Hay veces que el entusiasmo ajeno me gana como un placer prohibido y acabo haciendo mía una pasión que en su origen no lo fue. Ése ha sido el caso de mi amor al jazz. Mi corazón pertenecía al rock & roll, al rock en general, siendo, además, dogmático, sectario, excluyente y tendencioso en cuanto a aquel cariño. El rock era para mí una verdadera entrega, una revolución, como para quienes tenían conciencia política la redención de los pobres. Y en ello estaba cuando, a comienzos de los años 80, leí un relato del escritor barcelonés Jaime Rosal: Debo al jazz (1977). En aquel texto, mediante la evocación del “memorable concierto” dado por Miles Davis el 19 de mayo de 1961 en el Carnegie Hall de Nueva York, con la orquesta de Gil Evans, Rosal rememoraba su afición al jazz. Se remontaba a los días en que era un joven estudiante de PREU, en la Barcelona de los primeros 60, y sus mentores le indicaban que se dejase de americanismos como el jazz, que ya tenían bastante con el rock & roll del Dúo Dinámico.
Yo tenía noticia de Anouk Aimée desde que protagonizó Un hombre y una mujer (Claude Lelouch, 1966). La peripecia por la que supe de ella me abruma. Con la venia del lector, me permitiré referirla en un nuevo intento de quererla exorcizar. Un hombre y una mujer era la película favorita de mi madre. Pero se quedó sin verla en su estreno por llevarme a ver a mí El Dorado (Howard Hawks, 1966), que coincidió en la cartelera madrileña con el filme de Lelouch. Como hacía siempre, la autora de mis días se sacrificó por mí y esa tarde fuimos al Rialto, donde se programaba el penúltimo de los grandes westerns de Hawks. Me di cuenta de todo y tuve cierto cargo de conciencia. En mi primer intento de enmendarlo descubrí a Anouk Aimée. Naturalmente no pude ver Un hombre y una mujer. Era para mayores de 18 años y yo aún tenía seis. La descubrí en las fotos, aquellos fotocromos de los vestíbulos de las salas de antaño —como los que va a robar Antoine Doinel (Jean-Pierre Leaud) en Los cuatrocientos golpes (François Truffaut, 1959)— y me llamó poderosísimamente la atención. Aún no había crecido lo suficiente como para saber lo que sucede cuando una mujer te llama poderosísimamente la atención.
Ya en los albores de mi cinefilia, tuve ocasión de asistir a la proyección de Alfonso Sánchez (1980), mi favorito de los cortometrajes de José Luis Garci. Precedía al pase de El resplandor (Stanley Kubrick, 1980) en la programación del cine Paz, siempre en Madrid. Crítico del diario Informaciones, Sánchez —para quien el amor al cine era “algo consustancial” a su persona— compaginaba sus artículos en aquellas páginas con sus comentarios en la televisión de mi infancia. Ya entonces, sin ser yo aún cinéfilo, me magnetizó con su amenidad hablando de la gran pantalla. Recuerdo especialmente una emisión en que le escuché comentar que Soldado azul (Ralph Nelson, 1970), es la película en la que mueren más indios. Siempre que vuelvo a ver este western desmitificador —en la estela de Pequeño gran hombre (Arthur Penn, 1970)— me acuerdo de aquel comentario de Alfonso Sánchez —como del texto de Jaime Rosal al volver a escuchar Red China Blues— y convengo en que Sánchez, al que escuché antes de leer a André Bazin —el fundador de Cahiers du Cinéma— fue al primer crítico que admiré.
