasión por el conocimiento y el ansia de aventura había llevado al hombre a todos los confines de la Tierra y solo quedaba por explorar el llamado «tercer polo»: el monte Everest y buena parte de las montañas que superaban los ocho mil metros de altitud. Era el último desafío porque prácticamente toda la Tierra estaba descubierta y en gran parte reconocida y cartografiada, en especial después de que en 1912 Roald Admunsen llegase por primera vez al Polo Sur, cerrando una etapa gloriosa de grandes viajes de exploración.

En Estados Unidos la conquista del Oeste había acabado con los últimos espacios por colonizar y las aventuras se habían trasladado a las grandes ciudades, que se convertirían incluso en el escenario de las grandes novelas de la década de 1920, como pueden ser Manhattan Transfer, de John Dos Passos o El Gran Gatsby, de Francis Scott Fitzgerald. El recuerdo de esos grandes espacios abiertos y el mito de la aventura, que ya no se puede vivir de primera mano, inspirará una parte importante de la obra de Ernest Hemingway, que tendrá en África un espacio predilecto para algunos de sus relatos, así como en la España todavía ancestral que describe en Fiesta.

África se había hecho pequeña y conocida, y a la vez mítica para las grandes aventuras. Tarzán era uno de los personajes que había obtenido mayores seguidores en las revistas pulp desde sus primeras apariciones en 1912. Tanto es así que solo seis años después, en 1918, ya tuvo su propia película. En el terreno de las aventuras reales todo el mundo recuerda cómo el siniestro Henry Morton Stanley (con una vida de leyenda) había ido a la búsqueda del doctor Livingstone, perdido en medio del continente africano, y finalmente había dado con él. Las fuentes del Nilo se habían descubierto y, en Asia, el imperio colonial inglés había extendido su dominio por la mayor parte del continente y solo las grandes montañas podían poner un freno a la expansión, como explican bien algunos de los relatos de Rudyard Kipling, en especial El hombre que pudo reinar.

Las dos Guerras Mundiales cambiaron radicalmente el posicionamiento del hombre contemporáneo en su entorno. La primera significó el fin de sistemas políticos que habían estado vigentes durante siglos, como el Imperio austrohúngaro o el ruso. La segunda implicó una mortalidad jamás vista que afectó en su mayor proporción a la población civil (por contraposición a la primera, en la que la mayoría de las bajas fueron militares), que vivió el horror extremo derivado de los regímenes totalitarios.

En 1974, casi treinta años después del fin del mayor enfrentamiento bélico jamás visto, se suponía que el mundo era un lugar mejor, pero los conflictos continuaban en todo el mundo como consecuencia de la Guerra Fría.

Ciertamente, la sociedad del bienestar había empezado a instaurarse en muchos países, la música se había revolucionado con los Beatles, los Rolling Stones y tantas otras bandas de gran impacto, y la ciencia había avanzado enormemente. Pero en Estados Unidos, por ejemplo, la abolición del racismo era algo todavía muy reciente y en la memoria quedaban los asesinatos del presidente John Fitzgerald Kennedy y del reverendo Martin Luther King, y el apartheid continuaba siendo el régimen político en Sudáfrica.

La carrera espacial había dado resultados espectaculares. Yuri Gagarin se había convertido en el primer cosmonauta en viajar al espacio y, en consecuencia, la Unión Soviética se había anotado un punto muy importante en el descubrimiento de nuestros límites exteriores. Pero los estadounidenses habían contraatacado con un éxito sin parangón: el alunizaje de la misión Apolo en 1969 y el paseo lunar de Neil Armstrong.

El llamado «tercer polo» también había sido conquistado cuando en 1953 se consiguió el ascenso al Everest. En ese mundo cada vez más pequeño y conflictivo solo tres campos permitían las grandes aventuras: la investigación espacial, la investigación submarina y la búsqueda de nuestros ancestros. Descubrir nuestros orígenes se había convertido en una obsesión para buena parte de la comunidad científica. Cada fósil que se desenterraba, sobre todo si era más antiguo que los anteriores, suponía un nuevo hito y excitaba enormemente la imaginación, no solo de los científicos, sino también de un público cada vez más amplio, como si fuesen los emocionados tripulantes de la Hispaniola que acompañaban a Jim Hawkings en la búsqueda de la Isla del Tesoro. Ahora el tesoro eran montones de huesos en los lugares más recónditos de la Tierra, que podían resolver algunos de los grandes interrogantes sobre nuestros orígenes.