De modo que fue algo entrañable reencontrarle en el emotivo homenaje que Garci le rinde en aquel corto. Y allí, entre las secuencias que le mostraban paseando por las calles de Doctor Cortezo y del Cine —esta última en mi barrio, Campamento, así llamada en recuerdo de la sala donde asistí a mil proyecciones en mis primeras edades—, para llevarnos a otras localizadas en la redacción de Informaciones e incluso en su domicilio. Entre los recuerdos fotografiados en este último interior —una Tizona en miniatura, obsequio de Anthony Mann durante el rodaje de El Cid (1961); o una baraja, regalo de Buster Keaton en la filmación de Golfus de Roma (Richard Lester, 1966)—, Alfonso Sánchez nos enseña una foto que le muestra sentado a una mesa junto a Anouk Aimée y nos confiesa que la actriz fue su gran amor. Daba propina a los camareros en el festival de San Sebastián para que, en las cenas, con las que se agasajaba a la prensa, le sentasen junto a ella… “Una criatura maravillosa que pudo ser la sucesora de Greta Garbo. Pero es tan bohemia que, de repente, entre rodaje y rodaje, se tira un año desaparecida”, suspiraba el crítico. “Todo hombre normalmente constituido tiene un prototipo de mujer. El mío es el de Anouk Aimée. Me enamoré de ella desde que la vi por primera vez, en Los amantes de Verona… Pero ese amor es el gran fracaso de mi vida”.
Las flacas tristes y bohemias, así me gustaban las chicas en mi juventud. Pero Anouk Aimée empezó a hacerlo a raíz del amor que inspiró a Sánchez. Ya andando en mi cinefilia, alguien me habló de sus maravillosas piernas en Lola (1961), primer largometraje del gran Jacques Demy y primera entrega del díptico de Roland Cassard (Marc Michel), que ya en el 64 culminaría en Los paraguas de Cherburgo. Unos años después, andando ya en los 80, siendo yo auxiliar de montaje, entré fugazmente en el equipo de un montador que había trabajado para la censura. Y quiso la casualidad que fuese él quien practicó en la moviola los cortes a Un hombre y una mujer que el censor había ordenado en la sala de proyección. La profesión daba por cierto que se había “puesto morado” viendo los desnudos de Anouk. Pero mi jefe, que a diferencia del común de los técnicos de cine —que odian la pantalla por ser su trabajo y cuantos la amamos solemos caerles mal— simpatizaba con mi cinefilia y me aseguró que allí no había más cera que la que arde.
En fin, ya con Anouk elevada a los altares en los que rindo culto a las actrices que integran mi mitología personal, llevo más de 40 otoños atento a cuanto la afición y la profesión me comenta de ella. En 2007 tuve oportunidad de entrevistar a Claude Lelouch en la Muestra de Cine Europeo Ciudad de Segovia. Antes de empezar, le comenté que Un hombre y una mujer era la película favorita de mi madre. Le hizo mucha gracia, pero no me dijo nada de Anouk Aimée. Y eso que Lelouch fue uno de los realizadores que más colaboró con ella.
Enrique Herreros (hijo), toda una institución en el cine español, ha sido quien más y mejor me hablado de esta “sublime actriz francesa”, que él la llama. Gracias a Herreros sé que Anouk residía en la Rue Rennes de París, junto al legendario café Les deux magots. Hablamos, pues, del mismísimo centro de Saint-Germain-des-Pres cuando París todavía era la capital del mundo y de la bohemia, más aún. Hablamos del París de las canciones de Georges Brassens. Un París que Anouk dejaba, con las mismas que se iban a Ámsterdam las bohemias de mi juventud, para venir a rodar en España —por ejemplo, Contrabando (1955), dirigida por el inglés Lawrence Huntington y el español Julio Salvador—, o ser entrevistada por José Luis Pécker en Cabalgata fin de semana de Radio Madrid.
Herreros (hijo) la trató mucho en la primavera del 59, Maurice Ronet —la ilusión de la actriz en aquella sazón— rodaba entonces en España Carmen, la de Ronda, de Tulio Demicheli. Anouk “hacía otro tanto en Roma, a las órdenes de Fellini, en La dolce vita. Todos los fines de semana cogía el Superconstellation de la TWA y se instalaba con su enamorado en el hotel Suecia”. El propio Herreros les conseguía las mejores entradas para La Chata o Carabanchelera, que era como se conocía en Madrid a la plaza de toros de Vista Alegre, que estaba justo enfrente de donde aún debe de vivir mi amigo el hippie de Carabanchel.