Este es el contexto en el que debemos situar el descubrimiento de Lucy en el valle de Hadar, en Etiopía y, por extensión, la clasificación de una nueva especie de hominino, Australopithecus afarensis. El hecho de poder contar con un ejemplar tan completo y antiguo provocó una gran emoción en la comunidad científica, pero Lucy ha sido siempre mucho más que un fósil llamado AL 288-1. Se convirtió en un símbolo que permitía entroncar nuestras creencias con las de un antepasado común que ejercía como madre de toda la humanidad y que se podía encarnar en ese montón de huesos. En vida medía poco más de un metro y pesaba algo más de veintisiete kilogramos, se desplazaba erguida moviendo mucho las caderas y era capaz de trepar a árboles enormes.

Con su conversión en símbolo de la paleoantropología, Lucy se ha convertido en el fósil más conocido —aunque no el más importante ni el más antiguo— de la búsqueda de nuestros orígenes. Por sí sola merece estar en los anales de los grandes descubrimientos.

¿Fue Lucy consciente de los cambios que se estaban produciendo en su especie? Evidentemente no. Vivió solo veinte años de un conjunto superior a un millón de años en el que lo hizo su especie, así que, por supuesto, no fue consciente de ningún tipo de transformación. Este puede ser tal vez uno de los principales cambios respecto al hombre moderno. Y es que alguien nacido a finales de la Segunda Guerra Mundial en un país occidental puede haber pasado de tener que llamar por teléfono en el único teléfono del pueblo a contar con varias líneas de fibra óptica para realizar sus comunicaciones. Pero eso son solo pequeños —aunque no por ello dejan de ser importantes— cambios tecnológicos. En esos setenta años largos de vida no habrá visto ninguna evolución de la especie, aunque haya visto varios cambios de hábitat, pasando a un mundo mucho más industrializado y urbano que aquel en el que nació.

Sea como sea, cabe suponer que, hasta el momento de su trágica muerte en una caída desde un árbol de más de doce metros de altura, Lucy fue un ejemplar típico de su especie. Se apareó, tuvo como mínimo dos hijos, anduvo por la sabana africana y durmió en los árboles. Y tal vez, quién sabe, incluso fue feliz con su pequeño cerebro y comunicándose con gritos y gestos con el resto de sus congéneres.

Cabe señalar otro de los méritos importantes de este ejemplar de Australopithecus afarensis. Su descubrimiento obligó a plantear en muchos casos un nuevo modelo para los museos del hombre, aunque eso no pasó hasta la década de 1980. Pero la posibilidad de reproducir sus huesos con máxima fiabilidad e incluso la de dotarla de un cuerpo reconocible por los visitantes cambió radicalmente la experiencia de las visitas a estos centros. El entorno y el contexto de los descubrimientos pasaron a tener una importancia vital en estas visitas. Lucy era una pieza fundamental de una colección, pero su presencia en las salas se encajaba y se comprendía si se relacionaba con un espacio geográfico y una línea temporal. Por ello, África oriental y los tres millones de años de antigüedad pasaban a ser un nuevo centro de interés en todo el mundo y su comprensión abría las puertas a nuevos interrogantes sobre la manera como hemos llegado a ser lo que somos.

Lucy se ha convertido en una celebridad porque su descubrimiento nos ha permitido estudiarnos a nosotros mismos y aprender que algunos de nuestros rasgos son mucho más antiguos de lo que se suponía. Además, abrió la puerta a nuestra imaginación y nos facilitó prefigurarnos y poner un rostro posible a todos esos huesos perdidos en África entre los que debemos buscar nuestros orígenes más remotos.

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Autor: Sebastià Bennassar. TítuloLas huellas de Lucy. Los primeros pasos de la humanidad. Editorial: Salvat. Venta: Web de la editorial.

BIO

Sebastià Bennasar LLobera (Palma, 1976). Licenciado en Humanides por la Pompeu Fabra en 2009 con premio extraordinario final de carrera y máster en Historia del Mundo por la misma universidad (2011). Es periodista, escritor, traductor y agitador cultural. Ha publicado cincuenta libros de todos los géneros literarios excepto teatro, destacando sus 13 novelas negras y los tres ensayos dedicados al género. En castellano ha publicado El país de los crepúsculos (Alrevés), El imperio de los leones (Alrevés), Hotel Metropole (Milenio), Otro día antiguo (Milenio), además de cuentos en algunas antologías.

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