La de Anouk Aimée, bohemia y actriz, fue una carrera desarrollada a lo largo de más de 50 años. Cinco décadas en las que inspiró a cineastas del calibre de Alexandre Astruc, Jacques Becker, Georges Franju, Federico Fellini, Jacques Demy, André Delvaux o Bernardo Bertolucci. Al igual que a los norteamericanos que la incluyeron en sus repartos tras el éxito internacional de Un hombre y una mujer, tales fueron los casos de George Cukor, Sidney Lumet y algún otro. Pero la maravillosa Anouk nunca quiso ser una estrella al uso. Su desdén por los oropeles de la farándula fue la mejor prueba de esa exquisita elegancia de la que siempre hizo gala en pantalla. Cimentó su gracia en una sensibilidad que nos brindó una imagen de la feminidad pocas veces alcanzada.
Hija del actor Henry Murray, Françoise Sorya, verdadero nombre de la actriz, nació en París en 1932. Tras asistir a un curso de baile en la ópera de Marsella y a otro de arte dramático en su ciudad natal, se puso por primera vez frente a una cámara cuando apenas contaba quince años. Aunque La maison sous la mer (1946), la cinta de Henri Calef en la que Anouk —como figuró durante sus primeros años en los títulos de crédito— debutó, no tardaría en ser olvidada, el segundo título de su filmografía, Los amantes de Verona (1948), recreación de Romeo y Julieta debida a André Cayatte, habría de convertirse en un clásico del cine galo.
Pero eso sería al cabo de los años. Entretanto, tras un par de colaboraciones con Astruc —Le rideau cramoisi (1951) y Les mauvaises rencontres (1955)—, la verdadera Anouk Aimée se pone en marcha al encarnar a Jeanne Hebuterne, la inseparable compañera de Amadeo Modigliani, en Montparnasse 19, la obra maestra de Jacques Becker. Ahí, con ese personaje, fue cuando a mí me terminó de prendar.
Jacques Demy volvió a descubrirnos en Lola toda esa sensualidad de la actriz que Cayatte ya nos había sugerido. Lejos de ser esa efigie sin atributos, que corresponde a la mayoría de los mitos eróticos, Anouk comienza a dar pruebas de su agudísima sensibilidad al interpretar a la amante del demente que protagoniza La cabeza contra la pared (1959), otro hito del cine galo debido al talento de Georges Franju. A ésta seguirá su creación de la cínica heredera que le encomienda Fellini en La dolce vita (1960). Habida cuenta del éxito cosechado por el certero retrato de los desahogados que pululaban en los felices 60 por la romana Vía Venetto, que nos proponía en sus secuencias el maestro de Rimini, a la actriz no le faltan contratos en Francia, Italia e Inglaterra.
Tras un fugaz paso por el peplum de la mano de Robert Aldrich en la producción italiana Sodoma y Gomorra (1962) y una nueva colaboración con Fellini en su cinta más personal, Fellini ocho y medio (1963), Anouk protagonizará Un hombre y una mujer. La Anne Gauthier encarnada en esta última cinta, una viuda que se debate ante un nuevo amor, será su creación más celebrada. A raíz de ella, Hollywood le ofrecerá un contrato de siete años, que Anouk rechazará. Tan rebelde como sugerente, preferirá seguir siendo una de las mejores actrices del cine europeo y dar vida a la diseñadora que protagoniza la fascinante Una noche un tren (1969), del belga André Delvaux. Acaso cansada de ser siempre la amante de… tras su colaboración con Cukor en Justine (1969), adaptación de la primera entrega de El cuarteto de Alejandría, de Lawrence Durrell, en la que Anouk interpreta a la propia Justine, la actriz se mantendrá retirada de las pantallas durante siete años.
Regresó de la mano de Lelouch, para quien fue una de las lesbianas que protagonizan Si empezara otra vez (1976). El resto fueron cintas menores, aunque a veces debidas a Marco Bellocchio —Salto al vacío (1980)—, Bernardo Bertolucci —La historia de un hombre ridículo (1981)— o Robert Altman —Pret-a-porter (1994)—. La decadencia se prolongó hasta 2019 cuando, de nuevo a las órdenes de Lelouch, volvió a incorporar a Anne Gauthier en Los mejores años de una vida, una segunda secuela de Un hombre y una mujer.
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